XIV
Juan Eduardo fue por la calle, liando un cigarro. Estaba nervioso y muy cansado por la mala noche que había pasado, por aquella mañana llena de pasos inútiles, por las conversaciones con el doctor Godinho y el doctor Gouveia.
—Se acabó —pensaba—, ¡no puedo hacer nada más! Lo tengo que aceptar.
Tenía el alma extenuada de tantos esfuerzos de pasión, de esperanza y de bronca. Desearía irse a cualquier sitio solitario, tirarse lejos de abogados, de mujeres y de curas, y dormir durante meses. Pero ya eran más de las tres y entonces caminaba rápido hacia la notaría de Nunes. ¡Quizá tendría que oír un sermón por haber llegado tan tarde!¡Triste vida la suya!
Había doblado la esquina de Terreiro cuando, junto a la casa de comidas de Osorio, se encontró con un joven de levita clara ribeteada por una cinta negra muy larga y con un bigotito tan negro que parecía postizo sobre unos rasgos extremadamente pálidos.
—¡Hola! ¿Qué es de tu vida, Juan Eduardo?
Era un tal Gustavo, tipógrafo de la Voz del Distrito, que hacía dos meses se había ido a Lisboa. Según decía Agustín, era “muchacho de cabeza e ‘ilustradote’, pero con unas ideas del diablo”. Escribía a veces artículos sobre política exterior en los que introducía frases poéticas y ostentosas, maldiciendo a Napoleón III, al zar y a los opresores del pueblo, llorando la esclavitud de Polonia y la miseria del proletariado. La simpatía entre él y Juan Eduardo surgía de las conversaciones sobre religión en las que ambos daban rienda suelta a su odio al clero y su admiración a Jesucristo. La revolución de España lo había entusiasmado tanto que quería hacerse miembro de la Internacional. El deseo de vivir en un centro obrero, donde hubiese asociaciones, discursos y fraternidad, lo había llevado a Lisboa. Encontró un buen trabajo y buenos camaradas. Pero como mantenía a su madre, vieja y enferma, y como era más económico que viviesen juntos, había vuelto a Leiría. El Distrito, además, prosperaba ante la perspectiva de elecciones, hasta el punto de haberles aumentado el salario a los tres tipógrafos.
—Así que aquí estoy otra vez con el “Raquítico”…
Iba a comer e invitó a Juan Eduardo a que le hiciese compañía. ¡No se iba a terminar el mundo, qué diablo, porque faltase un día a la notaría!
Juan Eduardo recordó entonces que no comía desde el día anterior. Era tal vez la debilidad lo que lo tenía así, atontado, tan desanimado… Se decidió contento, después de las emociones y de los esfuerzos de la mañana de poder relajarse en el banco de la taberna, ante un plato lleno, en compañía de un camarada de odios semejantes a los suyos. Además, los golpes recibidos le provocaban una necesidad, una avidez de comprensión y dijo con vehemencia:
—¡Hombre, estupendo! ¡Me vienes que ni caído del cielo! Este mundo es una porquería. Si no fuese por algún rato pasado con los amigos, ¡no valdría la pena andar por aquí!
Estos modos tan nuevos en Juan Eduardo, en “el Pacatito”, sorprendieron a Gustavo.
—¿Por qué? ¿No van bien las cosas? Broncas con el animal de Nunes, ¿no? —le preguntó.
—No, un poco de spleen.
—¡Eso de spleen es inglés! ¡Oh, chico, tendrías que ver al Taborda en Amor Londinense!… Déjate de spleen. ¡Comamos algo para tomas unos tragos!
Lo tomó del brazo y lo hizo entrar en la taberna.
—¡Viva el tío Osorio! ¡Salud y fraternidad!
El dueño de la casa de comida, el tío Osorio, personaje obeso y satisfecho de la vida, con la camisa arremangada hasta los hombros, los brazos desnudos muy blancos apoyados en el mostrador, la cara gorda y astuta, se alegró al ver a Gustavo de nuevo en Leiria. Lo veía más flaquito… Debía ser por las malas aguas de Lisboa y del mucho campeche en los vinos… ¿Qué iba a servirles a los caballeros?
Gustavo, parándose delante del contador, con el sombrero hacia la nuca, se apresuró a soltar el chiste que tanto lo entusiasmaba en Lisboa.
—Tío Osorio, ¡sírvanos hígado de rey con riñón de cura a la parrilla!
El tío Osorio, rápido para responder, dijo, rozando levemente con la rodilla el cinc del contador:
—De eso aquí no hay, señor Gustavo. Ésas son delicadezas de la capital.
—¡Entonces están ustedes muy atrasados! En Lisboa era mi desayuno de todos los días… Bien, se acabó, pónganos dos platos de hígado frito con patatas… ¡y bien saltado, eh!
—Serán servidos como amigos.
Se acomodaron en el reservado, entre dos tabiques de pino cerrados por una cortina de algodón. El tío Osorio, que apreciaba a Gustavo, “joven instruido y de pocas bromas”, fue él mismo a llevarles la botella de vino y las aceitunas y limpiando los vasos en el delantal machado:
—Entonces, ¿qué hay de nuevo por la capital, señor Gustavo? ¿Cómo están las cosas por allá?
El tipógrafo puso de pronto un rostro serio; se pasó la mano por los cabellos y dejó caer algunas frases enigmáticas:
—Dudosas, dudosas… Mucho descarado en la política… La clase obrera empieza a agitarse… Falta de unión, por ahora… Se está a la espera de ver cómo van las cosas en España… ¡Lindo se las van a ver! Todo depende de España.
Pero el tío Osorio, que había ahorrado algunos vintems y comprado una finca, le tenía pánico a los tumultos… Lo que se quería en el país era paz… Sobre todo, lo que le molestaba era que se contase con los españoles… De España, deberían saberlo los caballeros, “¡ni buen viento ni buen casamiento!”.
—¡Todos los pueblos son hermanos! —exclamó Gustavo—. Cuando se trata de bajar Borbones y emperadores, camarillas y nobleza, no hay portugueses ni españoles, ¡todos son hermanos! ¡Todo es fraternidad, tío Osorio!
—Pues entonces la cosa es beber a su salud, beber constantemente, que eso es lo que hace andar el negocio- dijo el tío Osorio tranquilamente, llevando su obesidad fuera del cubículo.
—¡Elefante! —rezongó el tipógrafo, contrariado por aquella indiferencia hacia la fraternidad de los pueblos. ¿Qué se podía esperar, igual, de un propietario, de un agente electoral?
Tarareó La Marsellesa, mientras llenaba los vasos desde lo alto, y quiso saber en qué andaba el amigo Juan Eduardo… ¿Ya no iba por el Distrito? El “Raquítico” le había dicho que no había quien lo sacase de la Calle de la Misericordia…
—¿Y para cuándo esa boda?
Juan Eduardo se puso colorado, dijo vagamente:
—Nada decidido… Hubo dificultades—y agregó con una sonrisa desconsolada—: nos hemos enojado.
—¡Pavadas! —soltó el tipógrafo con un movimiento de hombros que mostraba un desdén revolucionario por las frivolidades del sentimiento.
—Tonterías… No sé si son tonterías —dijo Juan Eduardo—. Lo que si sé es que traen disgustos… Destruyen a un hombre, Gustavo.
Se calló, mordiéndose el labio para recalcar la emoción que lo turbaba.
Pero el tipógrafo encontraba todas esas historias de mujeres, ridículas. Los tiempos no estaban para amores… El hombre del pueblo, el obrero que se agarraba a unas faldas para no despegarse, era un inútil… ¡Era un vendido! No había que pensar en amoríos, sino en darle la libertad al pu...