Eterna España
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Eterna España

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Un delicioso recorrido histórico y geográfico por todas las dimensiones de nuestro país.Marco Cicala explica y celebra España de la mano de todo tipo de personajes ilustres: desde los enanos de Velázquez hasta Almodóvar, pasando por Santa Teresa, Unamuno, Dalí, Marisol y una retahíla de anarquistas, golpistas, toreros, poetas, grandes y pequeños artistas y genios malditos del flamenco.Estas crónicas, nutridas de entrevistas formales e informales, investigación y recuerdos personales, presentan a Quevedo como "un nerd del siglo XVII", descubren los secretos ocultos en el vino de Jerez o en la poesía de Jorge Manrique, explican por qué a los reyes les encantaba rodearse de bufones deformados o cómo Andalucía enamoró por igual a Washington Irving y a los productores de westerns.Marco Cicala hace un retrato de España desde la admiración, y el resultado parece por momentos una crónica de viajes de aventura. En el fondo es un homenaje a la riqueza cultural de esta España poliédrica y universal, a la belleza de sus pueblos y ciudades, con sus monumentos sublimes y sus humildes posadas y, sobre todo, a sus habitantes.

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Información

Editorial
Arpa
Año
2020
ISBN
9788417623487
Categoría
History
Categoría
Social History

EL MUERTO VIVO

Por una parte, los cadáveres del obispo y del caballero devorados por los gusanos; por otra, la muerte con la guadaña en la mano y un féretro bajo el brazo que se ríe sarcástica de las volátiles riquezas humanas: oro, espadas, mitras, multitud de libros. Esta es la agradable acogida que nos brinda en Sevilla la magnífica iglesia perteneciente a la Hermandad de la Santa Caridad. Si vais —o volvéis— a ver las dos célebres vanidades realizadas por Juan de Valdés Leal en 1672, intentad llevar con vosotros un opúsculo titulado Discurso de la verdad. El Discurso es el mejor comentario de estas dos obras maestras, si bien habría que matizar este punto: fue el texto el que inspiró las telas, que de alguna forma lo ilustran. El opúsculo, de unas cuarenta páginas, fue publicado en 1671. Autor: Miguel de Mañara. ¿Quién era? Un caballero, hijo de mercaderes de origen corso, que tras una juventud despreocupada se casó y, al quedarse viudo trece años después, se afilió a la Hermandad de la Santa Caridad, una congregación que se ocupaba de los restos de los condenados a muerte y de cuantos morían ahogados en el Guadalquivir. La Hermandad existía ya desde hacía casi un siglo, pero don Miguel le dará un nuevo impulso y visibilidad, transformándola en una entidad caritativa para vagabundos y enfermos.
Todavía hoy hay quien cree que la supuesta juventud disoluta de Mañara sirvió de modelo al don Juan de Tirso de Molina. Pero se trata de una paparrucha romántica que las fechas, por sí solas, desmienten. Porque Tirso escribió El burlador de Sevilla entre 1612 y 1625, cuando Mañara todavía no ha nacido o es un niño. Probablemente el error tenga su origen en el capítulo XXII del Discurso, en el pasaje en el que el autor revela: «Y yo que escribo esto (con dolor de mi corazón y lágrimas en mis ojos confieso), más de treinta años dejé el monte santo de Jesucristo y serví loco y ciego a Babilonia y sus vicios. Bebí el sucio cáliz de sus deleites». Ahora bien, nada prueba que de joven Mañara se comportara de modo más libertino que otros señoritos sevillanos pertenecientes a su misma clase social. Y, tal como los estudiosos han subrayado, el énfasis puesto en un pasado pecaminoso no es más que un recurso habitual utilizado por los tratados espirituales barrocos para destacar, por contraposición, el giro radical dado a una vida: la conversión de un hombre que salta de las apariencias del mundo a la lucidez de la fe, a las virtudes religiosas, que en el caso de Mañara se resumen en la caridad. Explicada así, la parábola del comerciante que se convierte en penitente y filántropo corre el riesgo de convertirlo en una figura plácida. Pero, en consonancia con la pasional espiritualidad española, Mañara no tiene nada de tiernamente franciscano, o, al menos, de aquello que habitualmente se entiende como «franciscano». No: en su nueva vida devota, don Miguel pone —pero cambiando de signo— todo el empeño que había impulsado su existencia anterior. Y en el Discurso se expresa con la vehemencia de un ideólogo, de un formidable teórico de la Muerte. Naturalmente, la literatura barroca rebosa de reflexiones, disquisiciones, fantasías sobre la muerte. Mas en la tradición española el Discurso de la verdad destaca por su velocidad, brusquedad, capacidad de sintetizar en un puñado de ágiles capítulos, veintisiete, todas las cuitas del alma. Es un texto aterrador. Porque jugando con los temas clásicos, bíblicos, de la transitoriedad de todo aquello que asociamos normalmente a la palabra «vida», profundiza en ellos, los analiza, los desentraña, los disecciona hasta el ensañamiento. ¿La «verdad» que se menciona en el título? Aquí está: «Polvo y ceniza, corrupción y gusanos, sepulcro y olvido. Todo se acaba». Maraña tiene una notable obsesión por los gusanos, esos que vemos en las pinturas de Valdés, y sin previo aviso se los arroja a puñados a la cara del lector para implicarlo, para que no se sienta seguro: «Consideras los viles gusanos que han de comer ese cuerpo, y cuán feo y abominable ha de estar en la sepultura y cómo esos ojos, que están leyendo estas letras, han de ser comidos de la tierra». Pero la verdadera hazaña de los gusanos se recoge tan solo unas pocas líneas más adelante, cuando la putrefacción se hace sonora: «Mira una bóveda: entra en ella con la consideración, y ponte a mirar tus padres o tu mujer (si la has perdido) o los amigos que conocías: mira qué silencio. No se oye ruido; solo el roer de las carcomas y gusanos tan solamente se percibe». Los gusanos encarnan el trabajo metódico, subterráneo, inexorable del Tiempo, su calmada furia destructiva. Pero el Discurso de la verdad no siempre es así: aunque sin abandonar nunca su ímpetu, en la segunda parte encamina al hombre hacia los ásperos senderos de la redención, de la salvación. Que, de todas formas, nunca se dan por descontadas. Por lo tanto, hay que estar alerta. Siempre.
«En ninguna otra manifestación artística del barroco español lo macabro llega tan lejos», han escrito a propósito del Discurso de Mañara. Pero la atracción por lo fúnebre, lo luctuoso, las muertes espeluznantes, es un rasgo, o quizás un tópico, que se ha atribuido a España durante bastante tiempo incluso después del Siglo de Oro. «¿España es un país que se deleita en la muerte?», se preguntan en un libro reciente, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro, los estudiosos Rafael y Elena Núñez al analizar en casi quinientas páginas los reflejos del tema de la muerte en la literatura, el arte, la cultura popular y la política. Ciertamente, la pasión por lo espantoso encuentra su momento de alguna forma fundacional en el periodo barroco, así como su más refinada codificación. También debido a una combinación de factores relacionados con la profunda crisis que la potencia española debe afrontar a mediados del siglo XVII. Una crisis en numerosos ámbitos, a varios niveles. La inflexión económica y sus consecuencias sociales, que aceleran el declive de la hegemonía imperial, dejando paso al que será el siglo dominado por Francia. Las crisis sanitarias, con epidemias y pestilencias que provocan exterminios de masa y alteran completamente el ritmo normal de la vida. Y también el horror vacui, el desconcierto dramático de una cultura que, con la afirmación de la ratio científica, ve, si no superadas, al menos debilitadas profundamente las antiguas certidumbres religiosas. Lo macabro se convierte así en uno de los lenguajes con los que se registra ese terremoto y se intenta expresar. Llega a ser el espejo en el que la sociedad se autocontempla a sí misma en su declive. Y se reacciona con una serie de actitudes que van desde el firme desdén estoico hasta el sofisticado desengaño —el hiperbólico desencanto barroco que pulveriza como ilusiones todas las ambiciones terrenales y ve la vida como efímero «gran teatro del mundo»—. Se va del pesimismo radical al sarcasmo que siempre se oculta tras lo macabro. Es como si, llevando hasta el paroxismo los elementos lúgubres, se deseara conservar en el imaginario la excepcionalidad, la primacía que en la historia España va perdiendo.
