Etnografías nómades
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Etnografías nómades

Teoría y práctica antropológica (pos)colonial

  1. 182 páginas
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Etnografías nómades

Teoría y práctica antropológica (pos)colonial

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Etnografías nómades constituye una reflexión metodológica y filosófica sobre la etnografía a partir de la propia experiencia de campo de la autora durante trece años en la zona del "desierto" del noreste y conurbano de la provincia de Mendoza, y de una constante conversación teórica con la deconstrucción y la crítica biopolítica. A partir de ese ensamblaje empírico-abstracto considera y aborda la etnografía en tres dimensiones: la del texto, la del proceso y la de la experiencia.La autora sostiene como premisa central que la etnografía más que una herramienta es un "modo" cuya orientación la da no solo el posicionamiento teórico e ideológico del etnógrafo, sino fundamentalmente su sensibilidad, su estilo de relación, su manera de conectarse sensiblemente con el entorno de estudio. Es decir, lo que compete al orden de la experiencia, objeto central de análisis. En el orden textual y procesual, Leticia Katzer remarca la dimensión comunitaria y colaborativa del trabajo etnográfico mostrando cómo la etnografía define maneras de pensar y estar en-común que delimitan un espacio comunitario, un espacio político.Este libro es una apuesta a una etnografía que pone como eje de construcción la sensibilidad y la creatividad, ponderando el valor caminante de los espacios desérticos y nómades. La etnografía desértica, la etnografía nómade predica el valor de la huella, del rastro como ámbito fundamental de registro y construcción de saber.

