Las mil cuestiones del día
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Las mil cuestiones del día

Trece historias de anarquistas

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Las mil cuestiones del día

Trece historias de anarquistas

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Estas trece historias, aunque noveladas, no son ficción. Son gestas de hombres y mujeres reales, personajes singulares que vivieron intensamente su tiempo y se rebelaron, con su acción y pensamiento, contra toda forma de poder.No están todos; en vez de trece, deberían ser miles. No fueron héroes ni santos de la anarquía, pero tampoco bandidos ni aventureros; solo hombres y mujeres de carne y hueso. Fueron luchadores con los que es posible tener resonancias, para afirmar hoy creativamente una acción y un pensamiento contra un salvaje capitalismo global que nos desafía.En estas historias se reúnen príncipes y educadores, obreros y campesinos, agitadores y pensadores, poetas, artesanos, sindicalistas y vindicadores que componen este gran archipiélago de anarquismos de los siglos XVIII, XIX y XX.Hugo Fontana une literatura y vida, despliega relatos que nos llevan a un intenso recorrido de un continente a otro, en tiempos distintos, y nos presenta a los protagonistas que recrean el movimiento libertario de esas épocas, manteniendo el hilo conductor de la esencia anarquista: la lucha por la libertad.

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Información

Año
2020
ISBN
9789974822689

HAYMARKET, CHICAGO, 1.º DE MAYO DE 1886

La anarquía en el banquillo

En el principio hubo una huelga a la que adhirieron más de 65.000 trabajadores... En verdad, todo había empezado mucho antes, a comienzos y a mediados de siglo, cuando los trabajadores luchaban por reducir sus jornadas laborales, primero a diez horas, luego a ocho.
A fines del siglo xix ya habían quedado en la memoria del movimiento obrero las huelgas de los carpinteros y calafateadores de Boston de 1832, las huelgas de 1868 y 1869 a lo largo y ancho del país, los primeros intentos de organización de la filial de la Asociación Internacional de Trabajadores que los inmigrantes alemanes llevaron adelante entre 1870 y 1871, la huelga que cien mil trabajadores neoyorquinos declararon en el terrible invierno de 1873-1874, las grandes huelgas de los empleados de ferrocarriles de 1877 que, como dijo el español Ricardo Mella, «fueron el comienzo indudable del conflicto entre el capital y el trabajo». Y tras conformarse en 1880 la Federación de los Trabajadores de los Estados Unidos y Canadá, se acordó en Chicago que el 1.º de Mayo de 1886 se declarara la huelga general por las ocho horas.
Aquel día fue una jornada de fiesta en la que los huelguistas pasearon con sus mujeres y sus hijos por las soleadas y bulliciosas calles del centro. En similares ocasiones la gente se detenía en las esquinas a escuchar a los oradores, entre los que siempre destacaban Albert Parsons, el alemán August Spies y algunas veces el peregrino Johann Most, un hombre altivo y fervoroso que, huyendo de más de una desventura europea había llegado a Nueva York y había ­continuado con una intensa labor de agitación emprendida en la lejana época en que compartía sueños y amistad con hombres como Mijaíl Bakunin y Eliseo Reclus.
En realidad, Most había querido ser actor de teatro en su juventud, pero una misteriosa cicatriz que atravesaba su mejilla izquierda y que él intentaba tan pertinaz como infructuosamente ocultar bajo una espesa barba, le había hecho desistir de tal vocación y desplazar sus virtudes histriónicas hacia la oratoria, terreno en el que se mostraba particularmente eficaz. Era un hombre hermoso, de cabeza alargada, alta frente, jopo enarbolado. Solía definir su actitud combativa y la de sus amigos con frases cargadas de metáforas feroces. «Tenemos mezclados con los destellos de los rayos un grito apasionado y salvaje», repetía en uno y otro mitin para explicar la poderosa fuerza que los impulsaba.
Para entonces, Most ya había publicado dos folletos que, bajo los títulos de La bestia de la propiedad y La ciencia revolucionaria. Manual de instrucciones para el uso y fabricación de nitroglicerina y dinamita, algodón de pólvora, fulminato de mercurio, bombas, espoletas, venenos, etc., etc., habían seducido a buena parte del proletariado inmigrante y lo habían convertido en un individuo con un excepcional poder de convocatoria, capaz de movilizar a millares de trabajadores en procura de reivindicaciones tales como un salario justo y una jornada laboral más humana.
Por su parte, Parsons era, entre tantos europeos, de los pocos dirigentes sindicales nacidos en Estados Unidos. Provenía de uno de los estados del deep south y estaba casado con una bellísima mulata de profesión costurera, con la que solía cantar viejas tonadas sureñas. Él y Most, con algunas diferencias estratégicas y como buenos polemistas que eran, habían intentado acercar sus posiciones más de una vez: el primero era un empecinado partidario de la organización y de la lucha sindical, el segundo se inclinaba con fervor hacia la propaganda y la acción individual. Most editaba en Nueva York un semanario en alemán, el Freiheit, y Parsons publicaba en Chicago el periódico La Alarma, desde el que convocaba a los obreros con consignas incendiarias y elementales como: «En las actuales circunstancias, la única solución es la fuerza», o «hasta el momento ninguna clase privilegiada ha renunciado a su tiranía, y tampoco los capitalistas de hoy dejarán escapar sus privilegios y su poder si no se les fuerza a ello».

