Retorno a la infancia
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Retorno a la infancia

  1. 144 páginas
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Retorno a la infancia

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Información del libro

La infancia es un tiempo mágico y decisivo. Retornar a ella renueva la vida de los adultos. Así lo defiende el autor citando a Novalis, Rousseau, Wilde y Chesterton, Rilke, Pessoa o Machado, entre otros. El cuento de Peter Pan representa el deseo de no perder la inocencia, la capacidad de imaginar y de creer. En el niño no hay inmadurez: tiene la madurez que corresponde a su edad. Regresar a esa edad es, en cierto sentido, recorrer felizmente la madurez.

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Información

Año
2015
ISBN
9788432145063
Categoría
Literatura

CUARTA PARTE

PERENNIDAD DE LA INFANCIA

CAPÍTULO 14
SER HIJOS

«Los hijos comienzan por amar a sus padres.
Tras un tiempo, los juzgan. Raramente los perdonan».
(OSCAR WILDE)
Como tantas otras frases de Oscar Wilde, esa es una combinación de verdad y de exageración pero, en conjunto, expresa una realidad: la complejidad del sentido de la filiación, la dificultad de ser hijo, que es la condición general humana: ser hombre es ser hijo, ser mujer es ser hija. Es algo tan elemental que da coraje repetirlo: no todos somos padres o madres, pero todos somos hijos. Ser hijos es la condición humana esencial y básica. Ser hijos significa ser deudores de una serie continuada de dones; pero deudores con una deuda profunda y a la vez «irresponsable», porque nadie nos va a pedir —o si se nos pide es muy fácil escamotearse— que devolvamos todo lo que hemos recibido.
El niño no se da cuenta de que es hijo, al menos no lo entiende en profundidad. Cuando pueda hacerlo, al llegar al uso de razón, normalmente estará entretenido en las cosas de la segunda infancia, donde apenas se piensa en eso, porque se da por supuesto. Enseguida vienen los disturbios de la adolescencia, cuando lo que pide el cuerpo, y además de forma compulsiva y contradictoria, es ser uno mismo, una misma, independiente de los padres, enfrentados a ellos quizá. Se suele decir, y hay algo de verdad en eso, que ese enfrentamiento es un requisito para la autoconciencia y la conquista de la propia autonomía, de la propia libertad y responsabilidad. Y es igualmente cierto que ese tránsito puede hacerse de forma pacífica y nada traumática.
Tarde o temprano se ha de dar la separación de la casa de los padres, algo que se desea y a la vez no se desea, porque es en cierto modo la pérdida del paraíso de la infancia. La casa de los padres fue escenario de años felices, al menos en la mayoría de los casos; fue el escenario también, si hay hermanos, de la primera sociedad humana en horizontal, con tus iguales. No tiene nada de extraño que, cuando pasa el tiempo, se recuerde la casa de los padres, si sigue siendo la misma, con una irresistible nostalgia. No nos dábamos cuenta entonces, pero aquel era el lugar en el que se nos quería sin condiciones.
Después se está ocupado en encontrar trabajo, quizá en emanciparse, quizá en vivir turbulentamente presiones sexuales y lúdicas o en formar una familia en mucho semejante a aquella de donde se proviene. Es corriente que, sin haber profundizado jamás en qué significa ser hijo, se llegue a ser padre o madre: ese nuevo estado ocupa la mayor parte de las acciones, afanes, preocupaciones y alegrías…
Todo este proceso puede dificultar «volver a ser hijo», pero no en el sentido de devolver a los padres lo que hicieron por ti, sino en un sentido más difícil, denso y lleno de virtualidades.
Devolver a los padres lo que de ellos se ha recibido nunca es posible por dos razones principales: primero, porque es una deuda demasiado grande, hecha de dones impagables, como el de la vida; segundo, porque entre padres e hijos esa devolución funciona de manera escalonada. Los padres no tienen por qué esperar que los hijos les devuelvan todo lo que ellos les han dado, porque esa donación es la que los hijos harán a sus propios hijos. No es que los hijos, también cuando son mayores y tienen su propia vida adulta, carezcan ya de obligaciones respecto a sus padres. Pero no se puede pretender que devuelvan todo lo que han recibido, porque no es posible. El modo de «devolver» lo mejor que han recibido, la misma vida, es dando la vida a otros, sus propios hijos y dando la vida por ellos, como hicieron sus padres con ellos. Así se entiende muy bien el amor de los abuelos y abuelas: ven a los hijos e hijas como eran ellos; y por eso aman a los nietos de una forma aumentada, porque ven en ellos a los hijos y a los hijos de sus hijos.
Por ser hijos se entiende aquí la recuperación del sentido filial propio de la época dorada de la primera infancia, cuando ser hijo, ser hija, era tener una plena e inconsciente confianza en esas dos personas a las que se veía siempre alrededor, pendiente del menor detalle.
Para ser hijos, cuando se es mayor, no hay otro camino que el retorno a la infancia. Retornando a los valores de la infancia se vuelve en cierto modo a ser niño, pero no con la inconsciencia de entonces, sino con la plena consciencia de lo que significa recuperar la infancia. Y así, en ese nuevo modo de ser niño, se puede ser, ya en total profundidad, hijo.
El sentido de la filiación supone caer en la cuenta de que ninguno de nosotros es principio de sí mismo. Hemos sido nacidos; procedemos de dos personas que, en la mayoría de los casos, no ya desde el nacimiento sino desde la concepción, nos han cuidado con esmero y solícita atención. Somos consecuencia de una donación y hemos sido donados para que nos donemos. El sentido de la filiación descubre el sentido de la vida, que nunca es el aislamiento o el egoísmo, sino la entrega.

CAPÍTULO 15
APRENDER A SER NIÑOS

«Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas
y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío… solo es
nuestro lo que perdimos. Ilión fue, pero Ilión perdura en el
hexámetro que lo plañe…No hay otros paraísos
que los paraísos perdidos».
(BORGES)
La edad entre el nacimiento y los seis o siete años, no es aún edad de la razón, pero sí de la sensibilidad y de la memoria sensitiva; la edad de la que luego no nos acordamos, pero la que permanece allí, en el fondo de nuestra vida, en la lúcida subconsciencia que a veces reaparece en los sueños. Es la edad del paraíso, de los estrenos, de los grandes y trascendentales descubrimientos.
La vida de la casi totalidad de las personas es, desde la adolescencia, un apresurado querer alejarse de la infancia, para dejarla atrás. Cuando se experimenta esto, ya no se tiene en cuenta para nada la primera infancia, sino la segunda, entre los nueve y los doce o trece años, de la que se quiere huir. Y se huye, en realidad, para entrar en esa etapa candorosamente falsa de la edad del pavo.
Después viene el asentamiento, la llamada madurez, que ocupa la mayor parte de la vida de un ser humano: veinte, treinta, cuarenta años. Esa madurez, tan necesaria y positiva, puede verse también como un alejamiento, un extrañamiento cada vez mayor del periodo mágico de la primera infancia.
Las crisis que se producen a veces, a los cuarenta o cincuenta años, suelen llevar en el fondo la consciencia de que ha transcurrido ya una buena parte de la vida, o más de la mitad de ella, y sin embargo no se ha hecho casi nada de lo que se había soñado. Se experimenta una escisión, una rompedura interior, algo del sentimiento del exiliado, como si ese mundo en el que ha transcurrido buena parte de la vida adulta no fuera el verdadero mundo, el mundo soñado, el mundo donde lo imposible es posible.
Tanto en esos casos como en las reflexiones de madurez que se producen sin crisis, no hay solución mejor que la vuelta al hogar. El retorno al hogar es el retorno a la infancia, a la primera infancia, a los descubrimientos, valores y adivinaciones de la primera infancia. Rainer Maria Rilke, en la séptima de sus elegías duinesas, dice: «No creáis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia. Lo que perdimos sin consciencia de haberlo pe...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Cita
  4. Dedicatoria
  5. Introducción
  6. Primera parte. Las diversas infancias
  7. Segunda parte. Rasgos de la infancia
  8. Tercera parte. Retorno a la infancia
  9. Cuarta parte. Perennidad de la infancia
  10. Epílogo
  11. Créditos