7 mejores cuentos de Leopoldo Lugones
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7 mejores cuentos de Leopoldo Lugones

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7 mejores cuentos de Leopoldo Lugones

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.En este volumen traemos aLeopoldo Lugones, escritor argentino.Junto con Rubén Darío fue el principal exponente del modernismo hispanoamericano. Su obra poética es considerada como la inauguración en lengua castellana de toda la poesía moderna, además del inicio de todas las experiencias y experimentos de la poética moderna en español. Fue el primero en hacer uso del verso libre en la literatura hispánica. Con sus cuentos, se transformó en el precursor y uno de los pioneros de la literatura fantástica y de ciencia ficción en Argentina. También fue de los primeros escritores de habla hispana en producir microrrelatos. En Argentina, la fecha de su nacimiento es considerada el día del escritor.Este libro contiene los siguientes cuentos: - El Vaso de Alabastro.- Los Ojos de la Reina.- El Secreto de Don Juan.- Juramento.- Sorpresa.- Un buen queso.- Águeda.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783968587165
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Águeda

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AL FINALIZAR EL SIGLO XVIII, fue terror de la Sierra Grande que dominaba desde su misteriosa guarida del Champaquí, el bandido cordobés Nazario Lucero.
El cerro famoso, con su laguna que "brama" cuando lo pisa el forastero, sus nieblas de extravío, que "salen" justamente de la cumbre como espectros allí agazapados para inducir al caminante por el despeñadero fatal, y su permanente estado de repulsión eléctrica, que engendra el granizo sin nubes y ahuyenta a los cóndores, hallábase entonces cubierto hasta su mitad por tupida selva donde no lograba penetrar el mismo viento: tanta era, decían, la trabazón de la arboleda.
No podía haber elegido el bandolero mejor fortaleza natural, y la leyenda habíase encargado de aislarla más, con el terror del sortilegio. Conforme a ella, el siniestro morador debía poseer las palabras que amansan al cerro, y que probablemente le había enseñado aquella vieja Donata de la vecina población puntana de Merlo, en cuyo rancho, según creencia general, pernoctaba a veces; pues sospechábanla bruja, a causa de sus conocimientos en hierbas y de sus ausencias inexplicables que un arriero aclaró sin querer, hallándola a gran distancia en cierta choza mal afamada del pago de Sabira, allá por la sierra cordobesa del Norte; y como según las fechas de la noticia, no puso ella más que una noche en volver, haciendo más de cien leguas, juzgáronla bruja voladora, de esas que transformadas en cuervos nocturnos suelen pasar por la obscuridad, aflautando con lúgubre confusión su charla sardónica.
Poco a poco fue embrollándose también el tipo que atribuían al salteador.
Unos dábanlo por rubio y casi endeble, asegurando haberlo conocido antes que se entregase a la vida bandolera. Otros pintábanlo ya maduro, moreno, picado de peste. Otros, todavía mulato, recio, mal engestado, presumido de cantor. Hasta mencionaban señas particulares: zarco de un ojo, cortado en el carrillo izquierdo...
Lo cierto es que nadie conocía en los pagos su verdadera filiación, salvo los jueces y alcaldes comarcanos a quienes habíalo comunicado bajo reserva la autoridad superior; pues, por simpatía o por miedo, los vecindarios solían ayudar a los delincuentes de esa calaña.
Uno que otro comerciante, enterado a su vez, avisaba siempre demasiado tarde la llegada del gaucho a su pulpería; no sólo porque éste presentábase siempre de sorpresa, sino al frente de la gavilla que se dispersaba al partir, dejando, probablemente, espías en el contorno. Los más preferían, en consecuencia, entregar las provisiones o el dinero que se les demandaba, y callar, aunque el bandido nunca imponía la promesa del silencio. En cambio, era durísimo su rigor con los delatores; y más de un cadáver colgado en las encrucijadas había acabado por infundir a todos el respeto de su venganza infalible. Degollados por un corte peculiar, que se llevaba la habladora lengua, aquel tajo era su marca: la marca de flauta, como decían, aludiendo simultáneamente a la muesca gargantil del pífano rústico, y al "canto" de la denuncia.
