7 mejores cuentos de Julia de Asensi
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7 mejores cuentos de Julia de Asensi

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7 mejores cuentos de Julia de Asensi

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.En este volumen traemos aJulia de Asensi, escritora, periodista y traductora española. Asensi tiene una extensa obra de cuentos y relatos moralizantes enfocada hacia los más pequeños heredera del romanticismo que invadió las letras principios del siglo XIX.Este libro contiene los siguientes cuentos: - La casa donde murió.- El aeronauta.- La fuga.- Victoria.- Sor María.- Cosme y Damián.- La vocación.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783968582566

El aeronauta

I

-¿No sabes lo que ocurre, Micaela?
-¿Cómo lo he de saber? Salgo de mi casa ahora, y a ti, Claudio, es al primero que he encontrado.
-Pues ha sucedido el caso más extraño que se ha presenciado en la aldea; todos estamos llenos de asombro y no es para menos.
-Cuenta, cuenta.
-Volvía anoche de pescar como de costumbre con dos compañeros, Pedro y Sebastián.
-No era la noche muy serena.
-No por cierto; silbaba el viento, el mar estaba agitado, la luna se velaba a ratos, las estrellas aparecían tristes y pálidas. No se veía más luz que la que arde en la torre de Santa María, la iglesia donde se venera a nuestra patrona bendita; lo demás de la aldea se hallaba envuelto en las sombras. De pronto vemos venir por el aire una embarcación desconocida, una lancha pequeña con una vela enorme obscura y tan hinchada que parecía redonda, la cual fue a estrellarse contra el acantilado. El solo hombre que tripulaba la barca lanzó un grito de horror y al ver el peligro que corría se arrojó al mar donde hubiese perecido a no socorrerle mis compañeros y yo. La singular embarcación se hizo pedazos y no tardó en desaparecer bajo las aguas. El hombre estaba herido, con el vestido hecho girones, desnuda la cabeza, las manos ensangrentadas, descompuesto el semblante. ¿Quién era aquél ser que navegaba por el aire como nosotros sobre el mar? Pedro y yo le mirábamos con receloso temor, y acaso no le hubiéramos socorrido si Sebastián no hubiera mostrado empeño por salvarle. Como el tiempo fuese a cada momento más desapacible, ganamos la orilla silenciosa y solitaria a aquellas horas. Pedro no quiso encargarse del herido por no aumentar sus gastos, él que tan pobre y desgraciado es; Sebastián alegó para lo mismo que tenía mujer y muchos hijos, y siendo su casa reducida no le era posible llevarle a ella; yo... no sé, lo que dije, pero la verdadera razón es que no me agradaba la compañía de aquel hombre excepcional. Entre los tres le condujimos a la quinta de don Remigio Rey, el señor más rico y más caritativo de nuestra aldea. No ignoras que entiende algo de medicina y que como este lugar tiene el mismo médico que otros tres o cuatro no recibimos diariamente la visita del doctor, siendo don Remigio quien nos asiste cuando viene una enfermedad repentina. Llamamos y un criado nos abrió la puerta.
-¿Qué ocurre? -preguntó.
-Traemos un enfermo.
-Mi amo descansa.
-Llámale por caridad -dijo Sebastián-, si esperamos a mañana quizá será tarde.
No parecía muy dispuesto a complacernos, acaso nos hubiese arrojado de allí, si el dueño de la casa, que se había vestido precipitadamente, no se hubiera presentado para enterarse de lo que pasaba. Nos hizo entrar, y después que le referimos lo ocurrido, nos despidió quedándose con aquel misterioso personaje.
-¿Y qué más? -preguntó Micaela al ver que Claudio se detenía.
-Al rayar el alba -prosiguió el pescador-, he vuelto a casa de don Remigio; allí me han dicho que el herido está enfermo de algún cuidado, que tiene una fuerte calentura y se teme que acabe en un ataque cerebral. Que las pocas palabras que ha pronunciado son de un idioma que no es latín, porque el cura no le ha entendido, ni francés porque don Remigio lo habla a la perfección. ¿Qué ha de ser nada de eso?
-¿Por qué?
-¿No comprendes, Micaela, que este hombre navegaba por el cielo entre las estrellas, que se ha caído a nuestro mundo desde otro, y que allí no se hablará ni español, ni francés, ni latín?
-¡Ay qué miedo! ¿Y le has visto hoy?
-Me hicieron pasar a la alcoba.
-¿Y cómo es?
-Parece alto, y digo parece porque le he visto acostado; es rubio, con barba poblada y fino bigote, representa unos veinticinco años, tiene bellas facciones, los ojos, que abrió un instante, grandes, de un azul obscuro, es blanco, pálido, pero esto tal vez sea efecto de su estado excepcional. La ropa, aunque destrozada, es inmejorable y de buen corte como si llegara de una capital o cosa así. Es un buen mozo.
-Pero viene del otro mundo...
-Eso sospechamos cuantos le hemos visto.
-¿Habrá cundido mucho la noticia?
-Todavía no.
-Pues corro a contarla. Adiós, Claudio.
-Hasta la vista, Micaela.

II

Don Remigio Rey, el señor de aquella aldea, su protector, su médico, su amo, era un hombre de unos cincuenta años, ágil, fuerte, de carácter afable y bondadoso, la providencia de los pobres. Se había casado en una capital de provincia, en la que residió algún tiempo, con una virtuosa señora de la que había tenido dos hijos, María y Santiago. Recibieron ambos educación esmerada y acaso soñaron con vivir un día en la corte, pero los padres, sin cuidarse de sus aspiraciones y sus gustos, los encerraron en aquel pobre lugar, en el que la triste niña no tenía más distracción que pasear a la orilla del Océano, descifrar alguna música o leer un rato; ni el muchacho más aliciente que la caza. La extraordinaria llegada de aquel viajero debía necesariamente romper la monotonía de su vida.
La señora de Rey, como mujer de experiencia, prohibió a María que entrase en la habitación donde con agitado sueño descansaba el desconocido, pero no hizo lo propio con Santiago que pasaba largos ratos contemplando el hermoso y pálido rostro de aquel hombre bajado del cielo, según la creencia popular. Así es que el joven, que tenía un año menos que su hermana, no cesaba de referirle hasta el más insignificante movimiento del herido, los suspiros que se escapaban de su pecho, las palabras incomprensibles que salían de sus labios, y María ardía en deseos de verle, aunque solo fuese un instante.
A los dos días de su llegada, habiendo salido don Remigio y estando entregada a sus quehaceres domésticos doña Mercedes, llamó Santiago a su hermana que bordaba un pañuelo junto a una ventana desde la que se divisaba el mar.
-Ven a ver al forastero -dijo el joven.
-No -respondió ella-, que nuestros padres me reñirán.
-¿Van acaso a saberlo?
-No importa, me han dicho que no entre y debo obedecer.
-He registrado su ropa y no lleva en ella ningún papel, solo un pañuelo marcado con una W. Es fino, como la tela de todas las prendas con que estaba vestido el pobre viajero.
-¿Ha abierto los ojos?
-A veces, pero no se fija en nada.
-¿Ha vuelto a hablar?
-Pide algo, pero no le entiendo.
-¿Le han dado alimento?
-Ninguno.
-¿Y agua?
-Tampoco.
-Quizá el desgraciado tiene sed. ¿Has observado si sus labios están secos?
-No; tú entenderías de eso más que yo.
-Sí... pero no debo ir.
La joven guardó silencio y al cabo de un instante preguntó:
-¿Dónde está nuestra madre?
-Dando de comer a las palomas.
-¿Se marchó al palomar hace mucho?
-Unos diez minutos, poco más o menos.
-Suele estar media hora; quedan veinte... Santiago, llévame a ver al herido.
Una vez tomada esta resolución, los dos hermanos se dirigieron rápidamente hacia el cuarto donde se hallaba el viajero acostado en una humilde cama. Tenía una bella figura, melancólica palidez, manos blancas que cogían las sábanas con fuerza convulsiva. Al acercarse María, al oír su dulce voz que le preguntaba, ora en español, ora en francés qué deseaba, abrió los ojos que fijó en las puras facciones de la niña, y luego miró hacia una copa que habían colocado a alguna distancia de su lecho. María la acercó a los labios del enfermo que bebió con avidez, y pronunció una sola palabra que no se parecía absolutamente en nada a gracias en los dos citados idiomas.
-¿Es usted italiano? -le preguntó la joven.
Hizo él una señal negativa.
-¿Alemán?
Obtuvo la misma respuesta.
-¿Inglés?
Contestó afirmativamente, añadiendo frases que los dos hermanos no entendieron.
-Entonces no viene del cielo -murmuró Santiago.
-¿Lo has creído alguna vez? -dijo María.
-¿Porqué no, cuando todos los del pueblo lo aseguran?
-Porque son unos ignorantes.
