Creer en tiempos difíciles
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Creer en tiempos difíciles

La ciencia no apagará la llama de la fe

  1. 272 páginas
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Creer en tiempos difíciles

La ciencia no apagará la llama de la fe

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Información del libro

El autor cita las palabras del científico cristiano Frances Collins, director del proyecto Genoma Humano, en su obra "El lenguaje de Dios" cuando afirma: El Dios de la Biblia es también el Dios del genoma. Se le puede adorar en la catedral y en el laboratorio. Su creación es majestuosa, sobrecogedora, compleja y bella, y no puede, por tanto, estar en guerra consigo misma.El libro aporta respuestas coherentes a los problemas de la fe en todas sus dimensiones. Tanto cuando nos confrontamos con preguntas difíciles, como cuando tenemos, inevitablemente, crisis de fe. Un libro bien escrito y bien documentado que aporta una visión global, fresca y coherente al problema de la confrontación entre ciencia y fe.

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Información

Año
2016
ISBN
9788494550072
TERCERA PARTE
Sentido escatológico de la fe
CAPÍTULO X
La escatología: objetivo final de las escrituras
La primera generación de cristianos estuvo influenciada por movimientos centrados en la «apocalíptica» judía, la cual había ido ganando fuerza entre los devotos judíos desde el tiempo de los Macabeos, en el siglo II a. C. , movimientos religiosos que presumían de poder desvelar, mediante predicciones, testamentos, sueños y visiones, los misterios divinos sobre el futuro. A las gentes de aquel tiempo, en Palestina, sólo les interesaba un futuro que trajera la paz, la victoria sobre sus enemigos y el dominio sobre los demás pueblos que siempre les habían sometido. Los judíos, antes que un mesianismo que les abriera las puertas del Reino de los cielos, esperaban (casi como una reivindicación), que Dios les concediera el Reino en este mundo, creyendo que así les había sido prometido desde la antigüedad, por medio de los profetas. Tal vez fuera Isaías uno de los profetas más generosos durante el tiempo pre exílico con sus promesas de restauración a Israel, pues no sólo vio la cautividad de su pueblo en Babilonia, sino también su posterior resurgimiento en libertad y preeminencia sobre los otros pueblos de la tierra (Is. 60:1-3). Gozarían de una paz y prosperidad que sólo sería posible gracias a la intervención de Dios, en quien siempre debían confiar (vv. 17-18). Sin embargo, después de la decadencia del judaísmo que siguió a la derrota de los Macabeos por los romanos, dedujeron que la salvación ya no podía venirles de un Mesías de origen terreno, sino concedido directamente «de arriba», enviado por Dios el Padre que jamás olvida sus promesas. Confiando en ellas, con su peculiar interpretación mesiánica de las profecías veterotestamentarias, y con una concepción subjetiva del Mesías que no coincidía con los criterios divinos, esperaban, en tiempos de Jesús, el cumplimiento de su liberación. Jesús, con su ministerio y con su muerte, chocaba con su concepción triunfalista e inmediata del reinado del Mesías. No debe extrañarnos, pues, que el autor del cuarto evangelio diga en su introducción, como una sentencia, «a los suyos vino, y los suyos no le recibieron» (Jn. 1:11).
Así pues, Jesús llevó a cabo su ministerio entre el judaísmo dentro de ese contexto mesiánico-apocalíptico que esperaba la liberación final, lo cual facilitó su convocatoria a las gentes de su entorno, atraídas por el poder de su mensaje de liberación, que fue asumido por muchos como la certificación de su mesianismo. El pueblo quería hacerle rey, mientras que los líderes religiosos, celosos de su popularidad, gestionaban su muerte. Aunque esperaban que su liberación llegase de arriba, les preocupaban seriamente los reinos de este mundo, probablemente antes que el Reino de los cielos. Es el «aquí y ahora» que tanto ha atraído a los hombres durante toda su historia.
