Prólogo
A los 14 años leí a Freud por primera vez. En esa época, llegaban al Uruguay unos libros de la editorial chilena Zigzag que costaban el equivalente a 2 ó 3 barras de chocolate pequeñas. Así, los jóvenes de entonces, pudimos leer a Panait Strati y, por supuesto, a Romain Rolland quien, con sus interminables novelas Juan Cristóbal y El Alma Encantada, terminaba por hacernos amar a personajes que nos enseñaban el valor de la verdad, la lealtad, la solidaridad y la justicia. Ir a la librería con algunas monedas en el bolsillo era una de mis diversiones predilectas. No sólo por las compras que hacía, sino también por las charlas con el dueño de la tienda, un viejo de 30 años, de pelo castaño y lacio, al que solía echar hacia atrás con gesto rápido, y lentes de gruesa montura negra. Este hombre, con quien conversé por lo menos durante 2 años, mencionó una vez a Freud. Yo escuché ese nombre y recordé que Julio Adín, un estudiante judío polaco que, perseguido por la policía de su país a causa de sus actividades políticas, había llegado al Uruguay en busca de refugio, hablaba de ese autor algunas veces. Yo no sabía si Freud podría llegar a interesarme, pero el hecho de que esas dos voces que yo respetaba coincidieran en los elogios, me llevó a comprar una obra de su autoría. El libro se llamaba Análisis profano. Comprarlo, leerlo y adorar a su autor fue toda una gran experiencia. Debería admitir que yo era un tanto idiota, pero, lo que corresponde decir, es que era una niña de 14 años que había descubierto algo importante que si no se hallaba en mí misma, quién sabe dónde...
Yo también tenía que ver con el consciente, el inconsciente y el superyó, ¿cómo nadie me había hablado de eso antes?, con tales cosas dando vuelta en mi cabeza, podía tirarme en la cama, mirar al techo y pensar, y eso es lo que hacía a menudo. Y así como en el pasado me había acusado de mis pecados, ahora me acusaba de la flojera de mi superyó.
Podía, además, sin necesidad de pedir perdón a Dios, tratar de ser mejor. Debo añadir que el libro era lo más claro, fácil e inteligible que he leído de Freud en mi vida. Lo importante fue que después de haber pasado mi primera infancia diciendo “quiero ser médica de locos”, después de ver un film de Claudette Colbert en que ésta, con todo su encanto francés, convertía a locos furiosos en santos de estampita, quise ser psicoanalista, sobre todo, después de escuchar a Julio Adín, que había hecho una disertación sobre la neurosis. Pero –y aquí surgen los indestructibles peros– para acceder a tales conocimientos debía ir a Buenos Aires. ¿Para qué explicar que en los años 1940, ninguna joven decente –o casi decente– se iba de la casa paterna hacia otra ciudad para aprender lo que fuera?
En mi casa dijeron “no”, y yo me inscribí en Derecho, que era donde se apuntaban los que no tenían la menor idea de lo que querían hacer en el futuro.
Ya casada, con una hija de 7 años, terminé la carrera con notas mediocres. Ejercí mi profesión, que finalmente me conduciría al exilio, con más responsabilidad que alegría, durante 10 años. Algo curioso en realidad, ya que defender a violadores y asesinos nunca llevó a las autoridades de ningún país a considerar que el abogado de tales delincuentes era violador y asesino.
Al abogado que defendiera presos políticos, en cambio, se lo consideraba tan culpable como al preso a quien defendía. En ese momento, se cruzaron dos cosas en mi vida, una relación matrimonial que empezaba a deteriorarse, y un país que se lanzaba a recorrer caminos de derecha nunca antes recorridos. Esto último no fue, por supuesto, lo que me llevó a consultar a mi primer analista, sino estas dos cosas a un tiempo. Alejarse de lo que se ama, dejar de amar, entraña un dolor cuya magnitud sólo conoce quien lo sufre. Los poetas lloran y escriben poemas llenos de sangre y de lágrimas cuando su amor no es correspondido. Pocos –uno de ellos fue Neruda– hablan de dejar de amar. El momento en que nos enfrentamos a esta pérdida es el más doloroso en relación con el tema. El vacío asusta, en aquel lugar donde estaba aquello que nos iluminaba y calentaba, ya no hay nada. Cuando amamos a quien no nos ama, ese lugar está habitado por la esperanza; cuando dejamos de amar, ese lugar queda vacío. Fue ese sentimiento, que me resultaba desconocido e inmanejable, el que me llevó a consultar a mi primer analista, Horacio Amigorena, un argentino que se había instalado en el Uruguay con su familia. A pesar de que todavía lo veo, cuando voy a París, a pesar de que han pasado casi 40 años desde que tuve contacto con él por primera vez, aún recuerdo la impresión que me causaron sus ojos, profundos y oscuros, su serenidad y la sensatez y autoridad que emanaba no sólo de sus palabras, sino también de sus gestos. A él le debo, si no la vida, la libertad. No era aquella época de castigar de acuerdo a leyes, sino de hacerlo conforme a los criterios personales de quienes mandaban.
Haría unos 4 meses que concurría a sus sesiones de análisis, cuando me dijo: “Le voy a decir algo que no corresponde a mi función como psicoanalista, pero la situación actual me obliga a hacerlo: usted ahora se va a su casa, toma las cosas más imprescindibles y se va a casa de una amiga, pariente, o quien sea. Una vez allí, reflexiona sobre la manera de salir del país”. Yo pensé que se había vuelto loco, esas cosas pasaban en la Argentina, no aquí. Pero, de cualquier modo, no me atreví a desobedecerlo. Fui a mi casa, tomé algunas cosas, le dejé comida al gato, un mensaje a mis hijas que estaban en el col...