Nuestro grito de guerra

Ante un nutrido grupo de trabajadores alemanes y judíos reunidos en los portones de la Universidad de Illinois, a un par de cuadras del lago Michigan, encaramado sobre un pequeño cajón de madera, la mano derecha a modo de visera para proteger sus ojos de los rayos del sol, la izquierda a un costado de la boca a modo de altavoz, Spies, quien editaba el Arbeiter Zeitung, repitió que él y sus compañeros estaban dispuestos a hacer un llamado a los asalariados para que se armaran y pudieran «esgrimir contra sus explotadores el único argumento eficaz, la violencia». A cada una de sus frases los hombres y las mujeres que lo rodeaban alzaban los brazos en señal de aprobación, aun sabiendo que detrás de ellos, en las calles aledañas e incluso dentro del recinto universitario, cientos de policías e investigadores privados de la agencia Pinkerton los estaban vigilando, armados hasta los dientes y a la espera de la menor provocación para intervenir de inmediato. «¡Muerte a los enemigos de la raza humana! ¡Ese es nuestro grito de guerra!» exclamó Spies al cerrar su discurso, generando una cerrada ovación.
Al caer la tarde llegó hasta los sindicalistas la noticia de que la tripulación de unos trescientos buques cargados de madera, estacionados en los muelles del río Potomac, había decidido plegarse a las movilizaciones. Los gestos de apoyo comenzaron a llegar desde los más diversos lugares y desde la mayoría de las federaciones: ­ebanistas, zapateros, ferroviarios, metalúrgicos, empleados gastronómicos y hoteleros hicieron saber su intención de apoyar un llamado a la huelga general. Simultáneamente, en uno de los hoteles del centro de la ciudad se reunían patrones y autoridades políticas y policiales, alarmados ante las dimensiones de las medidas y dispuestos a trazar un plan para acabar con ellas.
El lunes 3 la policía arremetió contra una reunión de madereros a medio kilómetro de la fábrica de segadoras McCormik, de donde tres meses antes habían sido despedidos más de dos mil obreros por negarse a abandonar sus organizaciones; hubo cuatro muertos y varios heridos. Spies escribió un volante clamando venganza y convocando para el día siguiente a una concentración en el viejo Haymarket de la calle Randolph.
En la mañana del martes 4 la policía atacó a una columna de más de tres mil trabajadores, pero estos siguieron su marcha. Al caer la tarde una multitud se dio cita en la plaza Haymarket: hablaron Spies, Parsons y Samuel Fielden, y antes de que este último terminara su discurso encaramado en el techo de un carruaje, desde el cercano lago se levantó un viento cálido y tenue y comenzó a llover serenamente.
Las manos en alto, la voz penetrante, las últimas palabras: cuando Fielden miró a sus atentos escuchas se encontró rodeado por ciento cincuenta policías encabezados por el inspector John Blonfield, quien le ordenaba hacer silencio y retirarse de inmediato del lugar si no quería ser bajado a balazos. En ese mismo momento explotó una bomba en medio de los agentes: un muerto y sesenta y seis heridos, de los cuales siete fallecieron en los días siguientes. La policía abrió fuego provocando decenas de muertos y más de doscientos heridos. Nunca se supo quién había dejado caer el artefacto explosivo y acaso poco importó a la hora de tomar venganza.
En el correr de la semana, y en medio de una feroz campaña periodística, la policía fue arrestando a los sindicalistas más destacados: Spies, Fielden, Michael Schwab, Adolph Fisher, George Engel, Louis Lingg y Oscar Neebe, además de varios imprenteros y otros dirigentes. También estaban acusados Parsons, Rodolfo Schmaubelt —a quien se le sindicaba como el hombre que había arrojado la bomba y a quien nunca pudieron detener— y William Seliger, quien terminó negociando con la policía y fue rápidamente puesto en libertad.