Sólo por esto, y en pelea, mataba, y jamás había ofendido a criaturas ni a mujeres. Más de una vez, al contrario, hizo justicia por cuenta de desvalidos que nunca llegaron a ver la mano tremenda. Robaba siempre en grande, es decir, a los ricos, lo cual atraíale secreta popularidad que fomentaba tal cual rasgo caballeresco en sus aventuras de pillaje o de sangre.
La última que se contaba era característica.
Resuelto el saqueo de una estancia perteneciente nada menos que a la suegra del juez de alzada local, llega con su gavilla en el momento de un baile de cumpleaños; y por no molestar a las muchachas que se divertían, permanece gran parte de la noche tendido a poca distancia, con el montado de la rienda, casi sobre el patio delantero, hasta el fin de la diversión. Sólo cuando los concurrentes se han retirado en seguridad, rodea la casa y hunde las puertas a encuentro de caballo.
Quince días después, atrevíase a presentarse en la propia casa de aquel funcionario, con motivo de otra reunión del mismo género, aunque en son de paz y dándose por comprador de ganados que recorría la comarca con sus peones: cinco paisanos de buen porte, quienes desensillaron lejos, por no estorbar, dada la gran concurrencia.
El baile, diurno esta vez, como que iniciaba las fiestas de carnaval, hallábase en lo mejor, al sobrevenir de las quebradas olorosas que iban llenándose de serenidad azul, la frescura de la tarde.
Nadie sospechó la audacia, como no fuese acaso, el juez, quien, entonces disimularía sintiéndose dominado por los bandidos; pero, esto fue mera suposición de los comentarios posteriores al incidente, y vale más presumir a la autoridad tan engañada como los otros, dado que ni conocía al gaucho personalmente, ni habríase acobardado, quizás, por carecer de fuerzas, sin intentar algo al menos con sus numerosos domésticos y convidados.
Lo cierto es que el desconocido agradó desde luego con su simpática desenvoltura.
Su pinta señoril no escapó a la primera ojeada de aquellos hidalgos montañeses, preocupados del linaje con absorbente prolijidad. Esbelto hasta parecer más aventajado en su mediana estatura, fundida en bronce a rigor de sol la tez, su obscuro cabello, partido a la nazarena, suavizaba con noble mansedumbre la tersura de la frente. Pero, bajo las profundas cejas que hispía por medio permanente contracción, imprimiendo a su fisonomía la torva fiereza de un ceño de gavilán, sus ojos verdes clavaban con lóbrega intensidad un rayo de acero. En aquel engarce felino, las pupilas de negra luz parecían retroceder tras la emboscadura de la barba que caía en punta sobre el pujante pecho, acentuando una impresión casi fatal de audacia y dominio. Dijérase que una elástica prontitud estaba vibrando en sus muñecas delgadas. Su elegancia retenía, sin abandonarse jamás, un evasivo apronte de salto. Pero todo esto sin ansiedad ni felonía, antes con una poderosa confianza que parecía exhalar su pausado aliento. Su traje gaucho, completamente negro, acentuaba la prestigiosa impresión.
Y cuando salió a bailar con la hija del dueño de casa un gato de cumplimiento, disculpándose por no saber más danzas que las campesinas, y por no quitarse las espuelas, descortesía que sorprendió, aquel doble detalle gaucho tornólo más interesante, al contrastar con su pie de raza y con sus largas manos que granizaban la fuerza en castañetas inauditas. Nunca se vio cintura más fina bajo el tirador de ochenta patacones, ni gentileza igual en un arreo campestre.
Mas, para satisfacción del orgullo comarcano, su pareja era digna de él.
Andaba por esos pagos, quién sabe hasta dónde, la nombradía de muchacha tan hermosa.
Y a fe que la merecía, no obstante su orgullo, justificado por la décima cuyo final lloraba la desdicha de un poeta inconsolable:
Y hundido en mis desventuras,
he de mirarla más bella,
que es condición de la estrella
brillar desde las alturas.
Había que ver la líquida claridad de aquellos ojos garzos en aquella pensativa palidez de azucena. Y bajo los cabellos castaños que difluían un leve matiz de miel, la pureza angelical del rostro ligeramente entristecido de perfección, como todo lo que la belleza aísla al divinizarlo.
A la ondulación de la falda cándida, parecía deslizarse, que no andar, como flotada en un lejano resplandor. Profundizábase en su mirada el misterio del agua crepuscular; y sonreía en sus labios de alzada comisura juvenil, aquella ironía virginal que se endulza, como soñando, a la sombra de la pestaña.
Ternura no exenta de recóndita altivez que era el temple de la fibra castiza, visible, como el del acero, en el azul de la sangre hidalga. Así su encanto adquiría un predominio de excelsa flor, manifestando en su propia delicadeza aquella trágica vocación de las almas nobles, que parece erigir en su alabarda sangrienta la belleza casi cruel del lirio heráldico. Nada extraño, pues, que al pasarle la guitarra al forastero, éste le dedicara, visiblemente, las audaces décimas que el recuerdo ha conservado, y que sólo pudo disculpar el respeto de la poesía:
Si pude tomar por vida
lo que hasta hoy fue la cadena
con que el hastío y la pena
tuvieron mi alma rendida,
ventura desconocida
descubrí en mi propio ser,
desde que llegué a saber,
por tus hechizos cautivo,
que para quererte vivo,
porque vivir es querer.
Antes que dejar de verte
después que te vi, alma mía,
gustoso preferiría
las tinieblas de la muerte.
Nudo al lazo de mi suerte
quiso así el hado ceñir;
con que, si llego a partir,
ausente de ti me muero.
Ley de Nazario Lucero
te lo jura hasta morir.
Y ante el asombro casi hostil de la concurrencia, ahuyentó los recelos, comentando en tono jovial:
–Creía que anduviesen ya por estos pagos las décimas del bandido del Champaquí.
Poco rato después, la joven debía conocer el secreto de aquella dedicatoria con que el desconocido le acababa de cantar la vida y la muerte.
–¿Conoce usted a ese gaucho? –habíale preguntado con natural interés, en un aparte que los obligó la abundancia de parejas.
–Bastante –dijo él con una sonrisa–, pero me interesa más hablar de otra cosa. Hace mal, Águeda –prosiguió, nombrándola con audacia–, en atender a ese muchacho que la corteja.
–¡Pero si es mi novio!... –respondió ella, extrañadamente distraída ante aquella familiaridad que cualquier otra vez habría recibido como un ultraje, y que no advirtió, en la preocupación de seguir con los ojos a las criadas ocupadas de encender los candelabros.
–¿Su novio? ¿Y dónde está ahora? –indagó el forastero, mientras observaba con veloz reojo la noche cerrada ya.
–En Córdoba. Fue por las dispensas, porque somos primos.
–Así me explico su indiferencia con usted la otra noche, en el baile de misia Marta.
Bruscamente, había ella comprendido.
–¿De modo que usted?... –musitó, guardando, sin saber por qué, el secreto terrible.
El gaucho, sin contestar, sentóla delicadamente, contando con lo que tardaría en reponerse de su impresión.
Ganó la puerta como una sombra, y deteniéndose allá, silbó tres veces, misteriosamente, a la noche.
Luego, tornando ante la joven, inclinóse con una sonrisa, para decirle en voz baja, pero imperiosa:
–¡Si se mueve o grita, los pierde a todos!
Pasó un minuto en la distracción de la danza y de las conversaciones más animadas que nunca...
Y de repente, mugió, afuera, anómalo torbellino. Brusca ráfaga embocóse por la puerta, apagando las bujías; cinco o seis trabucazos paralizaron toda acción entre el griterío; rodaron muebles, estallaron barrotes, la perrada cerró inútilmente contra el grupo de bandoleros que partía a toda la furia de los caballos –y cuando la joven volvió en sí, hallóse entre los brazos de un jinete desconocido, bajo el silencio y la sombra del monte, percibiendo el paso de varias cabalgaduras y oyendo sin distancia, en la soledad, el gemido de los pájaros nocturnos.
Comprendió que estaban lejos de todo poblado, y tras un estremecimiento de horror y desolación, la valiente sangre de la casta le subió al pecho en una inflamación de odio. Siniestro regocijo le agrandó el alma, al sentirse sin ningún miedo. Sabría morir ante la canalla. No le pasó, siquiera, por la mente, la idea de gritar o revolverse desesperada.
La gravedad del percance imponíasele con una sorda evidencia que templaba su voluntad en una especie de repliegue supremo.
Salían en eso a un descampado, y el grupo subdividióse en tres parejas, según las órdenes de un jinete inmediato que indicó lugares de nombre desconocido:
Las Estacas, El Despenao...
Entonces comprendió ella, por esa voz, que no iba en brazos del salteador, como creía.
Disimulada, agazapada mejor dicho en un repliegue del monte cubierto por molles centenarios, la guarida, aprovechando cuevas naturales, que habían ensanchado y techado con destreza, era invisible hasta muy corta distancia.
Sólo dos habitaciones, propiamente dicho, dos amplias chozas unidas, pero sin puerta medianil, y muy bajas de techumbre, contenían muebles: la primera, una cuja tapizada de damasco, dos sillones incrustados de nácar pero de...

Índice

  1. Tabla de Contenido
  2. El Autor
  3. El Vaso de Alabastro
  4. Los Ojos de la Reina
  5. El Secreto de Don Juan
  6. Juramento
  7. Sorpresa
  8. Un buen queso
  9. Águeda
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon