V. Casillero salud
Anteriormente puntualizamos algunos de los aspectos que se presentan como obstáculos en el sistema de salud para el abordaje de las violencias:
- La racionalidad biomédica que les otorga escasa jerarquía a los “problemas psicosociales”, entre ellos, a la violencia.
- El escaso conocimiento de la dinámica de la violencia y la consecuente naturalización de los hechos violentos por parte de la comunidad y el equipo de salud.
- Las dificultades en la detección de los casos que se presentan, aun contando con protocolos de actuación.
- Las falencias en los registros hospitalarios en general.
Aquí retomaremos esas dimensiones de la dinámica institucional en el campo de la salud desde las experiencias de las mujeres en situación de violencia intrafamiliar, centrándonos en el vínculo terapéutico.
Antes de avanzar, discutiremos la relación de las mujeres con los servicios de salud, en particular los de salud mental, los cuales se articulan como una de las principales respuestas sanitarias a la violencia, al menos para este estudio.
¿De qué se quejan (o qué las aqueja)? Las mujeres y los servicios de salud
En el campo de la salud, se evidencian claramente las asimetrías de género. Emanadas de una particular distribución de valores, símbolos y patrones de comportamiento, están presentes en las formas de percibir y conceptualizar los procesos de salud-enfermedad, tanto en términos científicos como profanos (Castro y Bronfman, 1993). Se materializan, entre otros aspectos, en el acceso a los servicios de salud y en la organización de la respuesta social a los problemas de salud-enfermedad.
Es sencillo constatar que son las mujeres quienes recurren con mayor asiduidad a los servicios de salud (Fitzpatrick, 1990). Sabemos que viven más y algunos estudios (Fitzpatrick, 1990; Castro y Bronfman, 1993) sostienen que también enferman más que los varones.
Diversas fuentes han documentado que en promedio las mujeres viven más que los hombres, pero también que enferman más y utilizan más los servicios de salud que los hombres, incluso si se excluyen los servicios relacionados con la maternidad. (Castro y Bronfman 1993: 384)
El mayor contacto de ellas con los servicios de salud se encuentra atravesado tanto por el rol de cuidadoras, que históricamente han debido asumir, como por el progresivo pasaje a la órbita del control médico de eventos otrora del dominio propio de las mujeres (Menéndez, 1994).
La salud materno-infantil es uno de los grandes desarrollos de la respuesta sanitaria, que entiende a las mujeres sobre todo como madres-reproductoras y se organiza en función de la salud de los hijos.
El actual modelo de atención está centrado en el médico, que se ubica como un sujeto que actúa sobre un objeto pasivo: el paciente. Las prácticas de atención de la biomedicina denotan un fuerte predominio de la dimensión orgánica en el abordaje de la enfermedad (definida por síntomas y signos objetivos) a la vez que se extienden progresivamente sobre ciertos procesos vitales. Con Foucault (2008), entendemos por medicalización a la práctica médica que opera continuamente sobre toda la vida y que, en calidad de dispositivo de poder, pone en juego el saber médico con el fin de controlar y normalizar a los individuos y a las poblaciones. Se plasma tanto en la redefinición de percepciones de los profesionales y legos como en la deslegitimación de cualquier modalidad alternativa para encarar todo tipo de padecimientos. Se trata entonces de un proceso en el que intervienen factores sociales, políticos y fundamentalmente económicos, ligados a la industria farmacológica.
Y así como determinados procesos vitales pasan a la órbita de la medicina y los padecimientos son transformados por ella en patologías, los sujetos pasarán a ser construidos como pacientes/cuerpos/casos/historias clínicas; organizados como documentos sobre los que se habrá de trabajar (Good, 2003).
Respecto de ciertos procesos que viven las mujeres, discursos y descripciones médicas muestran cómo los cuerpos femeninos son expropiados y redefinidos por la ciencia.
El parto es un ejemplo (Castro y Bronfman, 1993). Tomando la maternidad como un fenómeno natural, estático y ahistórico, esta percepción biologicista y esencialista del cuerpo humano deja a la mujer circunscripta a su función reproductora y entiende que es portadora de una biología y psicología diferenciales que legitiman la división sexual del trabajo. La desigualdad de oportunidades y su responsabilidad en la esfera de los cuidados emanaría, por tanto, directamente de su función reproductora.
El predominio de la mirada androcéntrica, que se observa también en la extrapolación y aplicación a las mujeres de los resultados de investigaciones realizadas exclusivamente en varones, lleva a considerar como universal el patrón de enfermar/sanar de los varones.
La incapacidad de reconocer síntomas específicos y las diferencias significativas de la forma en que se manifiestan los procesos de salud-enfermedad-atención por sexos en función del género es una de sus consecuencias (Esteban, 2006; Tajer, 2006).
Por otra parte, el cuidado de seres dependientes sigue constituyendo una responsabilidad generizada. Las mujeres, a las que se les adjudicaría una subjetividad construida en permanente alerta a las necesidades de los otros (la abnegación de un “ser para otros”), sienten cómo los mandatos de género les exigen experimentar esa tarea como natural y positiva. El cuidado, inmerso en una lógica de sacrificio, puede entrañar un grado de reconocimiento social, pero cuando no se logran conciliar esas exigencias con la vida laboral, se producen sentimientos contradictorios que terminan impactando en la salud.