El cazador oculto

Cuando explotó la bomba, Albert Parsons estaba reunido con algunos de sus compañeros en un salón cercano, el Zept Hall, y cuando días más tarde la policía, que ya había detenido al resto de los acusados, se dispuso a remover cielo y tierra hasta encontrarlo y arrestarlo, no pudo dar con su paradero.
Sabiéndose en peligro, Parsons pasó la primera noche en casa de un ebanista italiano de apellido Brancatti, en la calle Pullman, y a escasos minutos del amanecer, cuando ya se había despedido de su anfitrión y dirigido sus pasos hacia los muelles del lago, llegó la policía a buscarlo.
Deambuló buena parte del día tratando de conseguir información acerca de lo que estaba ocurriendo. Algunos compañeros le avisaron de las masivas detenciones y le ofrecieron dinero para que saliera del Estado. Aceptó unas monedas con las que pagó un frugal almuerzo y se dirigió luego hasta uno de los locales sindicales, donde le fue advertido que toda la policía de la ciudad estaba en su búsqueda.
Pernoctó al aire libre, protegido bajo unos tupidos árboles del Evergreen Park. Durmió dos o tres horas, inquieto por el ruido de las calles cercanas: carros y caballos, lastimeros aullidos de perros vagabundos, el viento azotando las copas más altas. Decidió dirigirse al norte por la avenida Cícaro, siempre atento a la aparición de alguna patrulla. A media mañana cruzó frente a los portones de la Universidad de Illinois y marchó por la calle 31 hasta la playa, donde dejó pasar casi toda la tarde mirando el brillo del agua, el luminoso acero de la superficie. Poco antes del crepúsculo se apersonó en la imprenta donde editaba La Alarma y entró por una puerta trasera tomando las mayores precauciones. Encontró a un par de amigos, que también le ofrecieron dinero. Uno de ellos lo llevó a su casa del bulevar La Grange, le prestó ropa, lo alimentó en abundancia. Permaneció oculto durante tres días. Al cuarto, un destacamento policial entró al lugar a sangre y fuego, destruyó puertas, paredes y muebles, pero él ya no estaba allí.
A esa altura todos sus compañeros estaban entre rejas. Los titulares de la prensa oficial eran concluyentes: «Bestias sangrientas», «Rufianes rojos», «Fabricantes de bombas», «Anarcodinamiteros». Nada nuevo ni altisonante, de tener en cuenta que el Chicago Tribune publicaba habitualmente frases como esta: «Cuando un pordiosero te pide pan, ponle veneno o arsénico para que no te moleste más». Parsons, de pie frente al puesto de un diariero, leyó algunos párrafos de portada. El Chicago Herald decía: «La chusma, instigada a matar por Spies y Fielden, no se compone de americanos. Son los desechos de Europa que han llegado a estas costas para abusar de la hospitalidad y desafiar la autoridad de esta nación». El Chicago Journal decía: «Debiera hacerse rápidamente justicia con estos anarquistas. La ley de este Estado es tan clara respecto a la complicidad con un crimen que los juicios serán breves».
Parsons pasó un par de días en una reserva forestal de las afueras de Chicago. La temperatura era agradable. Comió frutas que cada tanto robaba de algunas plantaciones cercanas y fue luego arrimando sus pasos hacia Carpentersville, donde vivía un marinero mercante de origen alemán. Refugiado en un oscuro y húmedo sótano, estuvo otros tres o cuatro días en los que se enteró de nuevas redadas. Los diarios informaban de la requisa de arsenales capaces de llevar a una nación a la guerra y de ganarla en un par de días: municiones, rifles, espadas, torpedos, dinamita, bombas. Uno de los matutinos alertó a la policía y a la población de que Most había partido de Nueva York para ponerse al frente de las hordas anarquistas. Se montó un gigantesco operativo en la central de trenes, pero el orador no llegó.
Finalmente, Parsons logró alejarse del Estado por unas semanas, pero cuando pudo enterarse del comienzo del juicio a sus compañeros, tomó una determinación que él mismo, en una de sus últimas cartas, explicó con estas palabras: «Cuando vi que se había fijado el día de la vista de este proceso, juzgándome inocente y sintiendo asimismo que mi deber era estar al lado de mis compañeros, y subir con ellos, si era preciso, al cadalso; que mi deber era también defender los derechos de los trabajadores y la causa de la libertad, y combatir la opresión, regresé sin vacilar a esta ciudad. ¿Cómo volví? Esto es interesante, pero me falta tiempo para explicarlo. Fui desde Wankesha a Milwaukee, tomé el tren de Saint-Paul en la estación de este último punto, por la mañana, y llegué a Chicago a eso de las ocho y media. Me dirigí a casa de mi amiga Miss Ames, en la calle de Morgan. Hice venir a mi esposa y conversé con ella algún tiempo. Mandé aviso al capitán Blanck que estaba aquí pronto a presentarme y constituirme preso. Me contestó que estaba dispuesto a recibirme. Vine y le encontré a la puerta de este edificio, subimos juntos y comparecí ante este tribunal».
Cuando comenzaba el interrogatorio preliminar a los candidatos convocados para formar el jurado que se encargaría de dictaminar en el caso del Estado versus los «rufianes rojos», Parsons abrió las puertas del tribunal, cruzó la enorme sala en medio de una treintena de agentes de la policía que lo habían buscado desesperadamente durante las últimas seis semanas, y fue a sentarse en el banquillo de los acusados junto a sus hermanos Spies, Schwab, Fielden, Fischer, Engel, Lingg y Neebe.

