Cuando las sirenas no eran las nuestras
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Cuando las sirenas no eran las nuestras

El relato desconocido de los bomberos de Madrid durante los mil días de la Guerra Civil

  1. 350 páginas
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Cuando las sirenas no eran las nuestras

El relato desconocido de los bomberos de Madrid durante los mil días de la Guerra Civil

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Índice
Citas

Información del libro

A las 4: 25 del 7 de noviembre de 1936, el ejército sublevado comienza a sembrar la muerte y la destrucción sobre Madrid. Cientos de bombas caen sobre la ciudad. Como centellas, coches de bomberos salen a atender múltiples avisos. La ciudad arde y las víctimas necesitan el socorro de un cuerpo de profesionales de la vida. Cuando las sirenas no eran las nuestras es la reconstrucción de la historia de los bomberos de Madrid durante la Guerra Civil. Un relato apasionante de personas que lo dieron todo por dignificar su profesión en tiempos enemigos del honor y la vida.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418261657

La guerra

6. El Alcázar de Toledo. ¿A qué vamos?

Los tambores de guerra ya se estaban acercando a la capital a una velocidad indeseable. Llegaban noticias de los asesinatos masivos que estaban efectuando los nacionales, sin dejar títere con cabeza entre obreros, campesinos, cargos políticos republicanos o de izquierdas, lo que no hacía sino aumentar el grado de odio y de tragedia ente los dos contendientes.
El grado máximo de crueldad de los sublevados se produciría en Badajoz. Al final de los combates y una vez rendidas las inexpertas tropas republicanas, se ejecuta a buena parte de los vencidos y se termina con un ejercicio de horror: en la plaza de toros fusilan a casi dos mil personas detenidas y recluidas en ese recinto. Una de las muchas páginas terribles, en esta ocasión del lado sublevado, que se producirían en esta guerra.
Al mismo tiempo que avanzaba desde el sur por Extremadura el ejército nacional, las llamadas columnas del sur, al mando del coronel Yagüe y el general Varela, que iban arrasando la frágil e inexperta resistencia miliciana, había una capital de provincia relevante que estaba oponiendo desde su Alcázar — academia militar — una feroz resistencia a las milicias republicanas. Bombardeada y atacada una y otra vez con apoyo artillero, desde sus ruinas resistían los militares sublevados, al mando del coronel Moscardó, y con sus familiares en sus sótanos.
El 19 de septiembre se recibió una llamada en la central de Bomberos por parte del delegado de Bomberos del Ayuntamiento de Madrid — similar a lo que conocemos ahora como concejal — para que se acudiese a Toledo a prestar un servicio.
Pero ¿qué clase de servicio?, se preguntarían sorprendidos los bomberos, y también el jefe de guardia. ¿A dónde vamos?, le preguntaba en el despacho de Imperial Pingarrón a Crespo en su lenguaje lacónico, pero lleno de incertidumbres. Era una pregunta retórica buscando respuestas que no le iba a dar su también perplejo compañero y formulada con la seriedad de quien no entiende nada de lo que estaba sucediendo. Su expresión era escéptica y resignada. Pero el mandato venía de arriba y había que acudir sin rechistar. Una orden política transmitida a la Corporación y que, en esos momentos de altísima responsabilidad y trascendencia para el país, había que cumplir.
El Comité de Incendios había tomado cartas en el control del servicio y adquirido una autoridad incuestionable además de intimidatoria en el desarrollo de los acontecimientos. Pero a su intención pretendidamente preventiva de identificación de los elementos desafectos a la República o peligrosamente cercana a los sublevados se sumaba la actitud de algunos bomberos del servicio con unos modos muy parecidos a los gansteriles. Las amenazas y la presencia de armas de fuego intimidatorias en los parques fueron habituales en esos días.
Ante esa situación, como diría posteriormente el jefe don Luis Crespo, uno de los supervivientes entre los jefes, no había más remedio que atender con disciplina y disimulado y resignado entusiasmo la solicitud del Ejército, compuesto en esos meses por milicianos más voluntariosos que eficaces, tan valientes como temerarios e indisciplinados en tanto no se formara el futuro Ejército Popular Republicano, EPR.
Luis y Eugenio tenían la cabeza llena de dudas y de miedos. Salieron a las 22:10 desde el parque tercero de Puerta de Toledo acompañados por la fuerza pública, una autobomba, un tanque y la escala; y desde el parque primero sale una camioneta con surtidores y cien metros de mangaje de setenta mm (el más ancho del que disponía el Servicio). Viaja con ellos el coche de los jefes con el director y el capataz Medina. También, cómo no, se desplaza Medalla como jefe del Comité, acompañado de David Serrano y alguno más. Habría que oír las conversaciones y las miradas entre bomberos, jefes y sindicalistas. Miradas, expresiones y silencios que hablaban por sí solos. ¿A quién de la autoridad militar se le habrá ocurrido esta idea de bombero?
La hora de salida era la más adecuada. Al fin y al cabo era «misión de guerra», según consta en los libros de registro de bomberos, y había que dar discreción y cierto secretismo al movimiento de tantos vehículos. Además, realizar el movimiento durante la noche también se debía a las incursiones y los ataques de la aviación rebelde, que cada vez con más asiduidad penetraban en el espacio republicano para bombardear objetivos militares como aeropuertos, posibles polvorines y columnas militares. Y una fila de vehículos de bomberos, con sus bronces brillantes y relucientes, sus escalas de madera coronando el depósito de agua, era un blanco muy deseado. No eran objetivos militares de primer orden, pero metidos en ambiente bélico, eran otros soldados más. Además, para mimetizarse mejor con la milicia, estaban sustituyendo el uniforme tradicional por el mono tipo miliciano, solo que complementado con cinturón, hombreras y casco.
Muy largo se tuvo que hacer el camino, porque a las 4:10 de la madrugada llamó el gobernador civil de Toledo preguntando por la tardanza en la llegada. El resto del Comité en pleno no tenía ganas de madrugar y fue al día siguiente a las once de la mañana. Volvió el jefe a las 22:00 del día siguiente y una hora después marchó Crespo para hacer el relevo en Toledo. Volvería a la tarde del día siguiente, con resultados negativos, al parecer.
En los libros no aparecen reflejados los trabajos realizados. Solo se menciona como «misión de guerra». Y apuntado en rojo, porque cuando se salía del término municipal de Madrid, se apuntaba en rojo; y es que estos telefonistas y estos jefes lo tenían todo pensado.
Es verdad que en esas fechas en Toledo estaban ardiendo numerosos edificios, sobre todo religiosos, y pudiera pensarse que iban de apoyo a los escasos bomberos toledanos para atender los incendios que asolaban la ciudad. Pero al parecer, y según trascendió de lo relatado por Crespo, quisieron tener una «idea de bombero» sin ser bomberos, un tanto peregrina y sin ninguna posibilidad de éxito.
Pretendían proyectar gasolina, a través de las mangueras de los bomberos, aprovechando la presión de las bombas de los vehículos y rociar a gran distancia a los defensores para luego incendiar el combustible. De ahí el hecho de acudir con tantos metros de mangaje. Como si fuese un lanzallamas de gran distancia.
Hacía poco tiempo que se habían cambiado los mangajes y sustituido los antiguos y obsoletos de cuero por los nuevos de lona, más ligeros y resistentes, pero en modo alguno preparados para el líquido combustible con el que se pretendía sacar a los defensores. Entre muchas razones, decía Crespo, porque se salía el líquido combustible por los empalmes o racores. Las instalaciones no quedaban estancas y además los mangajes tenían a veces chisperos, pequeñas roturas o rasgados que hacían salir un hilo pequeño de agua. Pero, obviamente, no era lo mismo una fuga de agua que una fuga de gasolina. Y otra cuestión fundamental era que los materiales metálicos no eran antideflagrantes, por lo que una sola chispa haría saltar por los aires a los propios vehículos de bomberos.
La realidad de esos hechos queda reflejada en las fotografías en las que se puede ver cómo los milicianos tienden el mangaje en los soportales interiores del patio del palacio de Santa Cruz, sobre una atarjea o pequeña zanja corrida, se supone, para recoger la gasolina que se pudiera filtrar por los racores o fisuras. Mijaíl Koltsov, personaje estalinista tremendamente influyente en el frente republicano, y verdadero comisario político del Quinto Regimiento, escribe en su Diario de la guerra de España[4] que uno de los desesperados proyectos para rendir a los sublevados eran «cisternas de bomberos llenas de gasolina, con las que empezaron a rociar; se quemaron las cisternas y los servidores».
Otro elemento que da fe de los intentos de convertir el equipamiento de extinción de incendios en precisamente un provocador de incendios se encuentra en el documento de un bombero, José Horcajo. En el expediente sumarísimo del bombero sindicalista David Serrano Juan acusa a este de ser instigador junto al coronel responsable de las fuerzas republicanas en Toledo de acometer esa iniciativa tan peregrina. Incluso afirma que el tal Serrano se subió en solitario a alguno de los tejados cercanos al Alcázar, con el surtidor para lanzar el combustible, acusando de cobardes a los bomberos de la dotación que no secundaban su acción. Evidentemente, esos bomberos y sus superiores sabían lo descabellada y peligrosa que era la idea y no aceptaron asumir u obedecer la orden.
Los trabajos duraron todo el día. Volvieron de noche para no ser blanco fácil de la aviación rebelde.
No consiguieron rendir a Moscardó, que aguantaba entre las ruinas del edificio, cañoneado y bombardeado con solo una de las torres en pie de las cuatro de la fortaleza. Las propias ruinas se habían hecho inexpugnables. Un valladar de piedras en talud hacía extremadamente difícil el avance. Mientras, Franco había decidido parar la marcha en línea recta sobre Madrid y desviarse desde Talavera hacia Toledo, conociendo el asedio al que estaban sometiendo a las tropas de Moscardó. Fue un gran golpe de efecto moral entre los suyos y de gran impulso a su imparable camino al liderazgo único de los golpistas. Por esa razón, los milicianos y militares al mando trataron de usar cualquier método o forma de destruirlos, de rendirlos, y no se les ocurrió otra cosa que utilizar los medios de extinción del fuego como método de provocación del mismo.
No se quedarían tranquilos, porque el 25 de septiembre, y esta vez a plena luz del día, a las 12:30 volvió a salir el servicio para Toledo. Volvieron de madrugada y, ¡nuevamente!, Pingarrón volvió a intentarlo esa noche. En esta ocasión, ya eran conscientes del peligro tan cercano al que se exponían, y deprisa y corriendo retornaron al amanecer del día 26, cuando los cañones y los disparos del ejército sublevado se cernían sobre Toledo. Fue un fracaso.
Como anécdota, alguno de los bomberos enviados directamente abandonó la columna de los bomberos y se unió a los milicianos allí apostados para tomar un arma y disparar y contribuir así al acoso a los sublevados. ¡Un bombero convirtiéndose en miliciano estando de servicio!
Como todo el mundo sabe, el Alcázar no cayó en manos republicanas, y el 27 de septiembre, un día después de la última estancia de los bomberos, fue liberado por las tropas de Varela, lo que supuso un golpe de efecto moral para los sublevados, y también un tremendo impulso al liderazgo de Franco, que retrasó el ataque a Madrid unos días.
Dicen los estudiosos e historiadores que ese retraso en su avance hacia la capital de España fue fundamental para la preparación de las defensas de Madrid por Miaja y su eficaz mano derecha, el comandante Vicente Rojo. De no haber parado en Toledo, la batalla de Madrid sin lugar a dudas habría tenido otro cariz.

