La lección de Althusser
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La lección de Althusser

  1. 400 páginas
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La lección de Althusser

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Información del libro

"Este libro pretende ser el comentario de la lección de marxismo impartida por Louis Althusser y una reflexión sobre lo que esa lección quiere enseñarnos y sobre lo que de hecho nos enseña: no sobre la teoría de Marx, sino sobre la realidad presente del marxismo; sobre lo que es el discurso de un reconocido filósofo marxista; sobre las condiciones que vuelven enunciable esa lección y que le permiten encontrar un eco: en los intelectuales y en los políticos. No quise escribir una monografía explicando las ideas de un pensador, sino estudiar la política de un pensamiento, la manera en que ese pensamiento se adueña de los significantes y de los desafíos políticos de un tiempo y, de esa manera, define por sí mismo un escenario y un tiempo específicos para su propia efectividad política."

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Información

Año
2020
ISBN
9789875996236
Edición
1
Categoría
Philosophy
Prólogo a la nueva edición
Este libro se editó en 1974. El lector que hoy lo descubre encontrará en el prefacio redactado entonces la explicación de las circunstancias que me llevaron a publicarlo. Pero sin duda necesitará volver a situar esas mismas circunstancias y, antes que nada, la apuesta teórica y política que representaban entonces el nombre y los textos de Louis Althusser. En la actualidad, este último es una figura más en la breve historia del paradigma estructuralista o en la larga historia de las teorías marxistas del siglo xx y, tranquilamente, se lo puede confrontar con este o aquel representante de ambas tradiciones, si se toma en cuenta el conjunto de sus publicaciones. Es cierto que tales evaluaciones tienen el mérito de producir apreciaciones globales y equilibradas sobre el desarrollo de los pensadores y su trabajo; pero estas conducen, cómodamente, a olvidar la dinámica propia de los contextos intelectuales y políticos en los cuales se formó y surtió efecto dicho pensamiento. Mi libro era, por el contrario, una intervención que se proponía sopesar el efecto de un pensamiento en una secuencia histórica y política bien precisa. Las figuras de Althusser, Sartre o Foucault, e incluso, en las márgenes, las de Deleuze, Guattari o Lyotard aparecen a la luz allí donde los acontecimientos de 1968 y los movimientos y conflictos de posmayo habían puesto sus pensamientos y sus actos. El lector que relacione el nombre de Althusser con una teoría de los aparatos ideológicos estatales se sorprenderá al ver criticada una teoría althusseriana de la ideología en la cual esa noción no juega papel alguno. Menos provecho aún sacará de un libro escrito a principios de 1974 aquel a quien el “materialismo aleatorio” de los escritos tardíos pudo inspirar. Sin embargo, al recordar esa fecha, mi propósito no es el de disculpar la ausencia de referencias que, a partir de ese momento, se asociaron con el nombre de Althusser. Y tampoco tendría sentido incluirlas en esta nueva edición. En efecto, yo no había querido escribir una monografía explicando las ideas de un pensador, sino estudiar la política de un pensamiento, la manera en que ese pensamiento se adueña de los significantes y de los desafíos políticos de un tiempo y, de esa manera, define por sí mismo un escenario y un tiempo específicos para su propia efectividad política.
Tratándose de Althusser, es posible ubicar con precisión el momento de tal efectividad. Este se sitúa entre la publicación de los textos reunidos en La revolución teórica de Marx y el seminario sobre El capital, a principios de los años sesenta, y la Respuesta a John Lewis, de 1973. Althusser publicó luego toda suerte de textos que suscitaron una atenta lectura y estimularon diversos pensamientos. Pero el althusserismo como forma de intervención teórico-política, creadora de un escenario específico de efectividad, se desplegó en la década antes delimitada. Fue en esa secuencia que se transformó en la figura mayor entre todos los marxismos renovados, que pretendían entonces acompañar la dinámica de las nuevas formas de combate obrero, luchas de liberación anticoloniales, movimientos antiimperialistas y revueltas de la juventud estudiantil. Fue entonces que se singularizó de dos maneras: en el campo teórico, oponiendo a los pensamientos que querían modernizar el marxismo una preocupación inversa que consistía en volver al pensamiento propio de Marx; en el campo político, manifestando, ante las diversas disidencias que sacudían a los partidos comunistas, una fidelidad que no estaba exenta de segundas intenciones: en efecto, intentaba garantizar a la teoría una autonomía susceptible de devolver al marxismo el filo teórico apto para producir una renovación política. Fue justamente en el seno de ese proyecto que se definió la idea de un marxismo en sintonía con la revolución estructuralista del pensamiento, capaz, pues, de superar las antiguas aporías de lo individual y lo colectivo, el determinismo y la libertad. Fue en su seno también que se desarrollaron nuevas energías militantes que asimilaban el rigor marxista recobrado al filo de las luchas antiimperialistas y la Revolución Cultural. Fue también este el que explotó en la tormenta del Mayo francés. En aquel momento, la concepción althusseriana de la ideología como sistema de representaciones que subyuga a los individuos al orden dominante de modo automático fue lo que sostuvo, para algunos, la idea de una revolución cultural radical. Pero mucho más fue lo que alimentó, en la clase intelectual, la condena del movimiento de revuelta estudiantil, visto como un movimiento de pequeños burgueses, víctimas de una ideología que respiraban sin saberlo, los cuales debían ser reeducados por la autoridad de la Ciencia y del Partido.
Mi libro quiso trazar la genealogía y realizar un balance de esa figura del althusserismo actuante. Lo intentó en el momento en que el propio Althusser se esforzaba por juntar los pedazos rotos y cerrar la brecha provocada por el acontecimiento. Ese momento, desde luego, no era indiferente. Era el tiempo en que se sofocaban varias energías que habían querido inscribir la ruptura de 1968 en el tiempo. El desencanto fácilmente tomaba entonces la figura de una crítica radical del militantismo, de sus formas de poder machista y patriarcal y de su rigor ascético. Florecían por doquier los llamados a la fiesta y a la liberación del deseo, de los cuales algunos creyeron encontrar la fórmula, de un modo un tanto apresurado, en las “máquinas deseantes” de Deleuze y Guattari. Más adelante, estallaría la ofensiva de la “nueva filosofía”, que atribuye al apetito de poder de los maestros pensadores la explicación de toda la historia revolucionaria. Por supuesto, este desánimo fomentaba las tentativas de las organizaciones marxistas oficiales de retomar para sí las energías huérfanas. La reparación del althusserismo, que había explotado en el momento de la tormenta, se inscribía en ese contexto de reordenamiento. Por consiguiente, la crítica llevada a cabo en ese libro no era en absoluto un ajuste de cuentas personal. Nunca tuve con Louis Althusser una relación lo suficientemente cercana como para alimentar agravios personales. El reto de un libro sobre el “caso Althusser” superaba la singularidad de los textos y actitudes de un individuo. Se refería al rol político y teórico que aquellos hacían jugar al discurso marxista. Desde ese punto de vista, entiendo haber percibido, con bastante atino en aquella época, el inicio de una contrarrevolución intelectual que, desde ese tiempo, no ha cesado de radicalizar sus principios y efectos, jugando en dos frentes: por un lado, la denuncia de toda la tradición revolucionaria en nombre de los crímenes marxistas, que fue el resultado de lo que entonces se llamó la “nueva filosofía”; por otro lado, el reciclaje, mucho más lento e insidioso, de todas las tesis pertenecientes a la tradición marxista, para hacer de ellas armas al servicio del orden dominante1. También por eso este libro no hace de la crítica a Althusser una vía que conduce a la validación de un marxismo rectificado o de cualquier teoría acertada de la emancipación. No se trata de refutar un discurso, decía yo en la conclusión, sino más bien de reinscribir la argumentación “en las cadenas de palabras donde se formularon y aún se formulan las necesidades de la opresión y las esperanzas de la liberación”. De hecho, la escritura del libro era el testimonio de una doble negativa: negativa política a seguir las teorías y las estrategias del “reflujo” en sus variantes marxistas o antimarxistas, deseo de mantener abierto, en su misma indecisión, ese campo de subversión del pensamiento, de las instituciones y de las prácticas, iniciado por el acontecimiento de 1968; decisión teórica de abandonar el campo de la “teoría”, la retórica de la “crítica del sujeto”, así como las vanas discusiones sobre la relación entre la teoría y la práctica, para estudiar las múltiples maneras en que el pensamiento adquiere cuerpo y surte efecto en el cuerpo social: al igual que ese conjunto de formas materiales del pensamiento dominante –decisiones, reglamentos, edificios, técnicas y ejercicios– que entonces dejaba al descubierto la arqueología foucaltiana del saber; pero también, al igual que la materialidad de las palabras y las prácticas de aquellos que se confrontaban a ellas, comentaban la letra de los discursos de la dominación, eludían sus reglamentos, estropeaban sus máquinas y subvertían su espacio. Es esa racionalidad del pensamiento en acción, encarnada en algunos dispositivos e instituciones, pero también de la palabra que se intercambia una y otra vez en la lucha, robada al adversario, interpretada, transformada, parafraseada, lo que me parecía importante oponer a los combates de sombras entre la “filosofía materialista” y la “filosofía idealista”. He querido oponer esa topografía de los discursos y posiciones posibles a las concepciones teleológicas de la evolución histórica que, durante largos años, sirvieron de base a las esperanzas revolucionarias, antes de invertirse en los deslucidos discursos del final de las utopías, de la política o de la historia.
Estudiar el pensamiento y la palabra allí donde surten efecto, en una guerra social que también es un conflicto de cada instante en torno a lo que se percibe y a la manera en que se lo puede nombrar; oponer la topografía de los posibles a los pensamientos de los fines o del fin de la historia, tal es el esfuerzo que he llevado a cabo sin cesar y que vemos dibujarse en los marcos y límites mismos de la polémica que plasma este libro. Más allá de las tesis propias de Althusser, esa polémica tenía por blanco una lógica mucho más amplia, que invierte los distintos pensamientos de la subversión en beneficio del orden. El principio de ese giro se halla en la idea de dominación transmitida sin descanso por aquellos discursos que, precisamente, afirman criticarla. Estos parten, en efecto, de un mismo presupuesto: que la dominación funciona gracias a un mecanismo de disimulación que hace ignorar sus leyes a aquellos que somete, presentándoles la realidad al revés. La sociología del desconocimiento, la teoría del “espectáculo” y las múltiples formas de crítica de la sociedad de consumo y de comunicación comparten con el althusserismo la idea de que los dominados son dominados porque ignoran las leyes de la dominación. Esta visión simplista, primero, ofrece a quienes la adoptan la exaltante tarea de aportar su ciencia a las masas enceguecidas. Más adelante, se transforma en un puro pensamiento del resentimiento, que declara la incapacidad de los ignorantes para curarse de sus ilusiones, por ende, la incapacidad de las masas para alguna vez hacerse cargo de su propio destino.
Mi libro declaraba la guerra a esa teoría de la desigualdad de las inteligencias que constituye el núcleo de las supuestas críticas de la dominación. Declaraba que todo pensamiento revolucionario debe fundarse en el presupuesto inverso, aquel de la capacidad de los dominados. Desde entonces, me he dedicado a analizar las condiciones y las formas de esa capacidad, poniendo otra vez al descubierto las formas sepultadas de la emancipación obrera y los textos olvidados en que Joseph Jacotot proclamaba la emancipación intelectual. Pero, en aquella época, sólo podía formularlo a costa de identificarla con las consignas de la Revolución Cultural China. Mi libro compartía la visión entonces muy difundida de la Revolución Cultural como movimiento antiautoritario, que opone la capacidad de las masas al poder del Estado y el Partido. Esa visión se inscribía, a su vez, en la interpretación del maoísmo como crítica radical de la dominación estatal y del modelo de desarrollo del comunismo ruso. Seguramente, eso significó plegar un tanto rápido los manifiestos de la revolución maoísta a nuestros propios deseos de un comunismo radicalmente diferente del modelo estalinista. Sin duda, no estoy hoy más dispuesto que ayer a adherir a la tesis que reduce los movimientos de masa de la Revolución Cultural a una mera manipulación de Mao Zedong para reconquistar un poder perdido en el aparato del Partido. Pero no por eso puedo justificar el apremio que tenía yo entonces por validar la imagen y el discurso oficiales de la Revolución Cultural. Lo que vino después permitió juzgar los límites de la capacidad de iniciativa autónoma...

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