El banquete de la vida

A pesar de las reiteradas demandas de la defensa, que obligaron a repetidos retrasos en la selección del jurado y a que fueran ­examinados 981 candidatos, el juicio comenzó a fines de julio. Los jurados escucharon a los equívocos testigos —en su mayoría pagados por la propia policía y por el ministerio público— y deliberaron durante veintiún días. El fiscal Grinnell había dado cuerpo a una fantástica historia por la que acusaba a los anarquistas de haber elegido aquel Primero de Mayo como fecha para iniciar la revolución social y destruir, dinamita en mano, orden e instituciones establecidas. Le dio bastante trabajo redondear su narración, señalar a uno y otro como los encargados de haber construido la bomba y luego encender la mecha, así como atribuir compartimentadas responsabilidades que iban desde el montaje del aparato propagandístico de una oscura y secreta sociedad, hasta la fabricación y manejo de toda clase de explosivos.
«Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga», comenzó diciendo August Spies en su discurso de dos horas frente al jurado, para luego agregar: «Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia». Acto seguido se dedicó a refutar los argumentos del fiscal, aunque con tanta sinceridad que poco hizo para exculparse de algo que no había cometido. «Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido causa de que se arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí. Cierto que murieron algunos hombres y fueron heridos otros más. ¡Pero así se salvó la vida a centenares de pacíficos ciudadanos! Nosotros hemos predicado el empleo de la dinamita. [...] Aquí se hallan sobre un volcán, y allá y acullá y debajo y al lado y en todas partes fermenta la revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina».
«Nosotros defendemos la anarquía y el comunismo, y ¿por qué? Porque si nosotros calláramos hablarían hasta las piedras», sostuvo el también alemán Schwab, para preguntarse luego: «¿Qué es la anarquía? Un estado social en el que todos los seres humanos obran bien por la sencilla razón de que es el bien y rechazan el mal porque es el mal. En una sociedad tal no son necesarias las leyes ni los mandatos. [...] La anarquía es el orden sin gobierno».
Fischer, nacido en Alemania pero residiendo en Estados Unidos desde los diez años, quien había aprendido el oficio de tipógrafo en Nashville, Tennesee, con voz ardiente reclamó ante el jurado: «He sido tratado...

Índice

  1. Louise Michel
  2. Mijaíl Bakunin
  3. Haymarket, Chicago, 1.º de mayo de 1886
  4. Piotr Kropotkin
  5. Ravachol, Henry, Caserio, Angiolillo, Morral y Tantos Otros
  6. Rafael Barrett
  7. Errico Malatesta
  8. Emma Goldman
  9. Néstor Majno
  10. Ricardo Flores Magón
  11. Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti
  12. Miguel Arcángel Roscigno
  13. Buenaventura Durruti
  14. Cronología ácrata
  15. Biblografía consultada
  16. Créditos