7 mejores cuentos de Baldomero Lillo
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7 mejores cuentos de Baldomero Lillo

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7 mejores cuentos de Baldomero Lillo

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.En este volumen traemos Baldomero Lillo, fue un cuentista chileno, considerado el maestro del género del realismo social en su país. Baldomero Lillo plasmó en su narrativa la dramática vida de los mineros, del campesinado y los trabajadores marítimos.Este libro contiene los siguientes cuentos: - Cañuela y Petaca.- El alma de la máquina.- Era él solo.- Irredencion.- Juan Fariña.- Quilapán.- Los inválidos.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783968586304
Categoría
Literature

Era él solo

Esa mañana, mientras Gabriel, arrodillado frente a la puerta de la cocina, frota los cubiertos de metal blanco, se le ocurre de pronto el proyecto muchas veces acariciado de huir, de ganar el monte que rodea al pueblo para dirigirse, en seguida, en busca de sus hermanas. Desde hace tiempo, el pensamiento de reunirse a las pequeñas, de verlas y de hablarlas, es su preocupación más constante. ¿Qué suerte les habrá cabido? ¿Serán más felices que él? Y se esfuerza por creerlo así, porque la sola idea de que tengan también que sufrir penalidades como las suyas, lo acongoja indeciblemente.
Mas, como siempre le acontece, las dificultades de la empresa se le presentan con tales caracteres que se descorazona, conceptuándola irrealizable. ¡Residen tan lejos las pobrecillas, y él carece de dinero y de libertad para emprender el viaje!
Un abatimiento profundo se apodera de su ánimo. ¡Nunca podrá vencer esos obstáculos! Y acometido, de pronto, por una de esas crisis de desesperación que le asaltan de cuando en cuando, quédase algunos instantes inmóvil, con el rostro ensombrecido, llena de tristeza el alma.
De súbito, los sones bulliciosos de una charanga atruenan la desierta calle. Es la murga de unos saltimbanquis que recorre el pueblo, invitando a los vecinos a la función de la noche. La música pasa y se aleja escoltada por la chiquillería, cuyas voces y gritos sobresalen por encima de las notas agudas del clarinete.
Al oír aquel ruido, parecióle a Gabriela que despertaba de un profundo sueño. Animáronse con una llama fugaz sus pupilas y su marchito semblante se coloreó débilmente. En un momento, se halló transportado a los tiempos no muy lejanos en que él también corría tras de los payasos; y el cuadro de su feliz hogar, con sus cariñosos padres y sus graciosas hermanas, presentándosele vívido y tangible, evocó en su espíritu un enjambre de recuerdos que le traspasaron el corazón como otros tantos puñales.
Una niebla densa empañó sus ojos, y apretando con fuerza las mandíbulas para ahogar un gemido pronto a escapársele, se tendió boca abajo en el duro suelo. Con la frente apoyada en los cruzados brazos y el cuerpecillo rígido extendido en el pavimento, hacía esfuerzos sobrehumanos para reprimir los sollozos que, en oleadas incontenibles, pugnaban por romper la barrera que les oponían los convulsos labios.
Un paso callado resonó en el corredor, y casi al mis­mo tiempo, una voz femenina profirió colérica: —¡Mira, tú te has propuesto quemarme la sangre! ¡Ya es hora de almorzar y todavía no está puesta la me­sa! ¿Qué haces aquí botado en el suelo?
Gabriel, que se había incorporado rápido, con el sem­blante enrojecido, inundado de lágrimas, se volvió hacia la puerta y al ver la amenazadora figura del ama, de pie en el umbral, cogió presuroso el cepillo y la tiza, y con los ojos bajos reanudó en silencio la tarea. —¿Que no oyes, bribonazo, lo que te pregunto? ¿Por qué llorabas? Di; responde. Un vivo rubor cubrió las mejillas del pequeño, y con voz trémula balbuceó suave y dolorosamente, sin alzar la vista del suelo: —No sé, ama señora; tenía pena. —¡Ah, con que tenías pena! y por eso el fuego está casi apagado y el servicio a medio limpiar —y acentuando la ironía burlona de sus palabras, la dama prosiguió—: Para esa pícara pena ando trayendo aquí un remedio santo, infalible. En un Jesús, vas a sanar de la enfermedad.
Y diciendo y haciendo, sacó de debajo del delantal un pesado chicote y con la soltura y el garbo de una añeja práctica lo enarboló por encima de su cabeza. Pero el ruido de un aldabonazo en la puerta de calle detuvo en el aire la diestra flageladora. Precipitadamente el ama volvió las disciplinas a su sitio bajo el delantal y abandonó la cocina, murmurando entre dientes con reconcentrada ira: —¡Espera, ya me la pagarás!
En el pequeño comedor, sentada a la cabecera de la mesa, doña Benigna, teniendo a su derecha a su vecina y comadre doña Encarnación Retamales y a su izquierda a su anciano tío, un solterón de humor agrio y displicente, hace con amabilidad los honores de dueña de casa. Su voz melosa tiene inflexiones acariciantes cuando se dirige a Gabriel que va y viene trayendo los manjares. Esta simulación no engaña al huérfano, que sabe demasiado que tales blanduras le serán descontadas más tarde con creces por el implacable chicote. Con los brazos arremangados y un blanco delantal anudado al cuello, se desliza, con los pies descalzos, sin el menor ruido, en torno de la mesa.
El ama, vestida con su invariable traje de merino negro, peinada y acicalada con esmero, muéstrase alegre y decidora, en tanto que doña Encarnación, menuda y regordeta, embutida en un pomposo vestido de colores vivos y chillones, apenas habla, muy inquieta con el indócil resorte de su dentadura postiza que se obstina en jugarle una mala pasada. El anciano, grueso, corpulento, de ancho rostro abotagado y purpúreo, come parcamente con gran disgusto de su sobrina, que le reconviene con voz meliflua: —¡Vaya, qué desganado está hoy, tío; apenas prueba lo que le sirvo! Gabriel, hijito, no se quede dormido, quite estos platos.
Por las ventanas que dan al patio penetra a raudales la luz del mediodía, y en la pieza la atmósfera impregnada del olor de las viandas es calurosa, sofocante. Terminado el almuerzo, y habiéndose ido el anciano a dormir su acostumbrada siesta, doña Benigna y su comadre pusiéronse a charlar de sobremesa, explotando, con sabia erudición, el tema inagotable de la chismografía provinciana.
Cuando el pequeño, después de alzar el mantel, se hubo marchado a la cocina, doña Encarnación preguntó con indiferencia: —¿Qué es lo que tiene este niño? Anda tan encogido, tan callado. ¿Estará enfermo, comadre? Doña Benigna respondió con viveza: —No, no está enfermo. Es que denantes lo reprendí, y como tiene tan mal carácter, todavía le dura la taima —y cambiando súbitamente de tono, agregó, lanzando un profundo suspiro—: ¡Ah, no se imagina usted lo que me hace sufrir este chiquillo! En el poco tiempo que lo tengo en casa me ha hecho salir canas verdes... —Pesada cruz es hacerse cargo de hijos ajenos. También a mí me hablaron para que adoptase a una de las mujercitas hermanas de este niño. Ahora me alegro de no haberme dejado convencer, porque me habría pasado lo que a usted, comadre. A estas criaturas les viene esa soberbia de familia. El padre era una pólvora. ¡Pobrecito! Dios lo tenga en su santa guarda; pero creo, y él me pe­done, que educó muy mal a sus hijos. Los tenía tan regalones y consentidos que, según dicen, no les pegó nunca. Yo, en su lugar, llevaría a este niño a la Casa de Huérfanos, porque ¿qué obligación tiene usted de atormentarse por una persona que no es de su sangre? —Es verdad que prometí enseñarlo y educarlo, y yo soy esclava de mi palabra. A la verdad, una no tiene peor enemigo que su buen corazón.
Al pronunciar la última frase, doña Benigna sintió que un nudo le oprimía la garganta, y, experimentando de pronto la necesidad imperiosa de ser compadecida y consolada, pintó con los más negros colores el cuadro de su vida, cruelmente amargada con la conducta de la perversa criatura que en mala hora acogió en su hogar. Minuciosamente relató las contrariedades que ese monstruo de ingratitud le proporcionaba con su rebeldía y soberbia en cada minuto de su existencia. Desmañado y torpe, todo lo hacía al revés: rompía la vajilla, salaba la sopa, ahumaba la leche y confundía las cosas más simples. Al principio, cuando lo recogió, la había hecho pasar muchas vergüenzas, diciéndole, delante de las visitas, mamá, en vez de ama señora como se lo tenía mandado expresa y terminantemente.
Estaba siempre atrasado en el almuerzo, en la comida, en el aseo de las piezas. De noche era un triunfo conseguir que no se durmiese antes de las once, hora en que el anciano tío acostumbraba a recogerse y como el pobrecito, gracias a su reumatismo, no podía desvestirse solo, necesitaba forzosamente de la ayuda del huérfano que cumplía esta obligación de malísima gana. Y así como era menester apelar al chicote para mantenerlo despierto pasadas las oraciones, no era menos reñida la pelea que había que librar por la mañana para que se levantase a encender fuego y preparar el desayuno. En fin, según la desconsolada dama, no era una calamidad sino una plaga de calamidades, la que se le había metido en casa con el muchacho. Y eso que ella, como buena enseñadora, no le dejaba pasar ninguna... Cometida la falta, castigábala incontinenti; mas era tal la soberbia de que hacía alarde el terco incorregible, que muchas veces lo había azotado con todas sus fuerzas sin lograr que exhalase un ¡ay! ni una queja. A cada golpe se iba poniendo más y más pálido, hasta quedarse blanco como un papel. Y eso era todo. ¡Criatura más emperrada no había visto ni esperaba ver otra igual en el resto de su vida!
Doña Encarnación, con las gruesas mejillas arreboladas y los ojos húmedos por la emoción que le producía el inmerecido infortunio de su queridísima vecina y comadre, interrumpíala a cada instante para decir, entre ahogadas exclamaciones de estupor y cólera: —¡Jesús, qué pícaro! ¡En mis manos, hijita, había de caer! Y cuando doña Benigna hubo concluido, la abrazó efusivamente, susurrándole entre besos y lágrimas. —¡Qué paciencia de santa! Voy a rezarle a la Virgen para que los ángeles le alivianen esta cruz, ¡pobrecita mártir!
En la cocina se ve a Gabriel ir y venir con sus pasos menudos y silenciosos. Las paredes ennegrecidas de hollín subrayan la anémica palidez de aquel rostro, del cual desaparecieran hace tiempo las rosas de la alegría y la salud. Aunque su estatura —tiene doce años— es inferior a la que corresponde a un niño de desarrollo normal, el conjunto de su cuerpo es armonioso y todo él predispone desde el primer instante en su favor. Sin embargo, hay algo que choca en este semblante de expresión tan suave, tímida y dulce. Los ojos pardos, agrandados por azuladas ojeras, tienen un mirar medroso, azorado, inquieto. Y de su faz infantil, de sus apagadas pupilas, de su boca sin sonrisas, parece exhalarse perennemente una callada protesta, un llamamiento mudo y desesperado de socorro que nadie oye y que no llega nunca.
El barrido y limpieza del piso y el aseo de la vajilla han concluido. Sobre una tabla adosada al muro la batería de cocina destácase bruñida y reluciente, y las pirámides de platos lucen sobre la mesa su inmaculada blancura. El pequeño, después de pasear una mirada por todos los rincones para ver si todo está en orden, coge de encima de la mesa un trozo de jabón y una jofaina y sale al patio, en el cual, frente a la puerta hay una enorme cuba llena de agua. Extrae una cantidad del líquido y, arrodillándose en el suelo, procede a lavarse manos y rostro.
Al lado de la cocina, que es la última de la serie, hay una fila de pequeñas habitaciones y, en ángulo recto con éstas, dos salas y un pasadizo que dan a la calle. Un corredor con baldosas de ladrillo rojo rodea en toda su extensión el edificio bastante antiguo y deteriorado por el tiempo. Es la hora de la siesta y el hermoso sol de diciembre ilumina el patio con su blanca y cegadora luz. Sentado en el corredor, con las manos en las rodillas y apoyado el busto en uno de los pilares, Gabriel recibe la ardiente caricia del astro, quieto e inmóvil, como el poste que le sirve de sostén. Su cabeza rapada, sus pies desnudos y el traje de burda tela que viste, demuestran a las claras la especie de servidumbre a que está sujeto.
Ningún ruido viene de afuera a turbar la serena paz de este apacible rincón. Sólo el zumbido de alguna abeja o de una libélula, al alzar el vuelo desde el pequeño jardincillo, en el centro del patio, interrumpe, de cuando en cuando, este silencioso recogimiento. Poco a poco, bajo la influencia enervadora del ambiente, los ojos del pequeño, que contemplaban absortos con nostalgia de ave enjaulada el anchuroso espacio del cielo, comenzaron a entornarse. Sobrecogido de sueño, los párpados, arrastrados por el peso de las largas pestañas, fueron cayendo lentamente sobre las oscuras pupilas hasta cubrirlas por completo.
De pronto, en el interior de una de las piezas, una voz aguda profirió imperiosa: —¡Gabriel! Un estremecimiento sacudió al dormido; sus ojos pugnaron por abrirse; pero continuó inmóvil. —¡Gabriel! —repite de nuevo la voz con acento de impaciencia y cólera. Esta vez el pequeño despierta sobresaltado, se levanta de un brinco y corre presuroso al dormitorio de doña Benigna.
Delante de un peinador con cubierta de mármol, el ama está terminando su minucioso tocado. Su rostro, que refleja la luna del espejo, ostenta un marcado sello de dureza e impasibilidad. El cutis, muy blanco, aparece ajado y lleno de manchas y, bajo las escasas cejas, los ojos pardos, peque...

Índice

  1. Tabla de Contenido
  2. El Autor
  3. Cañuela y Petaca
  4. El alma de la máquina
  5. Era él solo
  6. Irredencion
  7. Juan Fariña
  8. Quilapán
  9. Los Inválidos
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon