La matemática en la escuela
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La matemática en la escuela

Por una revolución epistemológica y didáctica

Yves Chevallard

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La matemática en la escuela

Por una revolución epistemológica y didáctica

Yves Chevallard

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"Recuerdo una ocasión en la que le pregunté a Yves Chevallard cuáles eran las cualidades necesarias para ser un buen investigador. 'Destacaría tres', me dijo, 'la inteligencia, la tenacidad y la valentía'. Y añadió para mi sorpresa: 'Sobre todo la valentía'. Con el tiempo descubrí que esta valentía consistía precisamente en atreverse a pensar más allá de la reconfortante visión que nos ofrecen las perspectivas más establecidas, como nos invita a hacer el libro que aquí presentamos". Del prólogo de Marianna Bosch

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Información

Año
2020
ISBN
9789875993594
Edición
1
Categoría
Pedagogía
El hombre es un animal didáctico
La teoría de las situaciones y los avances de la instrucción pública
Hoy en día, resulta cada vez más difícil no cuestionarse acerca del futuro de las relaciones entre la matemática y nuestras sociedades. ¿Qué relaciones son posibles en la actualidad? ¿Bajo qué condiciones?
En efecto, aparece de manera insistente una forma de negación, e incluso de rechazo de la matemática viva, la única a la que aquí me referiré (dejaré de lado, pues, la matemática cristalizada, de la que podemos decir, con fundamento, que no deja de crecer y prosperar).
El ejemplo más reciente –y uno de los más sobrecogedores– de este rechazo (Le Monde, 20 de junio de 2000) lo constituye, sin duda, el de esos alumnos economistas de la Escuela Normal Superior (ENS) de la calle de Ulm, que peticionaron en contra de la enseñanza que reciben, en parte, a raíz del uso que se hace de la matemática en esa institución. Escriben:
El uso instrumental de la matemática parece necesario. Pero recurrir a la formalización matemática, cuando esta ya no es un instrumento sino que se transforma en un fin en sí mismo, conduce a una auténtica esquizofrenia con respecto al mundo real. Lo que sí permite la formalización es construir ejercicios fácilmente, “poner en marcha” algunos modelos donde lo importante consiste en encontrar el resultado “correcto” (es decir, el resultado lógico en relación con las hipótesis de partida), para poder rendir un buen examen. Esto facilita la evaluación y la selección, so pretexto de cientificidad, pero nunca responde a las preguntas que nos formulamos sobre los debates económicos contemporáneos.
De este modo, detrás de una denuncia convencional y recurrente –que se expresa a partir de los primeros usos históricos de las matemáticas en materia económica, y adquiere su rostro casi definitivo a principios del siglo xix–, encontramos la fantasía igual de recurrente, y en este caso resurgente, relativa a los peligros a los cuales expondría un uso “inmoderado” de la matemática, fantasía a la que volveré a aludir en un momento.
A este recordatorio de ciertas formas de rechazo que renacen una y otra vez agrego que, más allá de estas formas explícitas de resistencia, existe una forma implícita pero esencial de “confinamiento” de la matemática, en la cultura y en las prácticas sociales: resistencia silenciosa, resistencia de la mayoría silenciosa, que consiste en... ignorar la matemática en los dos sentidos del término. La primera manera de ignorar –realmente no saber nada sobre esta disciplina– facilita la segunda, ya que sólo permite una relación formal y vaga con la matemática, eco de una reverencia cultural, más o menos forzada, para con ella.
Para explicitar la afirmación anterior, tomaré un único ejemplo: a pesar de que todos algún día han estudiado y, en el caso de varios, han dominado las ecuaciones de primer grado, ¿cuánta gente “culta” sabe resolver por sí misma, sin recurrir a alguna “caja negra”, o más aún –para acercarnos a la verdad de la cuestión– cuántas personas aceptarían saber resolver por sí mismas un problema como “Determine el precio sin IVA conociendo el precio con IVA”?
Ya estoy oyendo las protestas: “¡Y para qué querría usted que la gente resolviera semejantes problemas!”. Lo voy a responder en un rato. Detrás de esa polémica que imagino, en realidad, oigo más que nada una reticencia muy antigua, venida de la noche de los tiempos. Lo que conviene es estar en contacto con determinados saberes, como es el caso del saber matemático, cultivarlos durante un tiempo, no dejar de admirarlos, reverenciarlos para siempre... En el siglo xix, Saint-Marc Girardin (1801-1873), crítico literario, profesor de la Sorbona, miembro de la Academia Francesa, decía con esta crudeza: “No le pido a un hombre de bien que sepa latín; me basta con que lo haya olvidado”. Porque lo inconveniente, sospechoso, peligroso quizá es pretender utilizar esos saberes, querer darles algún uso “laico”, quiero decir “profano”, quiero decir “amateur” –las “corporaciones” de ayer y los “profesionales” de hoy son los herederos de los doctos de siempre. (Este discurso, dicho sea de paso, me ha parecido también oírlo a propósito de la didáctica: ¿Enseñar didáctica de la matemática a futuros profesores de matemática? ¡Cómo se le ocurre! ¡Nuestra ciencia no está lo suficientemente madura para eso, y la profesión aún no está preparada para ello!)
El discurso de negación frente a uno u otro empleo de la matemática, o de cualquier otro saber, fuera del ámbito sabio, siempre conlleva más o menos los mismos ingredientes. En primer lugar, se comprueba que la matemática implementada es elemental, e incluso rudimentaria, cuando no indigente: en el mejor de los casos, “no aporta nada nuevo”. Luego, se comprueba que la selección de las herramientas matemáticas resulta un tanto anticuada: se explica que podría mejorarse y que algunos errores –elementales, por supuesto– hasta deberían rectificarse. (Estos últimos se pueden citar, y aun esbozarse las correcciones del caso: todo eso produce gran efecto.) Por último, habiendo tomado nota de lo anterior, se declara, de manera modesta, pero lúcida y rigurosa, que siendo matemático uno no podría de ningún modo garantizar el valor, ni siquiera la validez, del empleo de la matemática en un campo que le es ajeno a uno mismo, ya que es ajeno a la matemática. El matemático sólo puede advertir contra el peligro de abusar de la matemática, sin ser capaz de decir si, en el caso examinado, hay o no abuso...
Semejante actitud conduce, fuera del mundo de los “doctos” –de los profesionales y los especialistas–, a interpretar los saberes como obras puras, obras sin objeto, sin razones de ser, como órganos sin funciones cuya estructura, arquitectura y “riqueza interior” agotarían el sentido: como monumentos que uno se contenta con visitar.
Un paso más y ya estamos en lo que denomino el fetichismo de los saberes. Dentro de esa problemática hoy en día vociferante, por no decir realmente dominante, no sólo un saber –matemático u otro– debe ser apreciado por sí mismo, sino que, además, cualquier otro interés para con él aparece como inadecuado, sospechoso, ¡envilecedor! (A tal punto que conocí a una profesora de inglés que, habiendo caído en la trampa del actual discurso de los “defensores de los saberes” frente a los “detentores de la pedagogía”, reconocía que esperaba que su enseñanza no tuviera por objeto permitir que sus alumnos –¡horribile dictu!– “se comunicaran” en inglés.)
Vemos pues que, después de los propios “sabios”, son los profesores, como “transmisores del saber” –sobre todo en la enseñanza secundaria y superior–, quienes pueden verse afectados por el fetichismo de los saberes, por la enfermedad fetichista. Pero esa enfermedad es contagiosa: de los profesores, pasa sin dificultad a los alumnos, muchos de los cuales aceptan con una asombrosa docilidad la patología como la normalidad de la relación a los saberes (en plural), como la única manera posible de tener trato con ellos en este mundo sublunar. Se tiende así a trabar un pacto fetichista, fundado en lo que podría llamarse el enfoque monumental de los saberes.
Ese pacto, intentaré demostrarlo, tiene una inercia y una estabilidad sorprendentes. Pero primero quisiera hacer oír otra versión de las cosas, que se opone a la orientación fetichista. Los saberes son obras. Una obra siempre tiene una o varias razones de ser, que motivaron su creación y que motivan su empleo, al menos en ciertas instituciones. Una obra que ya no tiene razón de ser es una obra muerta, o moribunda. Esas razones de ser pueden formularse en los siguientes términos: existen una o varias preguntas Q a las cuales determinado saber S permite brindar una respuesta R; S(Q) = R. Una respuesta es una praxeología, una organización praxeológica, o sea, en pocas palabras, una manera razonada, justificada de actuar o de comprender. (Añado aquí que un saber es una organización praxeológica, y que, inversamente, no sería incongruente llamar saber a toda praxeología posible. Sin embargo, reservo aquí la palabra saber a las praxeologías consideradas como productoras de praxeologías.)
Los saberes permiten, pues, responder a algunas preguntas. ¿Cómo hacer esto? ¿Por qué tenemos aquello? ¿Qué podría producirse si…? De una manera general, los saberes aportan medios de actuar y de comprender: para quien entiende sus razones de ser, los saberes son una fuente de inteligencia de las situaciones del mundo y de potencia en la acción dentro de esas situaciones. Para resumir lo dicho, y sin desconocer el carácter eminentemente relativo y variable de esta formulación, diría entonces que los saberes, todos los saberes, tienen como razón de ser última el hacernos la vida buena –no siempre a la misma gente ni en los mismos contextos institucionales, sin duda, y cada uno en relación con cuestiones específicas–.
Me parece que esta visión de las cosas debería ser compartida. Pero el punto de vista fetichista ha ganado sólidas posiciones en la cultura actual: la idea de que los saberes tienen por objeto hacernos la vida buena –lisa y llanamente, por así decirlo– puede parecer, pues, extrañamente frágil, e incluso ligero, frente al formidable espíritu de seriedad del punto de vista fetichista. Entonces, daré un ejemplo de vida buena que abordaremos teniendo en mente esta restricción. Si 3 cosas cuestan 13,80 francos, se dirá que 6 cosas, es decir, dos veces más cosas, cuestan dos veces más, o sea, 2 × 13,80 francos (o 13,80 francos × 2): ¡he aquí la vida buena! Pero esa vida deja de ser buena –en cierto estado de infradifusión del saber matemático– si, en lugar de querer conocer el precio de 6 cosas, o de 9 cosas, o de 12 cosas, uno quisiera conocer el precio de 7 cosas, o de 11, o de 217... A menos que uno disponga de ese saber que es, digamos, la teoría de las fracciones. En efecto, esta última, a costa de una audaz pero rigurosa metáfora, permite restablecer las condiciones de la vida buena: entonces, si 3 cosas cuestan 13,80 francos, 11 cosas costarán 11/3 veces más, o sea 13,80 francos x 11/3 : de este modo, estamos tratando la “fracción de enteros” a la manera de un número entero. Para salir adelante con todo eso, también tengo que saber calcular, desde luego, la expresión obtenida, saber aquí, por ejemplo, que 13,80 francos ×11/3= (13,80 francos ×11)÷ 3. Si a eso agrego una calculadora, la vida se vuelve deliciosa: al ingresar la expresión del precio obtenida, (13,80×11)÷ 3, apare...

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