Capítulo 1. Emancipación educativa y transformación social
Propongo una educación que, desde la cuna hasta la tumba, sea inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y que conciba una ética –y tal vez, una estética– para nuestro afán desaforado y nuestro legítimo deseo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes en la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo, que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas.
GARCÍA MÁRQUEZ (1996, p. 16)
Venimos de una larga tradición escolástica que vio en la educación un modo de corregir las que consideró imperfecciones humanas, suponiendo que con diferentes formas de rigor autoritario, severidad marcial y conformidad con las normas se podía llegar a alcanzar un conocimiento de salvación. Esa tradición, continuada ahora con criterios neoliberales, viene a situar la educación como valor de cambio, una adquisición acumulativa, bancaria –decía Freire–, donde el libro de texto –en papel o digital, da igual– es el depositario único del saber, y el examen –en sus diferentes formatos de medición, da igual– la norma de control y clasificación social. Con estos principios no es extraño el desprecio por la experiencia de cada cual, por las cosas que ocurren en la vida cotidiana, por los saberes populares, los intereses concretos, los deseos de las niñas y los niños. Claro que ese modelo escolar de larga tradición está aquí para reproducir los intereses económicos y culturales dominantes en la sociedad, no para cambiarla o mejorarla. No olvidaremos que educar es un acto político cuya voluntad se dota de sentidos diversos: reproducción de lo instituido, socialización en la cultura hegemónica o, por el contrario, capacitación en el juicio critico, autonomía, emancipación, entre otros. Sin embargo, no debería sorprendernos que con los mimbres de la tradición autoritaria se haya venido tejiendo también la rebelión.
Tal es el desacuerdo que también en la literatura, el cine o la canción popular encontramos textos y reflexiones que nos ayudan a construir la crítica a la tradición escolástica y a pensar propuestas educativas emancipadoras. El texto de García Márquez que encabeza el capítulo es un hermoso ejemplo del esfuerzo del intelectual comprometido con una educación que a lo largo de la vida –«desde la cuna hasta la tumba», dice el escritor colombiano– nos ayude a construir nuestra propia capacidad de vivir libres en una sociedad «que se quiera más a si misma».
También el cine ha mostrado sus desacuerdos. Federico Fellini, en su magistral y surrealista Amarcord, recrea con ironía el absurdo autoritario de la escuela fascista de los años treinta del siglo pasado. Detrás de la extravagancia anacrónica del profesorado y de la obediencia y sumisión formal del alumnado, en lo que parece un divertimento, se representa una profunda crítica de un sistema escolar que violenta, aliena e impide el crecimiento de las capacidades creativas de la infancia. Frente al absurdo de la escuela autoritaria, también las amargas, al tiempo que lúcidas palabras de aquel profesor universitario forzosamente jubilado en la película Lugares comunes, de Adolfo Aristarain:
Traten de dejar las supersticiones en el pasillo antes de entrar en el aula. No obliguen a sus alumnos a estudiar de memoria, eso no sirve. Lo que se impone por la fuerza es rechazado y en poco tiempo se olvida. Ningún chico será mejor persona por saber de memoria el año en que nació Cervantes. Pónganse como meta enseñarles a pensar, que duden, que se hagan preguntas.
Hay otras dos películas que, distanciadas en el tiempo, vienen a coincidir en el relato de lo que a veces consigue la escuela autoritaria: la rebelión contra esa presión institucional contraria al crecimiento en libertad. Jean Vigó, un comprometido cineasta francés, cuenta en Cero en conducta (1933) la insurrección de los estudiantes de un internado contra las autoridades de la escuela y la rigidez institucional. Durante la celebración de la fiesta de la escuela, el alumnado rebelde inicia una guerra de almohadones que derivará en una batalla campal en la que se lanzan los libros de texto y otros objetos al patio mientras otro grupo de jóvenes camina por los tejados izando una bandera pirata. En 1968 se estrena If, una película de Lyndsay Anderson, destacado representante del llamado free cinema inglés. También aquí un grupo de estudiantes sometidos al autoritarismo del internado y la moral burguesa de la época acabarán protagonizando una rebelión con uso de la violencia, muy en consonancia con los discursos sobre los movimientos contestatarios estudiantiles que se venían protagonizando en esa época en diversos lugares del mundo. La película de Vigó estuvo prohibida en Francia hasta 1945 y en España If, que había recibido la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 1969, no se estrenó hasta 1976.
El rechazo a la escuela aburrida, burocrática y autoritaria es también un universal en el rock and roll. Dice Fito (el cantante del grupo Fitipaldis) que a él la escuela poco le enseñó y que lo más emocionante lo aprendió de una bruja. Tequila recordaba que los profes hablan sin parar, y que lo que me entra por una oreja, por la otra se me va. Quizá por eso, Alex Lora, el de El Tri, propone: «Si ya estas cansado de ir a la escuelan / olvídate de todo por un momento / y que viva el rock and roll». El grupo chileno Los Prisioneros denuncia en El baile de los que sobran (una canción coreada en las marchas de los movimientos estudiantiles colombianos y chilenos) la reproducción en la escuela de la sociedad de clases:
Únanse al baile, de los que sobran.
Nadie nos va a echar de más.
Nadie nos quiso ayudar de verdad.
Nos dijeron cuando chicos:
«Jueguen a estudiar.
Los hombres son hermanos y juntos deben trabajar». […]
Y no fue tan verdad, porque esos juegos al final
terminaron para otros con laureles y futuro,
y dejaron a mis amigos pateando piedras.
Bertolt Brecht dibuja con magistral ironía la crítica a la escuela reproductora de la desigualdad en este fragmento:
Si las escuelas actuales suprimieran esta asignatura de los planes de estudio, la gente joven no conocería, hasta que se metieran de pleno en la vida, estas diferencias en el trato, que son infinitamente importantes. Todo lo que podían aprender en la escuela a través del trato con los maestros lo tendrían que aprender fuera, en la vida, que es tan diferente. (Brecht, 1973, pp. 42-43)
Pues bien, otra educación es posible. Esa llamada a caminar hacia la utopía está presente en un consolidado discurso de cambio y transformación del sentido profundo de la educación y de las instituciones que la garantizan y defienden. Es un discurso de compromiso y transformación, que intenta escapar ante proclamas superficiales y preocupaciones banales que tienen que ver más con las tecnologías de la didáctica que con las filosofías sobre el sentido profundo de la educación. Veamos algunos aspectos fundamentales en el mapa del proyecto de educación emancipadora.
Sujeto y experiencia
En primer lugar, no hay educación sin sujeto y sin reconocimiento de lo que nos pasa en nuestras vidas, en nuestras experiencias cotidianas. No hay educación si no hay voluntad de vivir, de protagonizar el momento, el proceso, la experiencia de la escuela. El niño o la niña que nos interpela con la mirada a la entrada del aula («chispa de luz en los ojos», cantaba León Gieco) nos está diciendo que tiene vida propia y puede protagonizar su propia capacidad para desarrollar un crecimiento autónomo en libertad, que la escuela como institución encargada de la educación deberá abrirse a las complejidades de la vida y facilitar, promover ese crecimiento. En una canción de Alejando Lerner, comprometido músico defensor de la escuela pública en Argentina, suena una llamada repleta de esperanza y reivindicación del derecho a la educación, frente al absentismo familiar en contextos sociales desfavorecidos:
Vamos, niños, a la escuela,
que ya empieza un nuevo día.
Tienes el derecho de crecer y de estudiar.
Vamos, niños, adelante,
caminando hacia la vida,
tienes el derecho de aprender y de soñar.
Pero ese niño/sujeto es un ser integral. Si aquella escuela escolástica separaba razón, voluntad y sentimientos, y convertía el conocimiento en fragmentos sin conexión llamados «disciplinas», la propuesta de la nueva escuela integra y reconoce en el sujeto experiencia y capacidad para producir, historia concreta, biografía, emoción, subjetividad; encarnamiento en el territorio, en la lengua y la cultura propia, y en las relaciones y redes desde las que comparte significados. Este es un punto de partida y condición de posibilidad de un proyecto educativo emancipador. Esa nueva educación es posible. Lo fue para Albert Camus, que en El primer hombre describe así su experiencia escolar:
En la clase del señor Bernard, la escuela alimentaba un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En la clase del señor Germain sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo. Mása, el maestro, no se dedicaba solamente a enseñarles lo que le pagaban para que enseñara: los acogía con simplicidad en su vida personal, la vivía con ellos contándoles su infancia y la historia de otros niños que había conocido. (Camus, 1994, p. 128)
El derecho a la educación y el concepto de escuela pública
La segunda condición para una educación emancipadora tiene que ver con el reconocimiento de la educación como un derecho y la revisión del concepto de escuela pública. El reconocimiento del derecho implica la negación de cualquier tipo de exclusión a personas o pueblos para el acceso a una educación de calidad; se reconoc...