Capítulo V
Una manera de trabajar
Jorge A. Casarella
Introducción
El trabajar con pacientes que padecen Retardo Mental me ha llevado a cuestionar ciertos prejuicios que tenía en torno a esta problemática. Podría decir que ha variado mi paradigma sobre lo que consideraba “normal”, sobre lo que esperaba de alguien con RM y, por sobre todo, ha cambiado mi valoración acerca de los dichos de estos sujetos. Es interesante escuchar lo que tienen para decir, por ejemplo, sobre las personas que nos decimos “normales”, y captar cómo prestan atención a lo que “los normales” dicen de ellos, en especial, a cómo sus familiares opinan y manejan sus vida. A veces resulta muy sorprendente y revelador. Tal vez por eso se haga oídos sordos o se intente evitar que digan lo que piensan y sienten.
Se suele creer que las personas discapacitadas no tienen derechos ni deseos. Sin embargo, con sólo hojear el Código Civil vemos que éste dice lo contrario. Existe toda una legislación en nuestro país que reconoce los derechos de las personas discapacitadas y esta legislación permite, entre otras cosas (si un juez no dicta la imposibilidad por insanía mental), desde el manejo de sus bienes hasta el casamiento. Esto es algo que no se conoce demasiado y que, algunas veces, es utilizado por los cuidadores en contra de los derechos individuales de los discapacitados
Adhiero al Psicoanálisis porque brinda una forma de trabajo basado en el respeto por los dichos del sujeto. Encontramos allí, en las pequeñas cosas que decimos “no son importantes”, la clave de lo que nos pasa. Freud rescata estos detalles ínfimos desvalorizados. El psicoanálisis enseña que cuando restamos importancia a algo, es quizá para no encontrarnos con ese algo que nos duele. Es una manera de defensa ante ese dolor o angustia, pero casi siempre allí está lo revelador.
Lo diferente que ofrece de el Psicoanálisis es una posibilidad. La posibilidad de esperar que algo del deseo de estos sujetos se manifieste. De esta manera, da el tiempo necesario para que algo suceda, sin forzar, ni sugerir, ni obligar desde la moral o desde lo esperable, atento a no caer en “lo que se debe hacer”.
En el trabajo clínico me enfrento a la constante tarea de probar conceptos y formas de intervención frente a la “aventura” que implica adentrarse en el terreno del RM. No existen muchas referencias sobre un modo de trabajo que no sea la reeducación, sin embargo, el enorme marco conceptual del Psicoanálisis provee las herramientas necesarias para lograr cambios permanentes. Es cierto que al Psicoanálisis se lo acusa últimamente de lento y vetusto, no encuentro motivo ni teórico ni clínico para esas acusaciones, pero entiendo que ocultan enormes intereses. Muchos profesionales que adhieren a las nuevas (viejas) tendencias terapéuticas sólo intentan instrumentar la “sobreadaptación” del individuo basada en el concepto de lo normal –lo que debe ser– y, en consecuencia, tienden a que las diferencias sean borradas, eliminadas. Esto no es nuevo, de hecho si leemos a Foucault nos enteramos que desde el antiguo régimen, por lo menos, se viene construyendo el concepto de “normalidad”. En esa época la sociedad vira hacia un tiempo de represión dentro del cual el cambio en la Pastoral Cristiana, la tendencia de la Psiquiatría a normatizar mediante un coeficiente de inteligencia (CI) y la revolución industrial aparecen como las bases sobre las que se levanta este sentimiento de ser “normal”.
Pretendo que este capítulo pueda transmitir lo que encuentro en el trabajo con estos pacientes, y mostrar las ventajas que ofrece la escucha analítica. El psicoanálisis permite que todo sujeto, incluso aquel que padece RM, se haga responsable de sus elecciones y de sus actos, sin que los ideales sociales, religiosos o científicos interfieran en la posibilidad de vivir como él elija, siempre que su condición lo habilite, para lograr estar satisfecho con lo que hace de su propia vida.
El Psicoanálisis aliviana el tratamiento porque le quita peso al concepto de normalidad, la norma, y evita que funcione como un diván de Procusto sobre el sujeto, alienándolo lo menos posible, liberándolo de las significaciones dadas por los CI o los diagnósticos basados en estadísticas.
En el marco de este trabajo desarrollaré los siguientes puntos: el origen del concepto retardo mental, las distintas clasificaciones diagnósticas del RM, intentaré mostrar una manera de trabajar articulando algunos conceptos que nos servirán de herramientas clínicas y finalizaré con algunas referencias sobre una posible forma de intervención, basándome para ello en casos clínicos.
1. Origen del concepto “Retardo Mental”
No es fácil precisar en qué época aparecen las personas con retardo mental. Por ello, en primer lugar, tendremos que suponer que han existido desde siempre. Luego, mi intención es diferenciar el concepto “retardo mental” de la investigación histórica sobre los “supuestos” retardos mentales.
