MOCHNACKI Y LELEWEL: ARTÍFICES DE LA VIDA INTELECTUAL EN VARSOVIA Y POLONIA (1825-1830)
ANIELA KOWALSKA
La autora intenta pintar a los protagonistas de la obra con idéntica objetividad, pero, claro, resulta que está enamorada de Mochnacki, lo que no me sorprende después de todo. Hablamos de una personalidad tremendamente cautivadora, juventud y genialidad al mismo tiempo, y, además, de un escritor excelente, aunque siga siendo poco conocido. La edición crítica de todas sus obras sigue sin ser publicada... Así que, mientras estudiaba la monografía de Aniela Kowalska, me he dedicado a ir recopilando ediciones antiguas de las obras de Mochnacki entre mis conocidos, hoy verdaderas rarezas, y me he entregado por completo a su lectura. ¡Qué prosa! La palabra se ajusta perfectamente al pensamiento, la capacidad de convencer es equivalente a la fuerza de las convicciones y las frases fluyen de manera veloz, ágil, e incluso chispean como si estuviesen electrizadas. No estoy descubriendo América; el valor literario de Mochnacki es de sobra conocido para los polonistas. Y, sin embargo, su lugar dentro del movimiento romántico siempre estuvo un poco en los márgenes de la literatura «de verdad». Es evidente que fue un eminente publicista, crítico, pensador e historiador, pero como no era poeta, su nombre jamás llegó a asociarse con el de los grandes bardos. ¿Acaso era Mochnacki menos extraordinario que Mickiewicz por el simple hecho de no escribir versos? ¿Hay alguna manera de remendar de una vez por todas esa escala, tan anacrónica hoy, en la que la poesía siempre ha estado un peldaño por encima de la prosa, y que siempre ha considerado a la narrativa de ficción de mayor valor que la de no-ficción? ¿Podríamos de esa manera dejar de suspirar que el romanticismo polaco es solo poesía y algo de correspondencia? Para nada es tan pobre, pues tenemos la prosa romántica de Mochnacki. Con frecuencia se comparan las reflexiones de Mochnacki con las de Brzozowski. Y con razón: les unen la autoridad y la valentía con la que arremeten contra el marasmo intelectual, sus vastísimos horizontes de pensamiento, así como la conciencia de que, para que un pueblo exista, debe producir no solo pan, sino también ideas. Por desgracia, confieso con tristeza que no puedo leer a Brzozowski sin cierta insatisfacción: pierdo el hilo continuamente, me atasco y me pierdo en la espesura estilística de la Joven Polonia. De tal forma que siempre que algún sagaz entendido hace referencia a las ideas de Brzozowski, prefiero que lo haga con sus propias palabras... Todo lo contrario a Mochnacki. El placer de leerlo no es comparable a ninguna de las síntesis que se le han hecho; y si alguien pretende escribir sobre él, lo mejor que puede hacer es citarlo. Aniela Kowalska comprendió esto a la perfección, porque cita a Mochnacki constantemente: ¡que sea él quien nos lo diga! En especial, que no todo lo que escribe ha dejado de ser de nuestro interés,
Varsovia, PIW, 1971
LA VIDA COTIDIANA EN POMPEYA
ROBERT ETIENNE
Los historiadores a quienes se les ha encargado escribir sobre la vida cotidiana en Babilonia o Cartago probablemente miren el libro de Etienne con mal disimulada envidia: ¡ay si todas las ciudades de la antigüedad tuviesen al lado un Vesubio! Porque nada se conserva tan maravillosamente bien como esa capa de cuatro metros de rocas y cenizas volcánicas. Preferiría no meterme en los honorarios extranjeros de nadie, pero me parece justo hacer constatar lo siguiente: Robert Etienne tuvo mucho menos trabajo a la hora de escribir sobre su Pompeya que todos sus colegas, quienes a partir de un par de bloques desbastados y unos cuantos esqueletos incompletos deben construir el marco de una vida antaño exuberante. Entre las cenizas pompeyanas se han conservado incluso chistes de tono político escritos sobre los muros, andamios, comida dentro de pucheros, cuentas del hogar... Sin grandes reservas, se puede reconstruir la composición étnica de la población, su número, su estructura social, el nombre de los mercaderes y los propietarios, su situación económica y etcétera. Como es natural, también hay preguntas que siguen sin respuesta. Como, por ejemplo, dónde se encuentra la villa que perteneció a Cicerón. ¡Pero hay tantos arqueólogos en otras partes del mundo que pagarían por haber de resolver solamente una cuestión tan sutil como esa...! Así pues, la descripción de Etienne se acerca mucho al ideal de exactitud. Si se inventase una máquina del tiempo, viajar a Pompeya (antes de la catástrofe, como es lógico) sería como ir de excursión a una ciudad que ya conocemos bastante bien. Sin embargo, mucho me temo que el latín que aprenderíamos antes del viaje no nos serviría de nada allí. Las inscripciones en los muros evidencian que el idioma de la calle ya se alejaba mucho de los modelos clásicos: la pronunciación de las vocales, las consonantes, la acentuación y la flexión. «¿En qué bárbara jerga hablan estos pompeyanos?», pensaríamos con cierta aversión. «Casi tan bárbara como la española o la francesa...»
Traducción del francés de Tadeusz Kotula, Varsovia, PIW, 1971
LAS CARRERAS REALES DE LAS VARSOVIANAS
STANISŁAW SZENIC
Un título sumamente prometedor, aunque en el fondo se refiera únicamente a cuatro señoras. No ocultaré que la cifra me parece modesta. El autor no tiene la culpa de ello, es obvio que habría preferido escribir un libro más grueso de haber sabido sobre quién hacerlo. Un trabajo análogo sobre las parisinas en tiempos de los últimos luises saldría a la venta en una monumental colección de varios tomos. ¡Qué le vamos a hacer! Tratemos de cogerle cariño a lo que tenemos. La primera varsoviana que, de alguna manera, pasó a la posteridad en el lecho real fue Barbara Giżanska, la última aventura amorosa de Segismundo Augusto. La segunda fue Anna Duval (o Renard), a quien Augusto II el Fuerte reconoció repentinamente como hija suya, le concedió el apellido Orzelska y la elevó al rango de primera dama de la corte con un afán, según dicen, más que paternal. La tercera fue Elżbieta Grabowska, la eterna y durante muchos años compañera de Estanislao II Poniatowski y, según parece, incluso su esposa. Y por último en esta exigua colección, Julia de Hauke, la morganática esposa de Alejandro de Hesse-Darmstadt, abuela y bisabuela de monarcas que continúan gobernando aquí y allá. Y eso es todo. Un cortejo breve, aunque variado en apariencia. Eso. En apariencia, porque, ¡qué bien nos vendría aquí una quinta dama de más clase y más volátil fantasía! Anna Orzelska era, según dicen, una mujer muy leída. Pero tanto si lo era como si no, de poco más o menos le sirvió. Los invitados a su salón recuerdan los bailes, pero no haber intercambiado ideas allí. Julia de Hauke poseía, según dicen, el don de saber llevar una conversación de manera encantadora. A falta de datos algo más precisos, o bien es que la dama, simple y llanamente, hablaba de banalidades cotidianas, o bien no era capaz de reunir a su alrededor gente con algún (ni que sea) talento literario que pudiera transmitir una imagen de sus encantos intelectuales. De la Sra. Grabowska tampoco ha quedado grabado en la memoria ningún interés de orden elevado o, aunque sea, alguna frase famosa. Y eso que se rodeaba de compañías para nada necias y tenía tiempo para cultivarse. Sobre el intelecto de Giżanka, la historia guarda un silencio absoluto. En resumen: todas estas bellezas parecen ser lentas, mudas e iletradas por lo que a intelecto se refiere. Si alguna escribía cartas, estas eran aburridas, ninguna dejó un diario, y ni una de ellas amamantó con su blanco seno a un artista o un filósofo. ¡Maldita sea! Ni siquiera se aprovecharon de la pequeña y sin embargo agradable oportunidad de dar a conocer a la posteridad un nuevo manjar a base de liebre o alguna clase especial de liga. La capital, famosa por el hechizo e ingenio de sus hijas, mandó una floja representación y algún que otro segundo plato a las alcobas monárquicas... Y por más que viva en Cracovia, no es algo que en absoluto me alegre.
2.ª edición, Varsovia, Iskry, 1971
ENCUENTROS CON CZECHOWICZ
¿A qué huele el heno? Vaya pregunta: «el heno huele a sueño». Las vacas, en cambio, «rumian en los comederos llenos de anochecer». ¡Naturalmente! Y cuando el Sol nos despierta, la mañana es «jovial como un espejo»... Czechowicz no creó sus más bellas definiciones, sino que las extrajo ya casi hechas de la lengua común. De alguna manera, se hace incluso extraño poner entrecomilladas sus palabras, dado que pasan a ser nuestras inmediatamente después de leerlas. ¡Tampoco hace falta aprendérselas de memoria! Ellas mismas se quedan grabadas en nosotros. Además, no solo son fragmentos oracionales breves, sino también imágenes incluidas en frases más amplias. Gracias a Czechowicz, asocio rápidamente la palabra tambor a cachorro: «Parada nocturna de un ejército con un incendio de fondo / un cachorrillo gris corretea por los tambores». Con la palabra columpio enseguida me viene a la cabeza pradera y caftán azul, ¡cómo no!: «pradera columpio / rechinan los cordeles del tiempo / y se disipa el caftán del cielo»... Tengo poco espacio y no puedo seguir citando...