Atrapados en el umbral
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Atrapados en el umbral

Una novela que nos acompaña por un recorrido por la Valencia literaria

  1. 210 páginas
  2. Spanish
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Atrapados en el umbral

Una novela que nos acompaña por un recorrido por la Valencia literaria

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Maurice Clichy, profesor de literatura española de una Universidad francesa, encuentra en una librería de Montmartre una publicación sobre el imaginario de Valencia. Dentro de un libro, encuentra unas cartas que el profesor adquiere en una librería de viejo. Esta correspondencia le remite a la capital del Turia tras la pista de unos sucesos de finales del siglo XVIII en la iglesia de San Nicolás, a raíz de su decoración pictórica recientemente restaurada.Clichy decide viajar a Valencia para emprender una ruta literaria por sus calles. Un periplo que se convierte en un sorprendente diálogo con la ciudad y un encuentro con su gran tesoro cultural. El espacio urbano convierte su aventura en un camino de reflexión sobre la condición humana.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418552038
Categoría
Literatura
VIII
La luz del exterior penetra tamizada a través de las grandes cristaleras del comedor del hotel y hace más confortable su estancia. Pienso en la velada de ayer, mucho más larga de lo que había previsto en un principio. Al menos sirvió para descifrar algunas incógnitas que venía sospechando desde un primer momento. La lectura de ciertos legajos del archivo de San Nicolás ha sido concluyente para aclarar mis dudas. Tenía razón Chirbes, esta ciudad hay que descubrirla. Resulta extraño, pero no sabría decir las razones por las cuales Valencia oculta demasiado su verdadera identidad. Tras ordenar mis papeles los he guardado cuidadosamente en mi portafolios de trabajo.
Hoy salgo a la calle más tarde de lo habitual. El rumor de la fuente y los cisnes broncíneos parece más intenso, será porque la plaza está más silenciosa. Dejo atrás la plaza de la Virgen y sigo calle Caballeros arriba. Al llegar a la confluencia con la calle Quart tuerzo por la Bolsería. Sin darme cuenta me encuentro inmerso en el vía crucis que recorrían los reos hacia el suplicio, la forca del Mercat, lugar de ejecución frente a la Lonja de la Seda. Josep Lozano narra en El mut de la campana esta volta dels condemnats a través de la mirada del dominico Bernat Crestalbo, emulando el camino del calvario para terminar en el patíbulo. Sentado en la terraza de uno de los bares de la zona, observo un ambiente animado alrededor de unas tapas y unas copas de cerveza, algunos de ellos turistas que frecuentan el Mercado Central y la imponente Lonja de la seda. Algún que otro ejecutivo toma un pequeño bocadillo negociando, imagino que con algún cliente, el cierre de una operación comercial. Un hombre y una mujer que, por su aspecto, ya han superado los sesenta años, picotean plácidamente unos emparedados. Por su indumentaria, muy deportiva, poco usual aquí a esas edades, su tez muy clara y su cámara de fotos encima de la mesa deduzco que no son de la tierra. Por intuición me dirijo a ellos en francés y para mi sorpresa son de Alsacia, en el Alto Rhin. Les encanta el Mercado Central, el colorido de los productos tan atractivos y sabrosos que se muestran en los puestos de venta. Solo el trasiego de gente, entrando y saliendo, ya es motivo de distracción desde este tranquilo aposento, dicen. Lo mejor, quizá, para ellos y para mí, sea el placer de estar sentado en una terraza al aire libre con una temperatura tan agradable en pleno mes de noviembre. Impensable en nuestros lugares de origen. No siempre es así si leemos a Miguel Herráez cuando escribe que siempre le ha atraído la Valencia menos sorollesca, la menos azoriniana de las posibles, que tampoco es la de Blasco Ibáñez, ni la de Max Aub, ni la de Manuel Vicent. Yo añadiría que ni tan siquiera la de Martí Guillamón en sus relatos evocadores. Casualmente lo he comprobado estos días. Bajo la lluvia, Valencia se transforma en una ciudad introvertida, a veces apagada, aguardando impaciente la luminosidad que el aguacero ha secuestrado.
No lejos de mi aposento, contemplo el perfil barroco del campanil reloj, triangular y vistoso, que remata la iglesia de los Santos Juanes, tan italiana y borrominesca unas veces y tan similar a la obra de Bernini otras, sobre todo en el tabernáculo de la Virgen del Rosario en la fachada tan teatral de la plaza del Mercado, cuyos ángeles orantes nos recuerdan a los que esculpió el genial artista napolitano. Los trazos de esta torrecita se asemejan al campanile del convento de los Filipenses, o al de la iglesia de los trinitarios españoles de San Carlino alle Quatro Fontane, ambos en Roma. Hace unos años tuve la ocasión de comprobarlo en un viaje a la ciudad eterna siguiendo la ruta de las iglesias que inspiraron el barroco de la Contarreforma española. Una exaltación en toda regla contra la austeridad de una Reforma protestante que deseaba suprimir el culto a los santos, a la Virgen María, a los milagros, pero ante todo al papel de supremacía terrenal y espiritual de la Iglesia. En toda esta premeditada escenografía, la dependencia de los modelos italianos es evidente en el interior de los Santos Juanes, cuya disposición decorativa me recuerda a sus fuentes originales en San Pedro del Vaticano, en San Juan de Letrán y desde luego en los óvalos pictóricos de los arcos que pude apreciar en Santa María in Vallicella, en el Corso Vittorio Emanuele. Fijo la vista en la veleta. La bola y el águila sanjuanista sujetando el tintero con el pico sobre el campanile valenciano, adquieren una tonalidad oscura por el contraluz en el cielo azul, exultante y mediterráneo de la tarde. Al penetrar en su interior me asalta la impronta de un pasado opulento de lujo y fascinación. De algo que fue y hoy intenta transmitirnos su antiguo esplendor. La luz entra desde los ventanales medievales para ser acogida en un ambiente barroco. Es la misma luz la que parece viajar a través del tiempo, un tiempo reconstruido para un interior restaurado desde que la ceguera y la sinrazón desearan borrar en 1936 la suntuosa estética que plasmaron los maestros italianos Jacobo Bertessi y Antonio Aliprandi. La espiritualidad y el silencio rebosan ahora olvidando un pasado agitado y turbulento.
La profesora e investigadora Pilar Pedraza nos recuerda que en Valencia siempre se ha vivido con especial intensidad esa cultura de lo efímero, de la teatralidad en todas las celebraciones sacras, profanas y mixtas. Insisto en que esa herencia es decisiva para conocer determinados aspectos del carácter valenciano actual y sus manifestaciones festivas. Carlos Aimeur en su obra «Bonaventura. Sangre, cólera, melancolía y flema» incorpora la espectacularidad de la fiesta barroca al recrear las celebraciones por la finalización de los trabajos pictóricos que Antonio Palomino realizara para la Real Parroquia de los Santos Juanes. El personaje de Bonaventura relata que sería la última gran fiesta de la ciudad antes de su toma por el poder borbónico. Imagino Valencia entera adornada de una representación fugaz, pasajera, de ramos de pólvora, antorchas, luminarias, enanos con grandes llamas, fuentes y altares que adornan cada esquina, convirtiendo la ciudad en un gran escenario carnavalesco. En la actualidad, este gran espectáculo urbano, aunque profano y dotado de una estética diferente, solo es comparable a las Fallas. Esta gigantesca carnestolenda es retratada de una manera hiperbólica por Amadeu Fabregat en Assaig d´aproximació a Falles Folles Fetes Foc. Nunca he vivido esta fiesta, pero el empleado del hotel, en nuestras breves conversaciones, me comenta que es desbordante. La urbe va paralizándose casi con un mes de antelación hasta los cuatro días de éxtasis final. A partir de un conjunto de metáforas y alusiones fantásticas, Fabregat nos presenta un marco enloquecido y agobiante por un aluvión de imágenes festivas que convierten Valencia en un plató caótico y disparatado. Estoy convencido de que la finalización de una obra de arte de tipo religioso, como relata Aimeur, no encendería ni movilizaría hoy la ciudad como lo hiciera en su día la bóveda de Palomino. En cambio, Jesús Oliver, el héroe de Joan F. Mira en Els treballs perduts se queja precisamente de su destrucción en 1936 al evocar el día de su bautizo. El ambiente de su interior no podía ser más triste. Un templo ennegrecido y roto que ya no podía mostrar con orgullo su apoteosis de la Gloria celestial convertida en nubes llenas de hollín. En palabras de Mira, «una colla de desgraciats» había sido capaz, con su ofuscación incontrolada y absurda, de destruir lo que una ciudad entera conmemoró en su día con los fastos que describe Aimeur.
No creo que el sosiego del enclave donde me encuentro fuera el mismo si presenciáramos el horrendo espectáculo al igual que el pequeño Bernat cogido de la mano de su madre. Los cadáveres ingrávidos y putrefactos que se movían a merced del viento con la naturalidad del bullicio matinal de los puestos entoldados. Sus recuerdos de infancia sobre la plaza del Mercado no nos dejan indiferentes. La visión atroz para los ojos de un niño de diez años forjaría una huella imborrable. Tras el ajusticiamiento, los cadáveres permanecían colgados en la horca. El hedor de su putrefacción se mezclaba con la pestilencia del pescado en venta. La plaza del Mercado se convertía así en un lugar donde convivían de manera habitual y simultánea la vida y la muerte, el impulso vital y la destrucción, ambos simbolizados por el alimento, soporte de la existencia humana y la aniquilación del propio ser. La evocación de Bernat Crestalbo años después sobre aquellas figuras livianas envueltas en una nube de moscas verdes, constituye toda una metáfora de la inevitable pulsión entre el eros y el tánatos. De los callejones del entorno del Mercado me atrae su bullicio y su aroma a conservas y salazones, a especias, cada vez menos habitual. En la Valencia medieval ya existían estos comercios de carnes frescas y saladas en calles de suelos fangosos en época de lluvias, como la calle del Trench, aquí al lado, cuyo significado se orienta a rotura o rompimiento, debido a que el rey Jaume I hizo derribar o quebrar el lienzo de muralla árabe que ahogaba la ciudad. Así lo leemos en la novela La campana de la Unión, de Vicente Boix. Observo que muchas de estas tiendas han sido reemplazadas por otro tipo de actividad. El olor a canela siempre marcó los momentos dispares de Isabel, el personaje creado por Carme Miquel en Aigua en cistella. Por un lado, evoca las alegrías infantiles, el descubrimiento junto a su hermano de los comercios de especias de esta zona. Por otro, el perfume de este delicado condimento ha estado asociado al amor que sentía por Manolo, el joven que trabajaba con ella en una tienda del barrio. Pero, a su vez, la interacción de asociaciones mentales y simbólicas basadas en aspectos olfativos hace mella en Isabel. Son los desengaños sufridos por las infidelidades del joven tendero. Se lamentaba el personaje de Miquel que, ante la ausencia de una feliz aventura, la evocación de ese olor le suponía una continua amargura porque en el fondo era el aroma de la desgracia. David Zafrilla me indica que al fin ha concertado la visita que tanto esperaba para esta tarde.
―He quedado con él ―dice David― en la plaza del Doctor Collado.
Busco y ubico este lugar a espaldas de la Lonja, una plaza de dimensiones cuadradas donde, según mi amigo el periodista, se respira un ambiente sosegado en sus terrazas y sus parasoles de colores.
Sentado en los escalones de la Lonja contemplo una tarde animada. Las terrazas de los bares están prácticamente llenas. La clientela, fiel a los comercios tradicionales de la zona, sigue acudiendo a efectuar sus compras. Desde aquí observo una de las tiendas más antiguas de la ciudad, creo que lleva funcionando desde primeros del XIX, dedicada a la venta de sombreros, gorras, tocados. Concretamente, este comercio goza de una estética decimonónica que hoy resulta atractiva y curiosa, porque penetrar en su interior es como participar de las anécdotas de sus familias fundadoras y el carácter emprendedor de las sucesivas generaciones. A ellos se atribuye el mérito de saber gestionar este tipo de negocios, pero también de saber elegir el producto pionero como referente de su actividad. Junto a la Lonja, dos señoras mayores caminan despacio apoyadas en sus respectivos brazos. De repente, se detienen a contemplar las cestas y los mimbres y los utensilios de madera que invaden parte de la acera. El dueño sale veloz a su encuentro y les atiende con amabilidad. No es para menos, pues el trato al cliente debe ser siempre esmerado, como indica un antiguo proverbio árabe: «El hombre que no sabe sonreír, no debe abrir tienda». Por los gestos intuyo que las señoras están interesadas en unas sillas de enea y un caballito de madera, quizá para algún nieto. Se entretienen conversando y señalando la variada mercancía allí expuesta. Mientras tanto, centro la mirada justo al lado en la calle Cordellats. Allí vivía Jaume Roig. Su novela versificada L´Espill es una obra cercana a la autobiografía, de carácter moralizante en algunos rasgos, que utiliza el procedimiento de la novela picaresca para desvelarnos sus desventuras en las relaciones con las mujeres. Este lugar, junto a la pequeña tienda de mimbres, era frecuentado por la primera esposa del protagonista. Su lectura nos transporta a una ciudad conventual, cuyos referente...

Índice

  1. Atrapados en el umbral
  2. Prólogo
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII