Mi hermano
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Mi hermano

  1. 360 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
Citas

Información del libro

Tras la muerte de sus padres, los hermanos de Miguel, un hombre de cuarenta años con síndrome de Down, deben decidir quién cuidará de él. Y es el mayor de los dos varones, un profesor universitario divorciado y misántropo que se ha mantenido alejado de su ciudad natal durante años, quien sorprende a sus hermanas ofreciéndose a asumir la responsabilidad. Miguel es apenas un año menor que él, y el recuerdo del afecto y la complicidad que compartieron en la infancia lo lleva a creer que la nueva situación podrá salvarlo de la apatía en la que se encuentra sumido y redimirlo del prolongado distanciamiento. Sin embargo, compartir la vida cotidiana con Miguel acarrea problemas inesperados, y el silencio de la antigua casa de campo familiar, perdida en una aldea remota y solitaria del interior de Portugal, lo confrontará de forma insoslayable con el pasado y la compleja relación que lo une a Miguel. "Mi hermano" es una novela conmovedora y bella que huye del sentimentalismo para ofrecernos un retrato lúcido del amor fraternal.Premio LeYa 2014""Mi hermano" no pretende dar respuesta a ninguna pregunta, pero sí hacerte pensar y entender lo que es sufrir por amor; y lo logra gracias al talento literario y la mirada profundamente humana de su autor".Mário Garcia, "Brotéria"

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788418370052
Categoría
Literatura
Esto va a pasar en el Tojal. El Tojal está cerca de Arouca y lejos de todas partes.
Cruzamos las montañas y es agradable deslizarse con el coche por el asfalto entre los barrancos. En esto hay impunidad. Además, no tenemos compromisos y vamos a toda velocidad por la vida y por la carretera estos pocos días que son sólo para nosotros dos y en los que seremos libres.
Las montañas, como dioses, beben agua directamente de las nubes. Y se mojan como dioses. Pero no nos importa que a nuestro alrededor las nubes se abracen a la cima de los montes. Nosotros tenemos la carretera, una carretera cuarteada por los márgenes, gastada por la falta de uso y por el paso del agua.
Que no nos acordemos del orden vertiginoso izquierda-derecha-izquierda y que todo sea una sorpresa nos hace parecer tontos, sobre todo porque tampoco han pasado tantos años. ¿Cuántos años han pasado?
Al trazar la curva no hay nada excepto precipicio. Me acuerdo de mi padre diciendo que ni el alma se salvaría, apresada entre los hierros del coche y mezclada con la basura que la gente tira por el despeñadero. Es fácil imaginar el escalofrío, el alma destrozada entre el metal y los electrodomésticos.
Pero es un paisaje sano. Montes en varios tonos de verde y poco más. A veces cruzamos alguna población, pero eso no tiene importancia: ya nadie vive aquí. Todo está desierto y hueco.
(¿Cómo describir ahora los árboles? ¿Se quedan en «varios tonos de verde y nada más»? Las montañas, así, de piel lisa y ondulada, parecen una mujer desnuda, pero en verde. Y encima, no sirven para nada. Mejor será esconder totalmente mi ineptitud para escribir y proseguir).
No nos entusiasma demasiado este viaje. Observo la actitud aprensiva con la que mira el paisaje, como un animal cada vez más acorralado. El olor a eucaliptus y el chasquido de ramas bajo las ruedas, el azul que aparece entre las montañas y las nubes. Cosas así a nuestro alrededor y nosotros en medio sin verlas. Y el miedo de que los años se hayan posado en la casa como en un banco viejo. Seguro que está en el mismo sitio, pero no de la misma forma, como la gente, que es la misma en el tiempo, pero nunca igual.
Es mejor que nos paremos. Freno el coche y le pregunto
—¿Mareado?
—No, no…—responde con una sonrisa.
Arranco y le doy la mano porque sé que también tiene mis miedos y quizá piense lo mismo que yo y puede que hasta sienta la misma nostalgia. Seguro que siente la misma nostalgia. Somos parecidos de modos diferentes y, dadas las circunstancias, esta semejanza es sorprendente. La sangre, cómo nos une y separa en un mismo flujo.
Después de Ponte de Telhe, un puente de la época de la reina María cruza el Paivô. Por debajo, el riachuelo es un ojo de gato, de tan transparente. Llega de no se sabe dónde por entre los barrancos y desaparece en un recodo casi sin haber existido. Continúa en un hilo hasta desembocar en el río Paiva.
Esta zona de Portugal está hecha de esquisto y hasta el ruido de los pasos hiere. Es duro vivir aquí agarrado a un minúsculo pedazo de tierra, a ver si da algo para comer. Y la gente se entrega, lo da todo de sí misma con la azada en el campo. De alguna manera, la piedra se vuelve fértil y de vez en cuando recompensa con algo: coles, maíz, patatas. No sorprende que la gente de esta zona se parezca a los mujiks de Tolstói: no construyen isbas, pero son lo mismo.
Después de Ponte de Telhe y antes del Tojal sólo hay una casa, que da a la carretera, y no es exactamente una casa. Vivía allí un viejo que, además de beber, se pasaba la vida en la ventana.
Cuando murió, dicen que de pobre, mi padre y yo entramos en la casa y se nos cayó encima como una losa: era un espacio pobre con una ventana pobre. Todo estaba de cualquier manera, como el viejo lo había dejado. Una herrada de leche en un rincón, una mesa de madera donde reposaba un cuchillo sucio de borona húmeda, polvo por las esquinas, puñados de borra, bolsas de plástico junto a una silla tumbada, una cama por hacer después de que el hombre se hubiera despertado muerto, y solo. Un martillo en otra mesa llena de recortes de revistas y periódicos que empezaban por la palabra «Portugal».
(P. reparte juego en el fútbol.
P. sin luz por San Juan.
P. vuelve a los mercados.
P. hace temblar la Zona Euro.
P. regresa al club de la bancarrota.
P. en recesión, portugueses deprimidos.
P. sale de los mercados.
P. sube en el club de la bancarrota).
En el suelo, junto a los recortes, una lata herrumbrosa de Alcimar Azeitonas de Conserva. Un paraguas colgado de la viga maestra y también un salero y un espejo tirados cerca de la cama. No nos atrevimos a abrir la nevera, la dejamos cerrada como una caja de sorpresas porque la sorpresa es que la caja permanezca cerrada.
(Fue mucho peor que todo eso, de ahí que me acuerde del viejo borracho cuando no viene a cuento. El hedor de las sobras de comida era inimaginable, sólo por eso no se le debería llamar naturaleza muerta, sino naturaleza evidentemente muerta. Los recortes de Portugal se mezclaban con la putrefacción. El papel en la carne y la carne en el papel. Creo que el viejo murió porque no había entregado la vida a la azada y a la tierra, y por eso la azada y la tierra no se la devolvieron).
Pasamos esta última casa antes del Tojal y dejamos al viejo. ¿Será que también se acuerda?
—Hace muto tempo…—responde.
Y me quedo sin saberlo. La pregunta «¿Te acuerdas?» puede asociarse a la idea de pasado y nunca es un error decir del pasado que fue «hace mucho tiempo». Quiero pensar que sí, que se acuerda. Pero recordar no es suficiente, lo esencial de la memoria es la relación afectiva que mantenemos con ella y eso ni siquiera me atrevo a comprenderlo. Nunca conseguimos hablar de temas abstractos. Dejé de insistir, aunque la verdad es que nunca me empeñé demasiado. Porque ¿para qué? ¿Para humillarnos?
(Y, además, yo tampoco sé qué es la esencia de la memoria. Quedémonos con la sospecha de que no se acuerda, aunque no lo asuma con mayúsculas).
Mientras, obviamente ya me ha soltado la mano y ahora dormita. La mano es áspera. La boca se le abre y la lengua le pende casi hasta el mentón, casi hasta por debajo del mentón. Una lengua que parece muerta pero que se mueve. Le toco el hombro porque me da miedo que se la muerda con un bache del coche, y él se despierta con aire de cosa mal acabada. Le digo «Estamos llegando».
En la carretera, al fondo, un grupo de mujeres enlutadas recoge unas bolitas rojas que sobre el negro de los vestidos parecen gotas de sangre. Y charlan y cantan y se cansan cogiendo madroños. Después hacen aguardiente, lo meten en viejos frascos de vidrio grueso con defectos—burbujas, reflejos verdes—y se lo dan a los maridos.
(Los maridos, que beben y las zurran porque ellas les dan motivos para que se emborrachen y les peguen. Beben conforme a sus vidas circulares).
Hay dos viudas, una de ellas con un pañuelo blanco en la cabeza y un bastón. Tiene aire de curandera, una figura extraña hoy en día. No usa el bastón para apoyarse, sino para golpear a las otras cuando no hacen lo que ella quiere. Y les pega de verdad, hasta doblar el palo con placer, puede que excitándose con el zumbido en el aire. Seguro que le gustaría darles en la planta de los pies a la hora de vísperas.
Me paro y pregunto
—¿Están recogiendo madroños?
La del bastón responde. Las otras la observan mientras gira el bastón con los dedos como si fuera una moneda después de una apuesta, cara o cruz, suerte o desgracia.
—Sí, claro. ¡Es la época! Pero esto ya no es como antes. ¡Antes los madroños eran buenos! Ahora…
El pueblo insiste en desdeñar lo que tiene como muestra de modestia. El madroño es excelente y, siguiendo la carretera, los hay a puñados por todas partes, como luces en una feria.
Señala con los ojos el muerto, ya ha dejado de hacer girar el bastón, y pregunta
—¿Qué le pasa…?
(Esos ojos azules de por aquí, que husmean y se relamen muertos de curiosidad y ansiosos por saber qué pasa a mi lado, quién está conmigo. Casi estoy tentado a confesarlo todo o a lanzarle un «Olvídese, la cosa no es tan grave». Y, de hecho, no es tan grave, pero ¿para qué darle confianza?).
No contesto. Acaricio el volante con las manos. Lo aprieto. Observo el bastón.
—¿Me da unos madroños? Para tener postre cuando lleguemos a casa.
La más joven mete las manos sucias en un cubo de plástico y empieza a gotear bolitas en una bolsa. El olor de los madroños entra por la ventanilla del coche.
Sin más, arrancamos y veo por el retrovisor que la mujer del bastón se nos queda mirando en medio de la carretera. Después cruza los brazos muy por encima de la cabeza, en un gesto que no sé explicar, y grita un «¡Ea! ¡Ea!» que le sale como un ritual o una danza, pero sin mover la cintura. No sé qué es, pero me lo tomo como si fuera una maldición. Tal vez esté arrepentida, no tenía por qué preguntar «¿Qué le pasa…?».
Las curvas, las piedras, los árboles y las cuestas estimulan la memoria. Surge una vida que va más allá del agua que se escurre por las rocas, una vida que es una ansiedad. Como un hombre que mira a una mujer, pero la mujer no se ofrece ni nada. Simplemente se deja observar.
Cuando ve las últimas curvas, cuando reconoce el tendido eléctrico que cruza de monte a monte, se revuelve en el asiento y se friega las manos y rechina los dientes. Quiere quitarse el cinturón de seguridad. Después se rasca la cabeza y ya sé que, si no hago como que me detengo, la cosa irá creciendo en espiral, y puede que acabe en llanto.
Le doy otra vez la mano. Se la aprieto como antes he apretado el volante, quiero guiarle la nostalgia.
—Hace muto tempo… ¡Muto! ¿Verdá?—me pregunta.
—Sí, ya estamos llegando. Calma. Ya llegamos—conviene usar frases cortas.
El Paiva aparece después de la última curva, y en la cima, como una corona en la cabeza de la montaña, el pueblo del Tojal. En total, una calle con casas a los lados y en el medio. Todavía se puede ver el surco de los carros en el empedrado. El musgo cubre el umbral de las puertas por donde ya nadie entra. Una o dos tablas tiradas a un lado. Algunos gatos que viven entre las ruinas. Nada más.
De las catorce casas de piedra, diez están abandonadas, tres pertenecen a los únicos habitantes del pueblo, una pareja de campesinos y su hijo, y la decimocuarta—la última después de la iglesia, a la izquierda—es la nuestra.
El Tojal no es mucho más que esto. La señora Olinda está frente a mí con la mano en la cintura, casi metida dentro. Quieta, todavía no se ha dado cuenta de que los de dentro del coche somos nosotros. Nos mira ladeando la cabeza, como un pájaro. No se aparta, pero un poco después el movimiento del cuerpo dice que sí, que ya nos ha reconocido. Grita «¡No me lo puedo creer!». Ha envejecido y no usa sostén. Mantiene un aspecto recio mientras se estremece entera. Los brazos de abajo arriba, la barriga le bailotea, los pechos de frente apuntando hacia nosotros.
(La rusticidad es una forma de incomprensión y yo creo que así, sin sostén y espiritada, la señora Olinda se corresponde mejor a lo poco que la conozco. De hecho, no sé si usa sujetador, sólo que el tejido deja entrever lo que de otro modo no sería perceptible).
—¡Ay, pero si no venían nunca! Para ahí, deja ahí el coche que voy a llamar a mi Aníbal. ¡Aníbal, ven a ver! No llamo a nuestro Quim, que hoy está mal, pero bueno. Está en la habitación. En la cama… ¡Aníbal!
El marido no aparece, debe de andar por esos sitios a los que han dado nombres como O Cabo do Lugar o A Beira de Lá.1 Estoy contento de verla, pero sobre todo quiero ver la casa: envolverme en ella con la ternura de dos amigos que se reencuentran.
—Pero ¿y qué han venido a hacer a aquí? Y este Aníbal, que no se entera de nada. Os voy a dar lechugas, que tengo y con este tiempo están bien fresquitas. ¡Ay, pero si no puedo creerlo, ven a darme un beso!
Y mete la cara llena de pelos por la ventana.
(Por la cosa de la distancia social, nunca me había dado un beso. Ahora que me lo ha dado, en vez de distancia hay un reguero de baba que se me escurre por la mejilla. Me la limpio con la manga).
Le digo que hemos venido a matar no...

Índice

  1. Cubierta
  2. Mi hermano
  3. ©
  4. Notas