Él no podía decir de dónde llegaba, no los comprendía, lo mismo que los dos hermanos a él. A pesar de sus vastos conocimientos se había negado a aprender más lengua que el idioma patrio, no presintiendo que algún día había de serle necesario otro. En inglés les preguntó:
-¿Dónde estoy? ¿Qué tierra es esta? ¿Dónde me habéis encontrado y por qué me habéis socorrido? ¿Estaba yo solo? En ese caso ¿qué ha sido de mi compañero de expedición? ¿quién ha recogido mi globo, que perdido en los aires, vagaba por el espacio hacía algunos días sin que pudiésemos adivinar donde caeríamos? ¿De qué me han servido mis estudios si he sido juguete de mis sueños, de mis esperanzas y de mi ambición?
Y María entre tanto le decía en español, hablando en voz alta y marcando mucho las frases para ver si lograba hacerse entender:
-¿Tiene usted familia? Dígalo en tal caso para que la avisemos que se ha salvado milagrosamente de la muerte. ¿De dónde es usted? ¿Desea comer algo? ¿Beber más?
Mi padre es bastante hábil y le curará; yo se lo pediré a Dios y a la Virgen y mi madre también, que es excelente, aunque finja ser algo severa con mi hermano y conmigo para educarnos mejor. Cuando usted se levante, iremos a ver el pueblo; es pequeño, pero no feo, que no puede serlo un lugar con casitas blancas como palomas, obscuras montañas, mar agitado, cielo azul y frondosos bosques. Una gran joya con perlas, zafiros y esmeraldas parece a lo lejos.
-Pero una joya que a ti no te agrada -interrumpió Santiago.
-Te equivocas; hoy me parece más bonita.
-¡Qué poco semejante es el idioma que usted habla al mío! -exclamó el enfermo, que no había comprendido nada y que tampoco podía darse a entender-; ¿que tierra es esta? Ni mi desgraciado amigo ni yo sabíamos dónde iríamos a parar. No teníamos víveres, la válvula estaba inutilizada, hacía días que nos hallábamos en inminente peligro. El estudio no nos seducía ya, el hambre y la sed nos aniquilaban; como a través de un velo, veo al pobre Jorge despedirse de mí y perderse en el espacio. ¿Porqué abandonó el globo? ¿Fue creyendo salvarse o por salvarme a mí? Todo me dice que el infeliz ha muerto. Niña de negros ojos, dime el nombre de tu patria, sepa yo al menos donde estoy y cuantas leguas me separan de la amada tierra donde nací, de mi buena madre y mis jóvenes hermanas. Ellas no tienen los cabellos obscuros como tú, la mirada brillante y la tez morena, ellas son blancas como la nieve, rubias como ese rayo de sol que penetra por la ventana, y sus ojos son azules como ese cielo que se divisa desde aquí y que me prueba que me hallo en un país meridional. Son jóvenes como tú, mi angelical Catalina y mi dulce Matilde, estarán pensando, llorando y rezando por mí, y... quizá no volveré a verlas.
-El tiempo se pasa volando, caballero, mi madre va a venir, me retiro.
-La fortuna, diez años de vida, todo lo diera por estrecharlas una vez entre mis brazos.
-Está cuidando las palomas a las que es muy aficionada, pero no tardará en volver y si me hallase aquí...
-¿No me comprendes?
-¿Quiere usted algo?
-Aprende mi idioma, por Dios.
-Mañana volveré, caballero.

III

Así lo hizo María. Cuando sus padres se ausentaban iba a visitar al herido, acompañada de Santiago que miraba con la mayor curiosidad al extranjero. Este se reponía lentamente, pues su espíritu sufría más que su cuerpo. El desgraciado no tenía ropa, ni dinero y se veía obligado a aceptarlo todo de don Remigio. Varias veces había empezado a escribir, pero el cansancio l...

Índice

  1. Tabla de Contenido
  2. El Autor
  3. La casa donde murió
  4. El aeronauta
  5. La Fuga
  6. Victoria
  7. Sor María
  8. Cosme y Damián
  9. La vocación
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon