Zeus vs. Deus
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Zeus vs. Deus

  1. 224 páginas
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Información del libro

Este libro se ocupa de la oposición que encontró el cristianismo en algunos sectores intelectuales, y que continúa abierta: cada vez que el racionalismo -liberal o totalitario- se ha opuesto al mensaje salvador de Jesucristo, lo ha hecho repitiendo los argumentos esgrimidos por los grandes enemigos de la fe, Celso, Porfirio y Juliano el Apóstata. Indirectamente, el autor pone de manifiesto la perenne actualidad de los grandes apologistas cristianos de aquellos siglos: Orígenes, Ambrosio y Agustín.

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Información

Año
2011
ISBN
9788432139291

CAPÍTULO VI
EL EMPERADOR JULIANO

Flavio Claudio Juliano fue César desde 355, proclamado emperador por sus tropas en febrero de 360 y único gobernante de todo el imperio desde noviembre del 361 hasta el 26 de junio de 363.
Ha pasado a la historia con el sobrenombre de Apóstata y ha sido desde el principio una personalidad discutida apasionadamente a lo largo de los siglos, quizás la más fascinante de la antigüedad tardía y sobre la que se mantienen aún hoy día juicios y hasta teorías no sólo dispares sino opuestas.
Mientras unos le definen en lo religioso como un monoteísta neoplatónico, otros lo tienen por un politeísta tradicional; en cuanto a su credo político, algunos piensan que fue el monarca más liberal de su tiempo, comprometido en volver a los inicios republicanos de Roma, pero no faltan quienes le caracterizan como un propugnador del imperio central a ultranza y, por tanto, un reaccionario, tanto en su pensamiento como en su actuación.
A esas opiniones tan encontradas dan pie tanto sus obras como las medidas de gobierno que adoptó en el poco tiempo que duró su vida, fiel reflejo de su personalidad apasionada.
Un ejemplo flagrante de sus contradicciones se puede detectar en su deferencia hacia Roma y Atenas, símbolos del tradicional centralismo, incluso en momentos en los que toma medidas a favor de la autonomía de las municipalidades al comienzo del invierno de 361, cuando se encontraba aún en plena lucha por el poder. Lo mismo cabe decir más tarde, si se tiene en cuenta que su liberalidad está sometida a una condición: todo el mundo debe aceptar el poder supremo del dios Helios y su representante en la tierra, el emperador.
La imagen que de él ha recibido la posteridad oscila entre la admiración que por él profesó el grupo de intelectuales formado por sus maestros —el orador Libanio— y colaboradores —los historiadores Mamertino y Amiano Marcelino—, todos ellos notables escritores que no escatimaron el empleo de tonos panegíricos en torno a su figura, y primero el miedo y enseguida, tras su muerte, la animadversión de toda la literatura cristiana, que ha visto en él la personificación del demonio, o al menos uno de los personajes más funestos de la historia.
A la cabeza de esta repulsa nos encontramos con Gregorio Nacianceno, que había sido condiscípulo suyo en Atenas y que hacia 365, es decir apenas dos años después de la muerte del emperador, vuelca denuestos de todo tipo sobre él. Por ejemplo, comienza su discurso IV, también conocido como I Invectiva contra Juliano, diciendo de él que fue un tirano, un apóstata que difundió por el mundo furor y amenazas, a la vez que profería iniquidades contra el Altísimo. Y más adelante, en la misma obra le interpela: «como perseguidor sigues los pasos de Herodes, como traidor los de Judas, sólo que tu no das muestras como él de tu arrepentimiento con una soga. Como asesino de Cristo imitas a Pilatos, como enemigo de Dios a los judíos (Ibídem. 68: Cf. J.-P. MIGNE, PG 35, 589-90).
En medio habría que situar la masa de quienes asistieron indiferentes o al menos escépticos a su intento de restauración de la cultura helenística con su culto a los dioses paganos. Entre ellos se cuenta la población de Antioquía o la de ciudades de Capadocia como Cesarea y Constancia. Su relación con la primera es el telón de fondo del Misopogon, un escrito en el que Juliano vuelca su indignación apasionada ante la actitud hacia él del senado y el pueblo antioquenos, cristianos en su mayoría.
Lo cierto es que en él, el primer griego —es decir, el primer helenista, por su origen y su mentalidad y formación cultural— que detentó el poder imperial, se funden el intelectual, que busca y esgrime argumentos con los que oponerse al avance cristiano, y el hombre de acción, que tiene en su mano todos los resortes del poder para combatir a sus adversarios.
Por eso, su llegada al trono suscitó una oleada de entusiasmo en muchos ciudadanos romanos, pesimistas ante la decadencia imparable del imperio y atormentados por la postura favorable al cristianismo que había adoptado la mayor parte de los emperadores anteriores. Inscripciones de la época saludan el nuevo soberano como liberator romani orbis, templorum restaurator, restitutor romanae religionis.
Esa actitud en capas influyentes de la población se entiende aún más si se tiene en cuenta que Juliano, aunque desde el primer momento fue un adversario fanático del cristianismo, se presentó como conciliador.
En realidad, su oposición a la nueva religión fue no sólo intelectual, sino también práctica y presentó múltiples facetas a ambos niveles, en una carrera contra el tiempo, puesto que su gobierno absoluto duró en total apenas diecinueve meses.
En el terreno político, en cuanto le fue posible, promulgó decretos por los que restauraba el paganismo tradicional, a la vez que abolía las medidas favorables al culto cristiano promulgadas por sus predecesores. De su aversión filosófica a la nueva religión da fe el conjunto de su obra, sobre todo el tratado Contra los galileos, en el que vuelca todo su odio hacia el cristianismo, al que degrada a un fenómeno de reducida envergadura geográfica y étnica, puesto que, según él, se limitaba a Palestina y afectaba exclusivamente a los judíos.
Su gobierno como último emperador pagano nos proporciona un testimonio único, verdaderamente clave, no sólo de la evolución de la polémica anticristiana, sino de los estertores del poder pagano, antes de su marginación como alternativa religiosa, y en definitiva como fuerza política, en la segunda parte del s. IV.
Este paréntesis fugaz ilumina también el carácter del enfrentamiento entre paganismo y cristianismo que se ha ido fraguando durante los tres primeros siglos de la era cristiana y cristaliza a lo largo del s. IV. Tan radical es una postura como la contraria. Ambas aspiran a lo mismo: detentar el papel de religión oficial y exclusiva. La declaración a favor de una de ellas lleva consigo la prohibición y exterminación de su contrincante. Es de acuerdo con este esquema como funcionan mentalidades tan preclaras como Constancio y Juliano, o como Ambrosio de Milán y Quinto Aurelio Símaco.
Como ya hemos apuntado, no hay unanimidad a la hora de determinar si la motivación profunda de Juliano fue de naturaleza política —restaurar la institución republicana—, o religiosa: revitalizar el culto pagano; sin embargo, de todo lo que exponemos a continuación se deduce más bien lo segundo. Esta conclusión se apoya, tanto en la personalidad profundamente religiosa del emperador, como en su forma de gobierno que, sometida a contradicciones y paradojas continuas, sólo presenta una línea coherente en su actitud hostil frente al cristianismo.
Pero, para comprender mejor su personalidad y sus motivaciones íntimas, al emprender su empresa de restauración del imperio y de la cultura helenística, en busca de hacer realidad un ideal de teocracia centralizado en su persona, es necesario describir someramente la evolución de la institución imperial en las décadas inmediatamente anteriores a su reinado y su propia biografía.

LA INSTITUCIÓN IMPERIAL EN EL S. IV

No es éste el lugar para describir el mecanismo de la tetrarquía, inventado por Diocleciano como solución para el agudo problema de la sucesión imperial, entre otras cosas porque duró apenas quince años, caracterizados por su inestabilidad y la proliferación de guerras civiles. Baste decir que la década, tras el asesinato de Aureliano en 275, había sido incapaz de crear un mecanismo estable, tanto para la identificación de candidatos a la púrpura como para la ocupación del trono vacante.
Diocleciano, que subió al poder en 284, inició un intento innovador para proveer a ambas cosas. Su plan consistió en nombrar junto a él un Augusto junior con el que compartir la responsabilidad del cargo. Cada Augusto estaría asistido por un César, una organización que permitiría dividir entre cuatro personas el gobierno del imperio y asegurar sin problemas la continuidad cada vez que muriera un Augusto. La primera tetrarquía la compusieron Diocleciano y Maximiano, respectivamente en Oriente (E) y Occidente (O), mientras los Césares eran Galerio y Constancio Cloro.
Con una decisión sin precedentes, seguramente para probar el funcionamiento del mecanismo, ambos Augustos abdicaron en 305. Los Césares pasaron a Augustos y fueron nombrados dos nuevos Césares: Maximino Daia (E) y Severo (O), quedando así constituida la segunda tetrarquía.
Teóricamente el sistema estaba basado en el mérito personal, independiente de la cuna o del éxito militar, y estaba pensado para aportar estabilidad a las caóticas circunstancias que con frecuencia acompañaban la desaparición de un emperador. Pero falló ante las ambiciones dinásticas de Majencio, el hijo de Maximiano, y Constantino, el hijo de Constancio Cloro. Esta crisis surgió apenas un año después de quedar constituida la segunda tetrarquía.
Tras la muerte de Constancio en 306, los soldados proclamaron Augusto a Constantino en Britania, saltando por encima de la designación previa como César y sobre todo del ya nombrado César de Occidente, Severo. Por si esto fuera poco, Majencio se proclamó a sí mismo Augusto, mientras Severo recibió también la promoción. Las guerras civiles consiguientes introdujeron una era de inestabilidad que recordaba la mitad del s. III y hundieron la innovación en la ineficacia. Menos de quince años después de su instauración, la tetrarquía había muerto.
Al mismo tiempo, el comienzo del s. IV presenció un nuevo brote de la persecución de los cristianos, la llamada «gran persecución». La inició Diocleciano mismo, al promulgar a lo largo de 303 y 304 una serie de decretos anticristianos. El primero se limitaba a separar a éstos de los privilegios de la clase senatorial y a la destrucción de libros y edificios. En el último, todos los cristianos eran obligados a ofrecer sacrificios a los dioses. Aunque fueron numerosos los mártires, otros muchos cedieron. La persecución continuó hasta el 311 cuando Galerio, poco antes de su muerte, proclamó un edicto de tolerancia. Tras seis meses de calma, su sucesor Maximino reanudó la persecución a finales de 311.
Mientras tanto, en Occidente, Constantino consolidó su poder frente a sus dos rivales: Severo fue eliminado en 307 por Maximiano y su hijo Majencio. Y este último fue derrotado en 312. La victoria de Constantino fue propiciada por las conocidas circunstancias que le llevaron a acercarse a los cristianos, si no a convertirse, y a promulgar en 313 el famoso edicto, por el que la cristiandad pasó a ser tolerada. Una serie de guerras civiles eliminaron a los demás rivales en el curso de los próximos seis años, de modo que quedaron solos Licinio en E. y Constantino en O. En 324, de resultas de un enfrentamiento entre ambos, Constantino derrotó a Licinio en Crisópolis, cerca del Bósforo; y así, hasta 337, Constantino quedó como único dueño de todo el imperio.
En las décadas siguientes a la victoria del puente Milvio, en octubre del 312, la cristiandad pasó de ser perseguida a ser tolerada, para después llegar a ser finalmente la religión oficial del estado a partir de 392, bajo el imperio de Teodosio I.

LA BIOGRAFÍA DE JULIANO

Juliano nació y creció en Constantinopla, a finales de 331, rodeado de este entorno histórico, es decir, mientras la balanza del poder se trasladaba del paganismo a la Iglesia. Para comprender su corto gobierno es crucial, por tanto, tener bien presentes estas casi tres décadas en las que el sueño de Constantino luchó por hacerse realidad. Los reinados de los hijos de éste, sobre todo Constancio (337-361), nos dan la clave de la evolución hacia el estado cristiano, que Juliano hizo todo lo posible por frenar.
Aquí no nos interesa estudiar el grado de sinceridad de la conversión de Constantino, sino la repercusión que las medidas políticas que adoptó tuvieron en el paso de una sociedad pagana a una cristiana. Algunas de ellas fueron inmediatas: favoreció a la Iglesia con exención de impuestos y subvenciones para reparación y construcción de templos. Dio jurisdicción a los obispos para algunos tipos de casos judiciales, por ejemplo la manumisión de esclavos. Cargos legales y causas judiciales contra los obispos debían ser tratados, no como antes ante tribunales civiles, sino eclesiásticos. Obispos que viajaban a concilios o volvían de ellos podían utilizar el correo público, que estaba normalmente reservado a los negocios oficiales.
En algunos aspectos Constantino no hacía nada nuevo garantizando esos privilegios, porque como pontifices maximi los emperadores romanos, desde Augusto, habían ejercido esos derechos en materias religiosas, dotando de recursos de todo tipo a los cultos de la religión oficial. Entraba dentro de la misma lógica, por tanto, que emperadores cristianos hicieran ahora lo propio con el cristianismo.
Pero en su conjunto estas medidas suponían sin duda un avance gradual del status del cristianismo respecto al que había tenido antes de la batalla del puente Milvio. No es que el paganismo dejara de estar presente en la vida oficial, pero esa presencia da la impresión de que no ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Cita
  3. Presentación
  4. Capítulo I El marco socio-político del enfrentamiento entre paganismo y cristianismo
  5. Capítulo II Las primeras reacciones en la literatura
  6. Capítulo III La primera oposición sistemática
  7. Capítulo IV La reacción del helenismo: porfirio
  8. Capítulo V Entre Porfirio y Juliano
  9. Capítulo VI El emperador Juliano
  10. Capítulo VII Incidentes posteriores
  11. Capítulo VIII S. Agustín y el kulturkampf de su época
  12. Capítulo IX Los últimos enfrentamientos
  13. Bibliografía
  14. Créditos