Haciendo historia vemos que algunos autores ubican el origen del retardo mental en la época de los griegos de la Antigüedad. Era en los templos de Asclepios, el dios de la medicina, donde se pedía por la curación de los enfermos. Estos autores también piensan que Hipócrates ya podía discernir sobre lo que nosotros conocemos como RM con su “teoría humoral”, aunque ésta no diferenciaba entre las enfermedades del espíritu y las enfermedades del cuerpo, sino que sólo detallaba cómo restaurar el equilibrio a través de la alimentación y medicinas apropiadas.
Fueron surgiendo en el transcurso de estos siglos varias escuelas de medicina: la empírica, la cual consideraba sólo la experiencia, la neumática, que buscaba la causa de las enfermedades en la perturbación de la circulación del “pneuma” en el cuerpo, la terapéutica, que consistía en ejercicios, masajes, viajes, baños, sangrías, purgas, dietas. Estas escuelas consideraban tres categorías de órdenes diferentes: el phrénetis (frenesí, trastornos mentales agudos + fiebre), la manía (agitación sin fiebre), la melancolía (disturbios –confusiones– crónicos sin agitación ni fiebre). Pero hasta aquí nada del RM.
En Roma, ni Celso en el siglo I, ni Galeno en el siglo II, que elaboró la teoría de los temperamentos (sanguíneo, flemático, colérico, melancólico), van a referirse específicamente al RM. Galeno consideró a las enfermedades del alma como lesiones de la sensibilidad y la inteligencia que, debidas a un ataque al cerebro u otro órgano, luego se transmitían por simpatía al cerebro. Sin embargo, fueron incluidas en el Derecho Romano dos figuras importantes: la incapacidad del enajenado y el “curador de locos”, un ciudadano responsable que se hacía cargo del cuidado del loco y de sus bienes. Los locos inofensivos quedaban en la familia y los peligrosos eran encerrados.
En la Edad Media tampoco aparece el RM como construcción teórico conceptual, pero sí aparece discriminada la locura. El concepto mezcla lo religioso con lo médico: los locos, tanto melancólicos como maníacos, “tienen el diablo en el cuerpo.” Las enfermedades mentales son consideradas una posesión demoníaca, la manifestación del pecado o de la herejía; por ello mismo, en esta época, muchos locos e histéricas terminaron en la hoguera.
Si se lee con cuidado la historia, hay datos ciertos del momento en que surge el modo de considerar el RM como lo hacemos hoy. Ese momento histórico se ubica en la segunda mitad del siglo XVII, cuando se produce un cambio fundamental para el mundo occidental hasta nuestros días: se abandona el Antiguo Régimen y se instaura un nuevo modelo moral que va a cambiar radicalmente las costumbres.
Este modelo tiene como marco tres hechos:
a) El cambio de la Pastoral Cristiana, producido con el Concilio de Trento, que instala el sentimiento de la familia y del niño como eje de ésta, y una moralización de las costumbres que dominará la escena de la época desde el siglo XVIII en adelante. Esta moral imponía un “hablar decente”, en especial en relación con el tema sexual, del cual no había que decir, ni ver, ni saber.
b) La consolidación del poder de la psiquiatría.
c) La revolución industrial.
Por estar relacionado con el tema que nos interesa, desarrollaré aquí el punto b, es decir, entender cómo la psiquiatría fue consolidando su poder.
Desde el siglo XVI, como consecuencia de la miseria, la multiplicación de los indigentes y la población errante, el control se dirige cada vez más hacia las personas “molestas”. Siguiendo a Foucault, hasta el siglo XVII los lugares de encierro de personas no discriminaban a nadie, todos (prostitutas, locos, delincuentes, niños) eran encerrados en los mismos lugares.
Ahora, durante la segunda mitad del siglo XVII los locos comienzan a ser discriminados del resto de las personas encerradas y más tarde son separados de los idiotas. Es ésto lo que va a ir dando un poder inédito y generalizado a los psiquiatras.
Este poder se consolida aun más, según Foucault, a partir de lo que se denomina psiquiatrización de la infancia, esto es, cuando los psiquiatras llegan a determinar qué niño es normal y cuál no lo es. Pero, y esto es lo que nos interesa, la psiquiatrización no va a pasar por el niño loco, sino por el niño imbécil o idiota. Es decir, el niño que a partir de este momento será calificado como retardado mental.
“… La psiquiatrización del niño se hace por intermedio del niño no loco y a partir de ello se produce la generalización del poder psiquiátrico…” (Foucault, 2005:232).
En este cambio se distinguen dos procesos: 1. teórico, y 2. de institucionalización y psiquiatrización concretas de la infancia.
1) Proceso Teórico.
Es la elaboración teórica de la noción de imbecibilidad e idiotez como fenómenos totalmente diferentes a la locura.
Hasta fines del siglo XVIII,
“… lo que se denominaba imbecilidad, estupidez o ya idiotez, no tenía ningún carácter distintivo respecto a la locura en general…” (Foucault, 2005, p. 232).
Entonces, a partir de esa época la idiotez empieza a ser...