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Información

Año
2020
ISBN
9789876918718

1. El espacio etnográfico en el secano del departamento de Lavalle

Los huarpes han sido un pueblo indígena considerado como “desaparecido” en las etnografías clásicas de las décadas de 1920 a 1960 (Canals Frau, Métraux, Rusconi, Vignati). Sin embargo, en esos mismos relatos abundan las ambigüedades y contradicciones registrables en expresiones como “sus restos vivos, aunque mestizados, han podido llegar hasta nuestros días” (Canals Frau, 1953: 375-376), entre muchas otras. A la par de estas afirmaciones, otro supuesto que ha circulado es que el colonialismo aniquiló por completo el nomadismo de las poblaciones indígenas, que eran “bandas de cazadores recolectores”, como es el caso de los huarpes. Además de la catalogación de progresiva e inevitable desaparición, la vivienda nómade/temporaria fue, en los registros etnográficos clásicos, blanco de imputación racista. Así se expresa un higienista mendocino de fines de siglo XIX: “La historia de la habitación se confunde hasta cierto punto con la historia de la civilización” (citado por Katzer, 2012). La vivienda natural, hecha “[sin] los requisitos modernos” es, siguiendo a Mariano Zamorano (1950: 97), “testimonio anacrónico” de una etapa superada. Al presuponer el autor la posible pérdida de esta, llama a la rememoración a través del registro etnográfico de los vestigios. En sus palabras: “Tratemos de preservar su recuerdo antes de su inevitable desaparición” (97; ver también Katzer, 2009b). En los relatos censales y etnográficos, las viviendas de los huarpes mestizos son descriptas como “chozas pajizas miserables” (Vignati, 1931) y “habitaciones pobres y rudimentarias”, en las que “cuatro estacas clavadas en tierra, unas ramas entrelazadas y un techo plano cubierto de barro constituyen toda su arquitectura” (Métraux, 1937 [1929]: 3). Ya Zamorano (1950: 93) había descripto las viviendas de Guanacache como “viviendas temporarias”, como “refugio transitorio, creación efímera, que no ha de sostenerse mayormente en el tiempo” (Katzer, 2015). También Carlos Rusconi (1962: 622) refiere a esta caracterización habitacional de tipo móvil. Les dedica un capítulo entero a los tipos de vivienda y refiere que “mucha gente del campo, sobre todo aquellas al cuidado de rebaños, pasan gran parte a la intemperie y duermen también cubriéndose con sus ponchos”. Estos atributos de la vivienda nómade de barro se oponen a la idealización de la vivienda sedentaria, “higiénica”, construida en ladrillo y hierro (Zamorano, 1950). Del mismo modo, para Zamorano (1950: 100) es “necesarísimo posibilitar el afincamiento del campesino, sanear los títulos y afincar a los pobladores en el espacio para garantizar la productividad continua y estable del campo y abordar la construcción de la vivienda sana, higiénica, confortable que pueda oponerse”. Milcíades Alejo Vignati (1931: 228) sostenía que “a pesar del empleo de nuevos elementos de construcción, la civilización europea moderna no ha llegado hasta allí […] salvo los trozos de alambre que han desplazado a los tientos de cuero, reflejan el aislamiento en que viven respecto de las necesidades de la vida moderna”.
El registro de viviendas móviles se hace patente ya desde los relatos de cronistas:
Sus casas son portátiles de pellejos y se pasan a la otra, donde vuelven a armar su ranchería […] son todos estos indios tímidos, pusilánimes, humildes y nada belicosos […] aunque por ser tan bárbaros y no tener lugar señalado, que cada día se mudan, no han entrado los predicadores evangélicos. (Ovalle, 1937 [1646]: 250)
Los registros etnográficos demuestran que el nomadismo como esquema y práctica cultural se actualiza y reelabora bajo formas múltiples y en múltiples áreas de la vida social (Katzer, 2010, 2013a, 2015). Las formas de sociabilidad nativas tienden a activar el nomadismo por sobre el sedentarismo de diversos modos y a través de distintas prácticas: los liderazgos familiares, “salir a cortar el rastro”, el desplazamiento residencial familiar, las campeadas y la rutina ritual-religiosa anual (Katzer, 2015).
Si bien la población huarpe se halla nucleada jurídicamente en doce “comunidades indígenas”, es necesario aclarar que no todas las familias forman parte de la organización formal; hay familias, que aun reconociéndose como huarpes, no forman parte del nucleamiento jurídico ni están empadronadas. Más allá de lo organizacional/formal, además de su adscripción étnica, ha logrado mantener la continuidad de residencia territorial por siglos en la zona conocida como secano. Para esta zona se calcula un total de cinco mil habitantes. El secano contiene tres distritos: Lagunas del Rosario, Asunción y San Miguel. Es posible observar un patrón de nucleamiento característico cuyos ejes de diseño están dados por los lazos de parentesco, que son los que determinan la organización y distribución espacial de las viviendas: “En las familias cuando vos sos chico te van regalando animales y los puestos se hacen cerca de la casa del padre” (F.G., 2008). El patrón de configuración de campos y de nucleamiento residencial representa la estructura de parentesco familiar.
La población se halla heterogéneamente dispersa en los puestos (vivienda con ramada y corral), que constituyen unidades productivas ganaderas y residenciales de familias nucleares. La distancia promedio entre los puestos es de 10 kilómetros aproximadamente. El puesto no constituye una unidad fija, sino más bien una unidad plástica, cuyas características de confección posibilitan su traslado. Así, los traslados residenciales de un puesto a otro, como desde un punto a otro, en articulación con la movilidad de los animales, se institucionalizaron y permanecen así hasta el día de hoy. El puesto como componente fundamental de la organización social del grupo fue la respuesta cultural que tradujo al sedentarismo las formas tradicionales de nomadismo (Katzer, 2009b).
La conexión de parajes y puestos se da por las huellas. Hay tres tipos de huellas: la medanada (de arena), el guadal (talco) y la cañada (greda). Cuando describimos el territorio del secano no podemos dejar de mencionar a los hermanos Juan y Daniel Ojeda, de la localidad Costa de Araujo, a unos 30 kilómetros del primer paraje del secano. Ellos son quienes se encargan de hacer el transporte en toda la zona. Son actores clave en el lugar, puesto que de ellos depende el servicio de movilidad de la gente entre el secano y la villa más cercana, con una camioneta F 100 y una Dogde totalmente equipadas para las travesías: con palas (por si el vehículo se entierra) y descompresor en el mismo motor (porque siempre hay que desinflar e inflar cubiertas). Son personas muy queridas en el lugar, puesto que forman parte de las rutinas de todos. Incluso se los invita a los cumpleaños.
Existen además pequeños poblados/parajes –caseríos de no más de treinta viviendas–, entre los que se destacan Lagunas del Rosario, Asunción, San José y San Miguel (antiguas reducciones). Estos núcleos residenciales colectivos se fueron construyendo y consolidando, según nuestros interlocutores, de la mano de la edificación de las escuelas en tales emplazamientos y funcionan como centros cívico-ceremoniales, en la medida en que presentan cada uno escuela, centro de salud o posta sanitaria, capilla y cementerio.
Con todo, particularmente en la zona del secano –que es donde se registra la continuidad residencial– la persistencia del etnónimo “huarpe” como forma identificatoria viene asociada al sentido de copertenencia con el territorio, lo cual en conjunto le da más fuerza categorial al motivo “nativo”. Para la gente del lugar, “nativo” es el que nace, se cría y muere allí; es lo heredado por los antepasados, lo de “nuestros abuelos”. “Acá nací, acá me voy a morir” (D.M., 2016), se escucha con frecuencia. También hay una identificación con los animales; por ejemplo, a determinada familia le dicen “los leoncitos” porque son “reariscos”; a tal otro le dicen el “pato”, al otro el “búfalo”, a otro la “cabra” (D.Q., 2016). Hemos podido registrar en nuestro trabajo de campo que la identificación de los nativos con la referencia nómade se expresa en la palabra “campero”. La figura de nómade coincide con la de “campero”: el que campea, el que sale a campear. “Salir a campear” es una práctica asociada tanto a la movilidad pastoril como a una rutina de vida. Con este mismo doble sentido, de herencia territorial/parental, “la arena” adquiere un particular valor. Según los nativos, es como la madre, es metáfora de madre: “La arena nos protege, nos protege del frío, del calor, de los vientos, uno mete la mano y hace una cuevita y es como el abrazo de la madre. La tierra para nosotros no es cualquier cosa, es como la madre” (A.P., 2016). Porque el campero “duerme donde lo pilla la noche”: hace un reparo en la ladera del médano y la arena funciona como cueva.
Salir a campear, andar en el campo en el desierto de Lavalle, no es solamente una actividad ganadera. Hay distintas rutinas, actividades y prácticas que son irreductibles al pastoreo animal. En primer lugar, ser campero es ser rastreador. Salir a campear es “salir a cortar el rastro”. Es la forma de interacción social posible en el monte, en el cual las distancias entre puestos van de entre 5 a 20 kilómetros y, por tanto, el contacto cara a cara es casi nulo. Constituye una práctica que delimita simbólicamente el espacio de movilidad social, creando un ámbito de identificación, interacción y comunicación social a través de las huellas que dejan las personas y los animales en la arena (Katzer, 2013a). Se trata de huellas de pisadas y olores. Así, son frecuentes comentarios como “le anda siguiendo el rastro”, “por acá pasó la Juana”, “por acá anduvieron las cabras del Ramón”. Es una práctica que activa la memoria, puesto que se trata de hábitos que en su repetición no solo actualizan y retienen en ella los saberes a los que se asocian (como la caza, las destrezas del campo, el mismo rastreo), sino que estos mismos hábitos operan como evocadores del recuerdo: su mismo relato al regreso de la jornada evoca relatos que envían a vivencias de otros y de los antepasados. Es decir, es una forma de socializar con el otro, implica salir a encontrarse con el otro, a través de sus huellas; es entonces salir a encontrarse con el espectro del otro, con el espectro de la itinerancia del otro, la huella que deja el otro caminante en su andar, en su campeada. Es socializar a través de los espectros. Cortar el rastro es registrar las huellas dejadas por la presa en la cacería, pero también es encontrar(se) en las huellas dejadas por otros en un espacio; es por tanto el rastreo el encuentro con los espectros del otro, el otro presente y ausente, vivo y muerto a la vez. Esa misma huella, la presencia viva de la ausencia de otros, activa las memorias y pone en acción los vínculos sociales.
“Buenos rastreadores” es una caracterización histórica de los huarpes, ya registrada en los cronistas:
Los indios de las provincias de Cuyo no son tan limpios ni cuidan tanto de hacer casa en donde vivir y las que hacen son unas chozas muy miserables […] no dejaré de decir una singularísima gracia […] y es un particularísimo instinto para rastrear lo perdido o hurtado… un hermano de los nuestros fue luego en busca de un guarpe, que así se llaman estos indios. (Ovalle, 1937 [1646]: 218-226)
También campear es una forma de conocer el mundo, una forma de activar la memoria y una forma de poner en circulación esos saberes, como las vivencias y experiencias de los antepasados. Por esto mismo, este “campear” no coincide, entra en contradicción con educativo formal, respecto de la forma, la metodología y el tiempo de jornada, que difieren entre sí en tanto formas de saber, estructura epistémica, positividades que desde esa estructura son delimitadas.
La falta de vivienda fija y dormir donde “te pilla la noche” son signos de prestigio, de fuerza, de capacidad y los atributos fundamentales que definen a un campero, el cual es a su vez un líder familiar. Los líderes (los camperos) son reconocidos como tales por sus destrezas en el campo –son los que más campean–, por su falta de vivienda fija y por el alto potencial mnémico que los identifica con vivencias y experiencias de los antepasados. El dormir “donde te pilla la noche” alude en el campo a la cueva que se hace en la arena para dormir sobre la montura. Mientras más campero y mejor rastreador se es, más prestigio y valor de líder se atribuye. Dice D.M. (2017): “En las campeadas dormimos sobre los pellones”. Los pellones los elaboran ellos mismos, artesanos en cuero y lana. Hay un puesto que se denomina Los Camperos, el cual hasta hace unos años, auspiciaba de sede de encuentro de camperos, por lo que recibía ese nombre. Hoy, algunos de los nombres que circulan como reconocidos camperos son Sayanca, Pablo Morales, Isidro González, Teodoro González, Josefa Pérez, Javier Azaguate, Teófilo Lucero, Manuel Villegas Aguirre, Pichón Oviedo, Pancho Báez, Lorenzo Pérez, Ramón Mayorga, Cipriano Fernández Guaquinchay, Perucho Fernández Guaquinchay. Como nombres de mujeres suenan Paula Guaquinchay, Rosa Guaquinchay, Martina Chapanay, Matilde Reta. En la actualidad, muchas mujeres que viven campo adentro son camperas.
Las campeadas constituyen desplazamientos esporádicos por parte de la población adulta asociada a su vez a los requerimientos de la actividad del campo, el cuidado de los animales y la caza. Puede ser individual o colectiva. La “junta de animales” o “campeada” colectiva (también llamada “pialada”) se realiza en abril. Es una actividad colectiva y masculina, a través de la cual se reúne al ganado para su marcación, señado y vacunación. La pialada consiste en enlazar las patas traseras o las delanteras para marcar al animal. Lo enlazan mientras están corriendo para detenerlo y tirarlo al piso. Cuando se determina la fecha para la recogida de ani...

Índice

  1. Cubierta
  2. Acerca de este libro
  3. Portada
  4. Prólogo
  5. Introducción
  6. 1. El espacio etnográfico en el secano del departamento de Lavalle
  7. 2. Nomadismo disciplinar: deconstrucción, hermenéutica genealógica y crítica poscolonial como matriz de abordaje etnográfico
  8. 3. Revisitas de la crítica cultural: antropología del desierto, antropología del nomadismo y espectrografía como propuesta analítica
  9. 4. Las etnografías como “textos”: una arqueología y una filolítica del saber etnológico/etnográfico
  10. 5. De la etnografía como “método” a la etnografía como proceso político y experiencia
  11. Epílogo
  12. Referencias bibliográficas
  13. Créditos