Día 1
No me atreví a plantearme el Bronx. A pesar de que era el barrio más barato de todo Nueva York, todavía era usual escuchar tiroteos por las noches. Ningún alquiler de las habitaciones que seleccioné bajaba de los setecientos dólares mensuales. Me hubiese gustado seguir en el mismo barrio, pero los precios en Greenpoint habían subido desorbitadamente, y ya los de Williamsburg eran de escándalo. Tampoco me quería adentrar mucho en Brooklyn. Aunque Manhattan me provocara ansiedad, necesitaba sentirla cerca para no olvidar que me había trasladado allí persiguiendo un sueño. No obstante anoté una dirección que quedaba en Rockaways Beach. Es decir, en el culo del mundo.
Me llevé la libreta y el bolígrafo conmigo y emprendí la ruta. Sentado en el metro, observaba con especial atención los rostros que me rodeaban. Frente a mí había una mujer que se mordía el labio superior y rebotaba sobre su asiento cada vez que el vagón se detenía en una estación. Consultaba frecuentemente su reloj con pulso nervioso y resoplaba, apretando más y más el bolso contra el pecho. A su derecha había una cría de ojos rasgados, piel blanca y una ensortijada melena afro cuyo mestizaje me llamó la atención. A mi lado un joven escuálido con un estuche de violín entre las piernas trataba de reproducir las notas de una partitura emitiendo sonidos armónicos. Cada rostro se me antojaba como el de un personaje con sus propias peculiaridades que podía entrever por la forma de mirar, de torcer la boca, de entrecruzar las piernas, por las arrugas, el peinado y los zapatos. Me sentía hoy más atento al mundo que me rodeaba de lo que lo había estado en los últimos meses. Parecía que estaba empezando a deshacer el nudo interior que, durante mucho tiempo, me había impedido prestar atención a nada más que a mí mismo.
Salí en Dumbo. Me enseñaron una habitación con una pared de ladrillo rojo y vistas al East River. La que ocupaba la habitación contigua era una estudiante de la NYU, dulce y pelirroja. Dije que me la quedaba, pero a continuación me informaron de que exigían tres meses de depósito y les pedí que, en ese caso, me permitieran consultarlo con la almohada.
Cogí la línea F hasta el Lower East Side para transferir a la J. Volví a estar rodeado del crisol de personajes, culturas e historias que se respira en el subsuelo de Nueva York. Inspiré profundamente. Deseaba registrar en mi cerebro cada uno de los olores y sabores de la humanidad.
En Flushing visité un apartamento que olía a carne en descomposición.
Regresé al metro hasta pasarme a la línea L en Broadway & Junction. Me bajé en Morgan, en el barrio de Bushwick. Había oído que allí residían los artistas. Todas las construcciones eran antiguas fábricas remodeladas para que las ocuparan jóvenes promesas que no se podían costear los precios de la ciudad. El paisaje resultaba decadente pero tenía un no sé qué bohemio. Entré en el piso en cuestión y vi que habían suplementado un falso techo a mitad de altura para dividir una habitación en dos. La media habitación que quedaba disponible era la superior. Tendría que utilizar una endeble escalera de madera para acceder a ella y andar en cuclillas si no quería darme cabezazos contra el techo.
—Lo siento, no puedo escribir con la espalda torcida.
El indio que tenía frente a mí en el metro se miraba los dedos de las manos con gesto sorprendido, como si los descubriera más cortos que nunca. Me imaginé que, cuando esa misma mañana se disponía a enrollarse su turbante alrededor de la cabeza como cada día, la tela le habría alcanzado para dar varias vueltas más de lo usual. Algo parecido le habría debido de ocurrir al calzarse. Sus zapatos le quedarían enormes y, al bajar las escaleras de su edificio, tendría que haberlo hecho a saltos. Lo del tamaño de los dedos de sus manos sería su última sorpresa. Todo en él menguaba a una velocidad vertiginosa mientras que su entorno conservaba sus dimensiones habituales. Y es que Nueva York se le estaba quedando grande (a él y a mí y a todos los demás) y, si no reaccionábamos a tiempo, la ciudad acabaría por hacernos desaparecer.
El arrendador del piso en Queens era un filipino que se presentó a sí mismo como un compañero, ante todo, respetuoso, pero ya iba cogorza perdido antes de que dieran las doce del mediodía.
Visité una habitación en Harlem que me pareció adecuada al precio que pedían. En las ventanas del edificio ondeaban banderas de Puerto Rico. Algún vecino escuchaba música a todo volumen: Tengo todo, papi. Tengo todo, papi. Tengo fly, tengo party, tengo una sabrosura. El propietario del apartamento era cubano. Al final de una entrañable conversación sobre nuestras respectivas patrias, me comentó que su única exigencia era que desalojara la casa cada día desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde, sábados incluidos, los domingos no era necesario. La necesitaba vacía para sus clases de yoga, salsa, español y cocina, me explicó.
—Pero yo solo puedo escribir en casa —repliqué.
—Lo siento, chico —me guiaba cordialmente por el hombro hacia la salida—. Mis alumnos no se concentran si saben que alguien merodea por aquí.
Decidí seguir a pie. Tanto metro ya me estaba dando dolor de cabeza. Me detuve a la altura de la zona de Columbia University, en la 116. Desde el otro lado de la acera observé a los estudiantes que accedían al campus de la prestigiosa universidad. Los envidié, a todos ellos, parecían tan satisfechos de sí mismos… Yo ya había dejado atrás mis años universitarios y no había venido a Nueva York con intención de ingresar en otra institución que me marcara las pautas a seguir. Me creía preparado para ir por libre. Sin embargo, en ese momento lo hubiera dado todo por volver a tener unos objetivos concretos: exámenes que aprobar y profesores a los que impresionar.
Crucé Broadway y atravesé la verja metálica de entrada a la universidad, flanqueada por dos imponentes pilares de piedra pálida. Llegué a Low Plaza. Estaba rodeado por las impresionantes facultades de ladrillo rojo con techumbres revestidas de cobre. Me sentía como uno más de ellos.
Llamé a mi madre.
—Hola mamá.
—¡Jorge! ¡Jorge! Cuelga, que te llamo yo.
Siempre procuraba limitar mis...