También durante los siglos siguientes, hasta el XX, la reflexión sobre la muerte quedará estrechamente vinculada a la relacionada con la identidad nacional, la cual, por nuevos y diversos motivos, se considera en crisis. Por ello, el tema reaparece en la España del siglo XVIII, desgarrada entre el tradicionalismo y las ansias ilustradas; también durante las guerras napoleónicas —piénsese por ejemplo en el Goya más oscuro—; para luego prolongarse durante el siglo XIX con los tormentos románticos, que también son el reflejo de la desilusión política, de las decepciones vividas por las facciones liberales. Y, por ello, la Generación del 98, encabezada por Miguel de Unamuno, a la hora de definir la «españolidad» —contrapuesta al árido racionalismo positivista europeo—, insiste mucho sobre la muerte. Para Unamuno, es precisamente en el «sentimiento de la muerte» donde pervive la ancestral sabiduría española; una sabiduría que la modernidad —cada vez más dirigida hacia la ciencia y, por tanto, hacia la vida— tal vez haya debilitado, pero sin borrarla del todo. La muerte no asusta al español que ha permanecido antiguo: «La muerte solo aterra a los intelectuales, enfermos de ansia de inmortalidad y aterrados ante la nada ultraterrena que su lógica les presenta». Dado que no existe ninguna otra verdad más allá de la de la muerte, cualquier cultura que la deje a un lado, la oculte, la edulcore, es un engaño cruel. «¿Qué es un progreso que no nos lleva a que muera cada hombre más en paz y más satisfecho de haber vivido? Suele ser el progreso una superstición más degradante y vil que cuantas a su nombre se combaten». Se pregunta Unamuno: «¿No será cierto que, en efecto, somos los españoles, en lo espiritual, refractarios a eso que se llama la cultura europea moderna? Y si así fuera, ¿habríamos de acongojarnos por ello? ¿Es que no se puede vivir y morir, sobre todo morir, morir bien, fuera de esa dichosa cultura?». La lógica, la gélida ratio, es objeto de sus ataques no tanto porque haya desbancado la religión, sino porque ha tachado el interrogante, ha enfriado el estremecimiento de ese interrogante.
Y es con arreglo a un «sagrado» no reducible al catolicismo, sino vinculado a la compleja mezcla pagano-cristiana de la espiritualidad española, que un intelectual muy diferente de Unamuno como Federico García Lorca vuelve, a finales de la década de 1920, al tema de la muerte. En la conferencia «Juego y teoría del duende» escribió: «En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo […]. El chiste sobre la muerte o su contemplación silenciosa son familiares a los españoles […] un pueblo de contempladores de la muerte». En las procesiones de Semana Santa o en la fiesta de la corrida, Lorca ve el triunfo popular de la muerte española. Que en su imaginario exuberante es todavía algo solar. Pero, por la misma época en que Federico escribe eso, una concepción muy diversa de la muerte se extiende por los ambientes de la derecha chovinista, neoconservadora y, muy pronto, falangista. Es el culto de la muerte y de la violencia que, con cierto retraso respecto al promovido en Italia por personajes como Gabriele d’Annunzio, cautivará a toda una generación. Con una calavera y tibias como estandarte, el desprecio de la muerte se combina con la alegre arrogancia de una juventud enfrentada a los viejos y antiheroicos valores burgueses y que invoca un nuevo orden —antidemocrático, vertical— contra el parlamentarismo. Estamos ante el «¡Viva la muerte!», el lema de los legionarios forjados en la defensa colonial de las últimas posesiones españolas en África. Si bien hay quien afirma que el copyright de esas palabras debe atribuirse a los anarquistas. El franquismo capitalizará esa tétrica retórica juvenil-guerrera, pero, a medida que se constituye como régimen, acabará sofocando los elementos revolucionarios y más marcadamente modernos que eran propios del fascismo falangista. El «Caudillo» usará la muerte al principio como instrumento de exterminio, después de intimidación, de propaganda política, pero también de autocelebración: monumentalizándose a sí mismo y a los mártires, los héroes de la «cruzada» contra los «rojos», los nuevos infieles.
La religión franquista de la muerte fue enterrada por la democracia. Pero en la década del 2000, bajo el Gobierno socialista de Zapatero, se presentó la llamada Ley de Memoria Histórica. Para rehabilitar el pasado republicano y a las víctimas de la dictadura, se autorizó la reapertura de las fosas comunes diseminadas por todo el país, en las que habían sido amontonados los restos de los opositores fusilados. Aparte de la previsible hostilidad de la derecha, fue una medida controvertida. Algunos la interpretaron como un resurgir de la vieja necrofilia nacional, pero esta vez encabezada por la izquierda. Más allá de tales polémicas, nos podríamos preguntar qué queda hoy en día en la España secularizada y bastante descristianizada de aquella larga, y en parte también noble, elaboración cultural sobre el tema de la muerte. Pues bien, queda poco o nada. Excepto en las manifestaciones tradicionales. Desde la tauromaquia a la Semana Santa. Las cuales, por otro lado, afrontan una creciente oposición, si bien por razones que no guardan relación alguna, al menos formalmente, con el componente referido a la muerte.
Se atacan las corridas en nombre de los derechos de los animales. Mientras que a la Pascua sevillana se le reprocha que paraliza, cortocircuita, toda la ciudad durante unos diez días. Con todo, las procesiones todavía son muy queridas y atraen a mucha gente. Ahora bien, no se puede decir que las corridas o la Semana Santa estén dominadas por la muerte. Es cierto que el rito del ruedo prevé la muerte: siempre, salvo excepciones, la del animal o, accidentalmente, la del hombre. Pero los toros son y continúan siendo sobre todo una «fiesta». Y como hay pocas. Ese mismo vínculo entre fiesta y muerte connota también la Semana Santa. En los enrevesados y extenuantes, y a la vez tan precisos, movimientos con los que los costaleros sacan lentamente de las iglesias los pasos, el escritor Matteo Nucci me dijo que veía casi los dolores de un parto. Vida, pues. Y, pese a los nazarenos con los que te cruzas en el centro a cualquier hora del día o de la noche, todo es vida durante la Semana. Son vida las saetas, esos cantos a capela que alguna garganta escogida alza desde los balcones al paso de la procesión. Son vida la música de guitarra improvisada por la calle y las inenarrables borracheras. Si un caso, la muerte recomienza después, cuando la Semana acaba y todo vuelve a ser como antes. En España los únicos momentos verdaderamente tristes son aquellos en los que el telón baja sobre el rito. En ningún otro lugar el final de la fiesta tiene una intensidad comparable. Todo se vacía, las tiendas bajan sus persianas, los pocos bares que quedan abiertos están desiertos, el suelo está cubierto de charcos, de papelajos arrugados; la gente se encierra en casa, aquellos con los que te cruzas por la calle tienen un aspecto gris, derrotado, en ocasiones irascible, se escabullen sin ganas de hablar. Para colmo, suele llover.
Sin duda alguna, Hemingway fue un fanfarrón, pero supo mostrar con mayor claridad que muchos otros ciertas emociones que solo España te puede transmitir. Que yo sepa, nadie ha reflejado mejor que él el clima que se respira allí tras una fiesta: «Por la mañana había acabado todo», escribía en Fiesta a propósito de Pamplona, después de días de curdas, amores, traiciones, peleas: «La fiesta había finalizado […]. La plaza estaba desierta y no había nadie por las calles. Solo algún niño que recogía palos de cohetes en la plaza […]. Estaban limpiando las calles y regándolas con una manguera […]. Un camarero con un delantal azul salió con un cubo de agua y un trapo y comenzó a quitar esos carteles, arrancando el papel a tiras y lavando y frotando lo que aún estaba pegado a la piedra. La fiesta había acabado».
De nuevo Hemingway, aunque en otro libro, decía sobre los españoles: «Saben que la muerte es una realidad inevitable, la única cosa de la que el hombre puede estar seguro; la única seguridad; que trasciende todas las comodidades modernas». Los españoles, continuaba, «piensan muchísimo en la muerte, y, cuando tienen una religión, es una religión según la cual la vida se considera más breve que la muerte. Con estos sentimientos demuestran un interés inteligente por la muerte». Si todavía es así, no lo sabría decir. Pero, sin que fuera un proyecto consciente, me he dado cuenta de que he visitado casi todos los lugares españoles de la muerte. Movido por la emoción, el simbolista belga Émile Verhaeren veía en El Escorial la prueba de que el pueblo español tiene un «carácter sombrío». La mirada romántica y, más tarde, decadente de los viajeros extranjeros ha alimentado notablemente el mito de la España lúgubre. Es, en efecto, una experiencia un poco fúnebre el bajar al panteón del palacio de Felipe II, entre los mármoles negros que envuelven las tumbas de todos los reyes desde Carlos V en adelante; y el nicho para Juan Carlos ya está preparado. Un habitáculo algo angosto para un hombre del tamaño del soberano emérito. Sin embargo, me explican que, en el momento del fallecimiento, el procedimiento es siempre el mismo desde hace siglos. Los restos de los monarcas y de los miembros de la familia real se dejan durante veinte o treinta años en una sala de espera dispuesta a tal fin hasta que alcanzan las dimensiones idóneas para los antiguos nichos.
No menos siniestra fue, en Osuna, la inmersión en el panteón ducal, un lugar en el que el Lorca más «rabdomántico» sentía la presencia del «duende», el genio trágico del alma andaluza. En mitad de la escalera, la inquieta guía que me acompañaba se detuvo sonriendo ligeramente: «Ahora prosiga usted solo. Verá, cuanto más se baja, más interesante resulta».
Asimismo, también es muy interesante el cementerio sevillano de San Fernando, donde reposan numerosos toreros. La tumba del más grande de todos, Joselito, reproduce en bronce y a tamaño natural el cortejo fúnebre: el féretro descubierto, llevado a hombros por un grupo inconsolable de hombres, mujeres y niños llorosos. Un poco más adelante, dentro de una mole cubista de piedra oscura, está la tumba de otro genio, Juan Belmonte, inventor de la corrida moderna, rival fraterno de Joselito. En San Fernando también reposan los mártires de la tauromaquia Ignacio Sánchez Mejías, el matador cantado por Lorca; Francisco Rivera Pérez, Paquirri, muerto por una cornada en 1984; y el Gitanillo de Triana, herido mortalmente en 1931. Sin olvidar a otras figuras heroicas —que, no obstante, no cayeron en el ruedo—, como Rafael Gómez Ortega, genial torero calvo, hermano de Joselito; o los dos Vázquez, Pepe Luis y Manolo. Asimismo, se encuentran diversos ídolos del flamenco, comenzando por la inconmensurable Pastora María Pavón Cruz, conocida por todos como la Niña de los Peines. Volved a escuchar sus lamentos incisos en los viejos, chirriantes, microsurcos: son puro duende.
La suntuosa Capilla Real de Granada alberga las tumbas de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, así como las de Juana la Loca y su amadísimo, aunque fatuo e infiel, Felipe. Pero, atención, son tumbas de doble fondo. En el sentido de que, al aproximarte, los ves a todos ellos solemnemente acostados sobre el mármol blanco, pero, al descender a la cripta, te encuentras con los miserables féretros ajados por los siglos: un brusco contraste. Es otra de esas emociones despiadadas y típicamente españolas. En cambio, en la catedral de Sigüenza, el sepulcro del Doncel, el joven aristócrata con flequillo que cayó combatiendo contra los moros y está esculpido en el acto de leer serenamente, posee un aire casi toscano.
En Burgos, la luz difuminada por las vidrieras proporciona gran elegancia a la capilla flamígera donde duermen desde el siglo XV el condestable de Castilla y su mujer Mencía. Mientras que en la catedral de Cuenca —la adorable Cuenca, encaramada sobre las alturas por su cuenta—, la capilla de los Caballeros pone los pelos de punta, con sus guerreros que yacen en silencio inmemorial tras una vida de fragor y violencia.
En Segovia fuimos a ver la pintura de Ignacio de Ries titulada Árbol de la vida (1653). Se encuentra en la capilla de la Concepción. Muestra el trabajo conjunto de la Muerte y de Cristo en el tronco de la vida: ella lo golpea con su guadaña; Jesús con un objeto a medio camino entre una pequeña hacha y un martillo. Mientras tanto, sobre la copa, un grupo de comensales se lo pasa en grande como si no sucediera nada: comen, beben, se besan.
En la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid, la tumba de Goya es una simple lápida de granito. En 1899 los restos fueron llevados a España desde Burdeos, donde el artista había muerto setenta años antes. Pero faltaba algo: el cráneo. Según una leyenda, fue sustraído por frenólogos exaltados que, para desvelar sus secretos, lo rellenaron de garbanzos en remojo que lo hicieron estallar.
Y también nos adentramos en el Campo de Montiel, entre las hipnóticas tierras de la Mancha Baja, tras las huellas de Jorge Manrique, insigne poeta soldado de la segunda mitad del siglo XV que conquistó la inmortalidad literaria gracias a una única colección de versos, cuatrocientos ochenta en total: Coplas por la muerte de su padre (1476). Hace algunas vidas descubrí el libro en París, pero me llamó la atención porque lo había traducido al francés el inventor del situacionismo, Guy Debord. «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir» son los versos más citados del poema que Manrique escribió en lamentación por su venerado padre, un tipo duro e indócil, como los tiempos que le tocó vivir, así como un gran matador de «infieles» musulmanes. «Partimos cuando nacemos, / andamos mientras vivimos, / y llegamos / al tiempo que fenecemos; / así que, cuando morimos, / descansamos». La lengua del tardomedieval Manrique es descarnada, serena. No cae nunca en el morbo de la danza macabra que se había puesto de moda en aquella época. Habla del fluir del tiempo y de la muerte con un tono de estoicismo señorial y militar. Ciertamente, la muerte destruye todo: «Y las sus claras hazañas / que hicieron en las guerras / y en las paces, / cuando tú, cruda, te ensañas, / con tu fuerza las atierras / y deshaces. / […] todo lo pasas de claro / con tu flecha». Pero un excesivo apego a la vida no es propio de caballeros, pues resulta poco elegante. En Villamanrique, un domingo bajo un sol de justicia, encontramos la supuesta casa de la familia. Nos dijeron que llevaba cerrada desde hacía tiempo por uno...

Índice

  1. Créditos
  2. Título
  3. Sumario
  4. Prólogo a la edición española
  5. Los enanos de Velázquez
  6. El «verdadero» don Quijote
  7. La sátira y la espada
  8. La revolucionaria obediente
  9. Zurbarán, el extraterrestre
  10. El duende de Calderón
  11. Infelicísima Armada
  12. Al-Ándalus: fábulas y yihad
  13. El relojero italiano de Carlos V
  14. Retrato de mujer con parche
  15. Hernán y compañía
  16. En las colinas del Greco
  17. Monarquía, instrucciones para su uso
  18. Cervantes y mariscos
  19. Los banqueros de Dios
  20. El Hamlet de la leyenda negra
  21. El muerto vivo
  22. Carmen story
  23. La Rosa de Fuego
  24. Machado: huida y muerte
  25. Wéstern andaluz
  26. Los origami de Unamuno
  27. El dandi de la corrida
  28. Al sur de Granada
  29. La última madame
  30. García Lorca en el espejo de la prensa
  31. El trabajador forzado del pulp
  32. El enigma Capa
  33. Porno Dalí
  34. Anatomía de una paella
  35. Dos italianos
  36. Ladrones de niños
  37. El Café del Madrid desaparecido
  38. El jerez, belleza
  39. Cazadores y gavilanes
  40. Tomando algo con Jesús
  41. Grand Hotel Antifascismo
  42. El Rey de la Rumba
  43. Inasible Bergamín
  44. El príncipe del flamenco
  45. España en el corazón
  46. Bastón y garrote
  47. La mujer que vivió tres veces
  48. Tierra y libertad
  49. De toros y hombres
  50. El camino de Santiago
  51. Dr. Miguel y Mr. Bosé
  52. La huella de Zara
  53. La guerra del balconing
  54. El clan Almodóvar
  55. El hombre real
  56. Un pesimista en Valencia
  57. Manolo, que escribía también cuando dormía
  58. El santo bebedor
  59. En la Mallorca de Graves
  60. El templo de la discordia
  61. Forever Triana
  62. Lamento por Paco
  63. Agradecimientos