Sin embargo, el centro de atención de las Escrituras, su punto álgido, está puesto sobre la parusía, la cual debe poner el punto final a la historia actual y establecer el esperado Reino de Dios. La parusía es un acontecimiento crucial para el desarrollo del plan de la redención, pues no es presentada en las Escrituras como un acontecimiento aislado en el marco de la salvación de la humanidad, sino como el eslabón final del largo proceso de rescate efectuado por Dios a favor del hombre caído en el pecado. El acto salvador efectuado por Dios a través de Jesucristo se contiene en las tres etapas siguientes: 1) Dios envía a su Hijo con una misión redentora (Jn. 12:49); 2) Cumplida la misión (su vida histórica), Jesús regresa al Padre: «y Yo a ti vengo» (17:11, 13); 3) Jesús debe regresar a esta tierra, pues los frutos del amor de Dios, manifestados en su Hijo, deben ser recogidos: «Vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo» (14:3). Si las etapas previas de la misión y la redención se han cumplido, los creyentes tenemos todas las garantías de que la parusía será la etapa última, pues sin ella nada de lo que se pueda decir sobre cristología y soteriología (estudio de la redención del hombre) puede tener sentido, pues, sin cumplimiento de la promesa como resultado final del misterioso proyecto de la salvación, todo lo anterior pierde su sentido. Es decir, la teología bíblica no tiene sentido alguno si no se culmina con la escatología, con la esperanza en la segunda venida de Cristo.
Todo el programa de Dios a favor del hombre alcanzará su pleno significado cuando la segunda venida de Jesús tenga lugar y se instaure el Reino de los cielos. No puede considerarse terminado un viaje en tren, ni alcanzado el objetivo final de dicho viaje, cuando todavía nos encontramos en la penúltima parada. Cuando Jesús exclama: «¡Todo se ha cumplido!», aunque su exclamación tiene un claro sentido presentista, no significa que hemos llegado al final de nuestro viaje y que nuestra espera ha terminado, sino que se han cumplido todas las condiciones vicarias de la salvación, aunque ésta no pueda ser todavía aplicada. El clamor de Jesús, clamor de victoria, tanto más significativa por haber deseado pronunciarla desde antes de la creación del mundo (1 P. 1:18-20) cuando, por su pre-conocimiento, Dios tuvo conocimiento de que el hombre iba a pecar. Esta es la característica suprema y exclusiva de Dios: todo el futuro es ya presente para Él y todo el presente es ya futuro. Solamente nosotros, las criaturas, encerrados en el tiempo, estamos obligados a experimentar los tres tiempos: pasado, presente y futuro. Esta enorme diferencia la señala claramente el apóstol Pedro: «Oh amados, no ignoréis esto: que un día delante de Dios es como mil años y mil años como un día». (2 P. 3:8). Desde la cruz del calvario, la salvación ya es posible, ya es una realidad completa, es acontecimiento aunque no lo sea todavía su aplicación definitiva.
Si alguien que me deba dinero me entregara un cheque conformado por la cantidad adeudada, desde ese momento la deuda estaría pagada, ¡pero yo, teniendo el cheque, no tengo todavía el dinero! Con el cheque conformado tengo dinero, pero, a la vez, todavía no lo tengo. Debo ir al banco y hacerlo efectivo. ¡Sólo entonces tendré realmente mi dinero! Así sucede con la salvación que ha sido ganada y «conformada» en la cruz, para que pueda ser hecha efectiva en la parusía; la tenemos, pero aun no la podemos disfrutar. ¡Esa es nuestra esperanza y, a la vez, nuestro dolor en la espera!
Para tratar el camino de venida, vuelta y regreso de Jesús, etapas que completan su recorrido en el proceso de la salvación de la humanidad, voy a tomar como referencia principal el evangelio de Juan, por considerar que es quien mejor las define. Así, partiendo de una sola fuente, será más fácil para los lectores seguir el «caminar» del Maestro.
1. El «envío» de Jesús en misión
Jesús es considerado por el autor del cuarto evangelio como la «luz» (Jn. 1: 9;12:46), «el camino, la verdad y la vida» (14:6), «para que el mundo sea salvo» (3:17; cf. 12:47), «el pan de vida» (6:35, 48) o el «agua viva» (4:10) que fluye para «vida eterna» (v. 14). Por otra parte, las declaraciones negativas de Jesús («no he venido de Mí mismo») van siempre seguidas por la expresión «sino que», como contraposición al pensamiento judío que buscaba rechazar la obra mesiánica de Jesús, despojándola de cualquier origen divino propio: «no he venido de Mí mismo, sino que Él me envió» (Jn. 8:42).