7. El frente se acerca

Un cierto nivel de precariedad se va instalando en la vida de Madrid, y los bomberos no son ajenos a ella, lo que se refleja en el mantenimiento del equipamiento. Empiezan a escasear elementos básicos y la primera idea que surge es apelar a la solidaridad. El Comité de Control emite una orden para que todo aquel que disponga de dos guerreras de paño o traje de gala entregue una de ellas al almacén para tener reposición para el colectivo en general.
Las bajas que sufre el Cuerpo por el número de movilizados, miembros del Comité de Control «liberados», asesinados por la represión del verano y muertos en el frente, junto con los cuatro bomberos que no han vuelto de vacaciones (definitivamente), sorprendidos geográficamente en los días del golpe de Estado en el territorio controlado por los rebeldes, suponen una merma muy importante en las dotaciones de los parques a comienzos del último trimestre del año 1936.
A esto hay que añadir que, desde mucho antes de la guerra y como norma preventiva muy adelantada a su tiempo, se disponía de retenes en la Exposición del Retiro, en el Museo Municipal y en el Museo del Prado. Además, como medida de seguridad y ya desde los primeros años del siglo, también se enviaba a los teatros madrileños un retén durante la función. Es verdad que esos servicios son atendidos por bomberos veteranos y de la brigada auxiliar, pero a partir de los peligros que se cernían sobre Madrid van a tener un papel muy importante en la prevención que necesitan estos edificios tan singulares, sobre todo por el valor incalculable que atesoraban.
En los parques hay turnos que se han quedado sin mandos y deben ser los bomberos veteranos los que se hagan cargo de la organización, tal como viene escrito en el reglamento vigente. En la jefatura solo quedan tres jefes: el arquitecto Luis Martínez, nombrado accidentalmente jefe interino, y dos jefes de zona, Pingarrón y Crespo, que día sí, día no, mandaban sin mandar y organizaban sin organizar, con el permiso del Comité de Control, claro. Organizaban como podían las dotaciones y los siniestros a los que acudían en donde su implicación, experiencia y profesionalidad les servía de salvoconducto para eliminar sospechas y salvarse de las miradas que, por el simple hecho de ser jefes, fijaban en ellos los bomberos resentidos para convertirlos en sospechosos.
El mes de octubre fue el mes de los miedos y de los silencios. Durante agosto y septiembre se había asistido a un vertiginoso desarrollo de acontecimientos traumáticos, desoladores, que además de diezmar al servicio intimidaba de forma tajante a todo el colectivo neutral. Las conversaciones se tenían que sobreponer a los silencios distantes, y no se podía cometer ningún error para evitar ser encasillado y alimentar posibles acusaciones basadas en la sospecha o viejas rencillas.
El Comité seguía dictando órdenes. El 22 de octubre, todo el personal debía estar en el parque primero a las 10:30 para asistir a la asamblea. Allí dictarían sus instrucciones u órdenes. Una de ellas es que cuando vaya al parque el coche del Comité de Sindicato Único de Obreros y Empleados Municipales se le facilite gasolina de la que únicamente se permitía repostar a los vehículos de bomberos.
Mientras tanto, se seguían atendiendo todos los servicios que requerían los ciudadanos. Madrid intentaba funcionar normalmente en su vida diaria, con las circunstancia...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Introducción. La lápida
  6. Los nueve
  7. La guerra
  8. Bomberos después de la guerra
  9. Epílogo. Levantar el vuelo
  10. Referencias documentales
  11. Anexo fotográfico
  12. Mecenas
  13. Contraportada
  14. Otros libros publicados