Un lápiz labial para una momia
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Un lápiz labial para una momia

  1. 168 páginas
  2. Spanish
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Un lápiz labial para una momia

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Índice
Citas

Información del libro

Minoru es una mujer inteligente y orgullosa. Está casada con Toshio, un escritor poco talentoso que descarga la frustración de su infelicidad contra su esposa. Sus temores los restringen: Minoru teme dejar a su marido, mientras Toshio teme que el talento de su mujer resulte alejándola de él. La falta de reconocimiento mutuo los llevará a situaciones de tensión que cambiarán cómo perciben la relación y, más importante aún, cómo se perciben a sí mismos.

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Información

Editorial
Tanuki
Año
2019
ISBN
9789585665941
Categoría
Literature

Capítulo IX

Minoru se limitó a escribir a toda velocidad. Gran parte del tiempo tenía los ojos de Yoshio brillando delante del escritorio; unos ojos que le parecían un azote que descargaba sobre ella. Temiéndoles, siguió escribiendo sin pensar demasiado. No era nada raro verla dentro de la mosquitera con la mesa y una lámpara, estirada boca arriba como un cadáver, y despertarse súbitamente y coger la pluma al instante. Se pasaba de la mañana a la noche encerrada en su casa, yendo de rincón en rincón para esquivar los rayos de sol de verano que entraban; se golpeaba la cabeza y se ponía a escribir de nuevo.
Transcurrieron los días y finalmente terminó la obra por la tarde del último día del plazo para presentarse al concurso. Yoshio se encargó de escribir el nombre de Minoru en la obra, la metió en un paquete y la llevó él mismo al correo. Secándose la cara con la manga del yukata16 sudado que llevaba, fino y de color índigo, Minoru volvió la vista y repasó los más de diez días que había pasado escribiendo. Lo que plasmó con la pluma, con la presencia de su marido cerniéndose sobre ella, no le parecía ni la sombra de la bella literatura que tenía en mente. Solo era el resultado de los nubarrones de miedo por el castigo que él podía imponerle. Y no tenía claro qué era lo que aquella fuerza tan irracional y contraria al arte la había impulsado a escribir. De solo pensarlo la invadió una desesperación incontrolable.
Así, llegaron a la segunda mitad de agosto. Una mañana, el corazón de Minoru se detuvo al reparar en un artículo del periódico de ese día.
Después de que Yoshio saliera a trabajar, Minoru dejó una nota en la entrada y ella también salió. Se dirigió a la calle principal y allí cogió el tren en dirección al barrio de Edogawa.
Con un hitoe17 de Akashi ya descolorido y un parasol lila azulado también raído, al cabo de un rato ya se encontró perdida por las estrechas callejuelas del barrio de Ushigome, que parecía desteñido debido a los rayos del sol abrasador. Sus geta, que eran bajos y con los dos dientes iguales, se quedaban atascados con la gravilla que cubría el suelo y le dificultaban avanzar, lo que la ponía nerviosa. Cada vez que le ocurría, notaba una palpitación que se transformaba en gotas de sudor que le resbalaban por las sienes. El calor que subía del suelo se le metía por debajo del kimono y los rayos abrasadores del sol que le llegaban de arriba le cocían la fina piel. Su rostro estaba tan encendido que parecía que estuviera ardiendo.
Minoru se dirigió a una comisaría de policía a preguntar por un espacio de trabajo de alquiler llamado Kiyotsuki y le indicaron que tomara una calle que llevaba al borde del barrio de Edogawa. Kiyotsuki estaba en el lado derecho de esa calle. Era una casa muy antigua, como si hubiera sido hacía tiempo la residencia de algún hatamoto18. Minoru aguardó en el recibidor y cuando una mujer del servicio salió a recibirla, preguntó por alguien llamado Koyama.
Enseguida la condujeron al interior de la casa. Minoru se quedó en un amplio y desierto salón de estilo japonés, con el jardín a sus espaldas, esperando a que saliera la persona a la que había ido a ver. A pesar de estar todo abierto, no corría ni una triste brisa. De hecho, el bochorno y la calma de aquel día tan sofocante parecían dejar sin aliento a todo bicho viviente y escondían las sombras de los rincones del tatami, que se habían vuelto de color rojizo con el tiempo. Minoru se iba abanicando de vez en cuando y se secaba el sudor de la cara con un pequeño pañuelo.
Entonces, del fondo apareció un hombre de baja estatura con una bandeja para tabaco y se sentó delante de ella. Tenía los ojos negros con largas pestañas y ligeramente hinchados, como si hubiera estado en medio de una siesta. Parecía acumular saliva en las comisuras de los labios cuando hablaba, como veía mucho en gente de Osaka. Cuando sonreía, su diminuto rostro se llenaba de un encanto femenino.
Koyama no conocía a Minoru, pero sí a Yoshio. Habló con ella jugueteando con la tarjeta que le había dado con ambas manos. Rompió el hielo hablando de su compañía teatral; le contó con todo lujo de detalles cómo el último espectáculo que había montado se lo había confiado a un promotor y que por su culpa había causado una mala impresión y había recibido muy malas críticas, pero que esta próxima vez contaría con la ayuda de unos tales Sakai y Yukida, y que harían algo extremadamente artístico. Además, dijo que iba a elegir solo a actrices con una reputación intachable, que no quería a ninguna demasiado vulgar. El fluido dialecto de Osaka con el que hablaba se enturbiaba, mezclado con el ambiente sofocante, y serpenteaba con calma hasta provocarle cierto sopor.
Mientras conversaban, se mostró complacido al ver que su interlocutora sabía un poco del tema; de vez en cuando se emocionaba ante ciertos comentarios de Minoru y luego seguía hablando de lo suyo.
—Con el entusiasmo que demuestras, lo consultaré bien con Sakai y Yukida y luego te informaré nuestra respuesta. No creo que haya ningún problema, pero como tampoco puedo tomar la decisión yo solo, te lo comunico por correo.
Tras estas palabras, Minoru se despidió de Koyama y se fue.
Cuando llegó a su casa, ahora vacía, una sola linterna de papel de las que se usan en los festivales se mecía en el extremo de una sombra igualmente asfixiante. Cuando entró, la sombra ya había cubierto medio jardín. Sin siquiera quitarse el kimono sudado, se sentó justo en medio del vacío salón a reflexionar.
Ya de noche, Minoru y Yoshio fueron a visitar un santuario donde se celebraba un festival. Las callejuelas del lado del cementerio tenían repartidas algunas linternas de papel rojas que, de forma desdibujada, brillaban con pedacitos del bullicio de la calle principal. Bajo la luz que los rodeaba se veía un portal con una chica que lucía un yukata blanco con mangas ondeantes y provocativas. Llegar a la calle fue como entrar en un nuevo mundo que causaba vértigo por el barullo de gente y las luces de los tenderetes nocturnos, en contraste con lo desolado de las afueras de la ciudad.
Recibiendo continuos empujones, la pareja logró entrar en el santuario. Yendo por el lateral, donde había un puesto de sopa dulce de frijoles rojos servida en tazones rojos, se acababa delante de la caseta de feria donde una mujer de tez morena y de unos cuarenta años llamaba a la gente con una voz potente y con las mangas arremangadas. Al llegar a su altura, donde la cortina de entrada no hacía más que abrirse y cerrarse, y espiar el interior, vieron por partes a una mujer joven que vestía un kataginu19 que parecía estar recitando un jōruri20. Por lo que pudieron observar, la mujer era tan bella que quitaría el sueño a cualquiera. Cuando ocasionalmente lanzaba alguna mirada al público desde el interior de la oscura caseta, desde sus pupilas parecían fluir incontables emociones. Su rostro, apagado y embadurnado de blanco como la tiza, contrastaba con los llamativos colores que lucía en la zona del pecho de su kimono de seda, lo que aumentaba todavía más su atractivo. Tenía la nariz recta y prominente y la boca pequeña y delicada.
—Bueno, es una mujer guapa. —Minoru tiró de Yoshio de la manga.
—Esa es la rokurokubi21, ¿no? —dijo Yoshio echando un vistazo y riendo.
En la imagen del letrero de arriba se veía a una mujer con un kataginu cuya cabeza, peinada al estilo shimada22, sobresalía y parecía observar a la muchedumbre que tenía debajo. A Yoshio le gustaba esa clase de artistas de baja estofa con la cara pintada de blanco. De ese modo, sintiéndose atraído por los ojos de la mujer, echó a andar de nuevo.
La pareja fue deambulando hasta una casa de té que había en el acantilado desde el que se veía Mikawashima. La casa, cubierta con una persiana de juncos, tenía unos farolillos de alquequenje que, desde arriba, proyectaban la luz encima de las botellas de soda azucarada y de los helados kakigōri23. Allí Yoshio compró castañas asadas y se quedó de pie en la pendiente que bajaba el acantilado comiéndoselas mientras contemplaba Mikawashima, que ...

Índice

  1. Capítulo I
  2. Capítulo II
  3. Capítulo III
  4. Capítulo IV
  5. Capítulo V
  6. Capítulo VI
  7. Capítulo VII
  8. Capítulo VIII
  9. Capítulo IX
  10. Capítulo X
  11. Capítulo XI
  12. Capítulo XII
  13. Capítulo XIII
  14. Capítulo XIV