La revelación de Dios a los hombre tiene como fundamento la cristología, es decir, todo lo concerniente a la persona y la obra salvadora de Cristo en nuestro favor, siendo a la vez esa salvación su objetivo primordial, la expresión suprema de su amor. El apóstol Juan se refiere a Jesús mediante el término exclusivo «logos», como aquel que, siendo igual al Padre, es sin embargo enviado en misión a este mundo: «el logos era Dios» (1:1) y, a la vez, el propio Jesús se refiere a Él mismo como el enviado del Padre (6:40). Es decir que Jesús, sin dejar de ser Dios mismo, es a la vez el enviado del Padre, viniendo a ser así la mejor revelación del Padre a los hombres, pues es mediante Cristo que nos es revelado el amor de Dios (14:7-10). El Cristo que viene, y que a la vez es enviado, es el «único» en quien es posible hacer realidad la salvación, ya que ésta sólo será posible mediante la fe en su naturaleza divino-humana (1:14) y en la aceptación de su entrega salvífica en la cruz. La teología del amor de Dios se hace historia en este mundo mediante el «envío» de su «Hijo unigénito», destacando así la acción de «enviarle» a este mundo como una de las principales características de la cristología de Juan: Jesús, el «Enviado», es el Cristo, la perfecta revelación de Dios a los hombres. Por eso puede decir a Felipe: «el que me ha visto a Mí, ha visto al Padre» (14:9).
La misión de venir a este mundo que el Padre encomienda a Jesús es contemplada en el evangelio desde una doble perspectiva: 1) La que podemos considerar como una perspectiva «fontal», es decir, que la misión de enviar al Hijo a esta tierra de pecado tiene su origen en el Padre; 2) Una perspectiva «recepcional», es decir, que los destinatarios de la misión de Jesús deben descubrir, en el cumplimiento de esa misión, la autoridad y el poder de Dios que es quien ha enviado a Jesús. Éste se presenta a sí mismo como quien lleva a cabo «la obra del Padre» (Jn. 17:4), lo que viene a significar que cumple su voluntad más allá de sus necesidades más vitales (4:34), voluntad que el Jesús humano no obedece por Sí mismo (5:30; 6:38), sino por haber sido testigo de lo que ha visto y oído del Padre (3:31-32;cf. 5:19; 8:26, 28b, 38, 40). Así pues, la íntima y exclusiva relación de Jesús con el Padre viene a ser el punto central de su autoridad para llevar a cabo la misión (Jn. 1:18). Jesús, el «misionero-enviado» por Dios, viene en el nombre y con el poder del Padre (17:2), partiendo de su perfecta identidad con Él, pues, sin dejar de ser Dios perfecto, se hizo «carne y habitó entre nosotros» (1:14; 10:30; 14:9; 17:10, 21). Desde la perspectiva que nos ofrece el objetivo de la misión, Jesús es enviado para dar salvación al mundo (3:17; cf. 1:29; 4:42) y no para juzgarlo (8:15; 12:47), trayendo a este mundo vida eterna para todos aquellos que en Él creen (3:16; 4:10, 14; 10:10; 17:2; 20:30-31).
Jesús mismo, en referencia a su misión en este mundo, define a Dios como «el Padre que me envió» (Jn. 5:30, 37). A esta acción del envío de Jesús, debe añadirse el de su precursor, Juan Bautista (1:6, 33; 3:28) y el de su sucesor, el Espíritu, el Consolador pospascual (14:26), a quien el Padre envía como culminación del compromiso trinitario de Dios con los hombres y con la misión (vv. 16-17). Finalmente, el programa misional del Padre se completa con el envío pospascual de los discípulos (17:18; 20:21). Se ve claramente que, si la misión es una, ésta reclama muy diversos agentes para llevarla a cabo. Mediante la presentación que el Nuevo Testamento hace de la misión, se comprueba que es Jesús quien la comienza, mientras que debe ser la Iglesia quien la termine. Todo enviado por el Padre tiene un compromiso con la misión, la cual parece ser la etapa previa e ineludible al Reino de los Cielos.
Este precedente muestra que la acción de «enviar», además de desempeñar un importante papel a través del mensaje dirigido a las comunidades cristianas primitivas, parece indicar una cierta versatilidad de este término en función del «remitente»: 1) Dios es, sobretodo, quien envía, y Jesús es el «enviado» por excelencia. Jesús es por ello el objeto directo más frecuentemente citado por Juan en relación con el envío en misión, pues lo cita un total de cuarenta y cuatro veces; 2) Jesús, además de ser el enviado del Padre, es a la vez el remitente de los apóstoles (4:38; 17:18; 20:21), de los «discípulos» (13:20) y del Espíritu Santo (15:26; 16:7); 3) Una persona puede ser enviada por otra, bien como informante (1:19) o como comunicante (11:3). Jesús, ya al final de su ministerio, hace referencia a su misión como «cumplimiento» (Jn. 17:18), es decir, como una acción que ya está a punto de ser concluida, mientras que la misión de los discípulos, plenamente vinculada a la suya, todavía no se ha iniciado. Ellos son todavía sólo colaboradores expectantes de la misión de Jesús, no sus actores. Tal vez es por eso que Jesús retoma el tema del envío en misión en la oración «intercesora» (Jn. 17), para presentarlo ahora como un encargo a los «suyos», que ya vislumbran la llegada de su tiempo histórico, después de la resurrección del Maestro. Es por eso que se piensa que en Juan 17:18 Jesús hace referencia a una sola misión (la que Él está llevando a cabo), mientras que en Juan 20:21 se refiere a las dos etapas de la misión: la suya primero, «como el Padre me ha enviado», siendo la segunda la referida a los discípulos (la Iglesia), «Yo os envío», refiriéndose a la misión universal que la Iglesia debería cumplir a partir del definitivo acontecimiento de la cruz. Algunos opinamos que la diferencia de estas dos etapas se señala mediante el término pémpô (enviar) aplicado a los discípulos, a diferencia del término apostellô de Juan 17:18, aplicado a Jesús. La misión de Jesús se ha cumplido y la hora ha llegado de que los discípulos tomen la evangelización del mundo en sus manos, como continuadores de la obra iniciada por Jesús. El «envió» de Jesús debe entenderse como una misión que comenzó en el pasado, pero que todavía está en marcha, no ha terminado. «Cristo está todavía en el mundo cumpliendo su misión y en ese mismo momento, cuando Él ordena la misión de los discípulos, está en acción la suya propia. Es decir, que el mismo acto de comisionar a los discípulos forma parte de lo que Él debe hacer en el mundo para cumplir su propia misión» (Veloso, M. , El compromiso cristiano, p. 69).
2. El Hijo «regresa» al Padre
El regreso de Jesús al Padre, unos 40 días después de su resurrección (Hch. 1:3), tiene varias lecturas: 1) Jesús debe regresar al medio sobrenatural al que pertenece, del que sólo se ha desprendido temporalmente para llevar a cabo su acción de amor y salvación por los hombres. 2) El hecho de regresar al Padre y no llevar a cabo inmediatamente la instauración del Reino, parece confirmar que debía concederse un período de espera, un «tiempo intermedio» para la llegada de la parusía. Es lo que podríamos determinar como un tiempo de misión para los discípulos. La misión llevada a cabo por el Hijo debe culminarse, estando a cargo de la Iglesia el mandato de predicar el evangelio «hasta lo último de la tierra» (Hch. 1:8). Por eso, cumplida la misión en este mundo, Jesús debía regresar al hogar celestial para continuar su obra divina, tal como lo había hecho «antes de que el mundo fuese». El impresionante y, a la vez triste, arrebatamiento de Jesús tuvo lugar después de que Él mismo le suplicara al Padre, para estar «cerca de ti mismo, con aquella gloria que tuve cerca de ti» (Jn. 17:5).
Con el deseo de regresar al Padre, no debiera hacernos pensar que Jesús está mostrando una actitud de urgencia para abandonar este mundo de dolor y regresar al hogar de la perfección en el cual había habitado desde la eternidad, pues, así dicho, podría parecerse más a una huida de lo humano hacia lo divino, de lo temporal hacia lo eterno, lo que podría parecernos incompatible con el amor que motivó su venida. Su deseo de regresar al Padre debía estar más bien relacionado con su labor de mediación a favor de los hombres, como parte decisiva del plan de la salvación hecho posible plenamente en la cruz, pero todavía sin poder ser aplicado a los hombres y mujeres que todavía no han sido evangelizados en el mundo. La obra de Jesús a favor de quienes deben ser salvos, no terminó en la cruz, ni siquiera en la ascensión al Padre, sino que aún queda una labor de intercesión por las almas, tal como lo señala el autor de Hebreos: «Por lo cual puede también salvar eternamente a los que por Él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos» (Heb. 7:25).
Así pues, podría decirse que el plan de la salvación cumple en el Calvario una etapa decisiva por su importancia capital, pues es en la cruz donde todos hemos sido salvos. No obstante, ya en tiempo pospascual, todavía quedaba un largo camino por recorrer para alcanzar su plena realidad, ese camino señalado por el cumplimiento de la misión de predicar el evangelio a todas las naciones que, culminada, abrirá las puertas de la parusía a la presenci...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. ÍNDICE GENERAL
  4. INTRODUCCIÓN
  5. PRIMERA PARTE
  6. SEGUNDA PARTE
  7. TERCERA PARTE
  8. EPÍLOGO
  9. DATOS BIOGRÁFICOS
  10. Créditos