Consideradas como cuidadoras, se ven atravesadas por una situación de “descuido para el cuido” (Lagarde, 2003), por lo que el costo de hacerse cargo de los demás (cost of caring), asumido por muchas mujeres, se vería reflejado en las estadísticas de salud (Castro y Bronfman, 1993; Martínez Benlloch, 2003; Esteban, 2003). Esta responsabilidad sobre una tarea escasamente jerarquizada sería también uno de los determinantes para que las mujeres presenten un índice más alto de trastornos de salud mental que los varones (Burin y col., 1990; Martinez Benlloch, 2003; Castro y Bronfman, 1993).
¿Pastillas para vivir, pastillas para ser feliz? Medicalización y psiquiatrización
El campo de la salud mental actualmente está caracterizado por la presencia de diferentes disciplinas, diversos modos de comprender y tratar los padecimientos mentales (Galende, 2008).
La salud mental, entendida como campo (Bourdieu, 2003), presenta una estructura que se define de acuerdo con el estado de las relaciones de fuerzas entre los agentes o instituciones intervinientes en la distribución del capital específico, acumulado en luchas anteriores. Este campo, atravesado por la presencia de diversas corrientes en pugna (unas que conciben los padecimientos mentales como multidimensionales, relacionales, contextuales; otras, de corte biologicista, que privilegian el abordaje individual), se enfrenta con la imposibilidad de plantearse reflexivamente las contradicciones existentes (Galende, 2008).
En esa disputa, la psiquiatría positivista considera el trastorno mental como enfermedad y toma al síntoma como el signo de un desequilibrio cerebral que se resuelve con medicación. Esa postura, que supone una desubjetivación del conflicto, busca silenciar los afectos que acompañan al conflicto y expresan el malestar del sujeto (obsesión, depresión, insomnio, tristeza, angustia), dejando afuera la participación del paciente, su familia y su contexto (Galende, 2008).
En sintonía con la expansión de la biomedicina en la vida cotidiana, este enfoque se sustenta en investigaciones biomédicas que legitiman la atribución de explicaciones biológicas a los principales padecimientos y proponen soluciones basadas en la producción de fármacos específicos.
La expansión de la biomedicina también se observa en el incremento de las actividades profesionales que se realizan y se refleja en los niveles de cobertura de atención alcanzados (número de camas de hospitalización, número de partos atendidos institucionalmente, número de cesáreas, porcentajes de cobertura de inmunización, etc.). En calidad de proceso de medicalización, implica a la vez convertir en enfermedad toda una serie de episodios vitales que son parte de los comportamientos de la vida cotidiana de los sujetos, que pasan a ser explicados y tratados como enfermedades (Menéndez, 2003).
La biomedicina puede ser también analizada en términos de un mercado competitivo de saberes y técnicas, que incluye procesos ideológicos, sociales y técnicos que tienen relación con el mantenimiento y desarrollo de la identidad profesional, y por tanto no se restringe a su dimensión económica.
En particular, en el campo de la salud mental, la medicalización es congruente con la sociedad de consumo y el avance de las investigaciones de las neurociencias, las cuales son financiadas por laboratorios de producción medicinal. Un neopositivismo médico que postula al padecimiento subjetivo como problema neuronal desata una suerte de contrarreforma psiquiátrica que se presenta a escala mundial (Carpintero, 2011).
La avanzada del mercado en la subjetividad contribuye a refundar un conocimiento biológico de los trastornos mentales, a la vez que promueve que sujetos-pacientes, considerados como consumidores, persigan la resolución inmediata de su padecimiento y se vean tentados a tomar el camino más corto: los psicofármacos.
Esta respuesta a la necesidad de inmediatez (Bauman, 2002) actúa en detrimento de las psicoterapias, que apuntan a escuchar y enunciar el conflicto, y no a suprimirlo (Galende, 2008). Es más, cualquier signo de tristeza corre el riesgo de ser considerado un indicio de enfermedad pasible de ser medicado (Ons, 2009).
Las mujeres y la salud mental
Planteada la cuestión de la avanzada de la medicalización, regresemos a las mujeres. Diremos que se registra una mayor predisposición de clasificar a las mujeres como enfermas mentales, y este sesgo se reflejaría, en un nivel micro, en que médicos y psiquiatras se inclinan a diagnosticar ciertas patologías mentales en mayor medida en pacientes mujeres que en varones (Castro y Bronfman, 1993).
Profundizar y problematizar el análisis a un nivel macro permitiría otra lectura de esas diferencias. Si seguimos a Smith (ápud Castro y Bronfman, 1993), los términos de la explicación deberían revertirse: no es que las mujeres sean atendidas por psiquiatras porque padecen más enfermedades mentales, sino que padecen trastornos mentales porque son sometidas a una desintegración de la personalidad, que culmina en instituciones psiquiátricas pero que comienza e...