El lenguaje del cambio
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El lenguaje del cambio

Nueva técnica de la comunicación terapéutica

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El lenguaje del cambio

Nueva técnica de la comunicación terapéutica

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Las características esenciales del lenguaje de la comunicación terapéutica, ya conocidas por los presocráticos, han sido objeto, a lo largo de las últimas décadas, de penetrantes investigaciones en diversos aspectos de la vida y de la experiencia humanas. Lo que aflora a la superficie, procedente de aquellos ámbitos que por su singular y extraño carácter se consideran zonas profundas de nuestra mente, se traduce posteriormente en la conversación terapéutica al lenguaje de la razón y de la conciencia. Según Watzlawick, es este oscuro y, a menudo, extravagante lenguaje el que ofrece la llave hacia aquellas zonas en las que verdaderamente puede producirse el cambio terapéutico.

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Información

Año
2012
ISBN
9788425429293
1
A TÍTULO DE INTRODUCCIÓN
Se puede quitar a un niño las verrugas, mediante el recurso de «comprárselas». Para ello, se le da una moneda por su verruga y luego se declara que ya es de la persona que la ha comprado. Generalmente, el niño pregunta, divertido o extrañado, cómo se le puede quitar la verruga y entonces se le responde simplemente que no tiene que preocuparse, que la verruga misma se irá pronto, y por sí misma, al nuevo propietario.
Aunque es bien conocida, desde tiempos remotos, la eficacia de toda clase de tratamientos mágico-supersticiosos de las verrugas, no existe —y en concreto para el mencionado ejemplo— una explicación científica. Retengamos esto: sobre la base de una interacción simbólica absolutamente absurda, se produce un resultado totalmente concreto. Se contraen los vasos sanguíneos que irrigan esta excrecencia de origen viral y en definitiva se reseca el tejido, como consecuencia de una insuficiencia de oxígeno. Es decir, la aplicación de una comunicación interpersonal específica lleva aquí no a un cambio de opinión, de intenciones o sentimientos del compañero de diálogo, tal como puede observarse y conseguirse miles de veces en la vida cotidiana, sino a un cambio corpóreo que «normalmente» no puede producirse de forma voluntaria.
Y a la inversa, es bien sabido que los fenómenos psíquicos nos causan enfermedades físicas, que pueden, por así decirlo, inducirnos la enfermedad por hipnosis propia sin saber —al igual que nuestro Monsieur Jourdain— que dominamos y hablamos esta «prosa» patológica en la comunicación con nosotros mismos. Lo cual equivale también a decir que —fieles al principio similia similibus curantur— tiene que ser posible poner este mismo lenguaje al servicio de la curación.
O, para expresar esta reflexión con palabras algo diferentes: existen innumerables ejemplos que muestran la eficacia — determinante, amenazadora o salvadora— que pueden tener las emociones, concepciones, esperanzas y, sobre todo, las influencias de otros hombres. No es preciso aducir aquí los casos excepcionales y exóticos, tales como las consecuencias concretas de maldiciones dramáticas que se dan, por poner un ejemplo, en el fenómeno de la muerte vudú, o los resultados, muchas veces increíbles, conseguidos por los curanderos, para comprender que tiene que existir un «lenguaje» que causa estos efectos. Es, por consiguiente, razonable admitir que este lenguaje puede investigarse y aprenderse, al menos dentro de unos ciertos límites1.
En consecuencia, este aprendizaje y su aplicación pasa a convertirse en objetivo evidente y urgente de una terapia que concede importancia al poder concreto, casi diríamos manual, y que saluda con escepticismo los entusiasmos esotéricos de algunas modernas doctrinas psicoterapéuticas. Y, yendo todavía más lejos, me atrevería incluso a afirmar que, a la hora de aplicar este lenguaje, es secundario que el terapeuta se adscriba a esta o aquella teoría terapéutica, y más aún, que probablemente la mayoría de los asombrosos e inesperados resultados del tratamiento, para los que las correspondientes teorías no ofrecen explicación suficiente y que, en cierto modo no «deberían» propiamente haberse producido, deben atribuirse al empleo impremeditado y casual de este tipo de comunicación.
Se sabe desde hace mucho tiempo que la comunicación es conditio sine qua non de la existencia humana. Así por ejemplo, el padre Salimbene de Parma, cronista de Federico II, nos informa de un experimento, llevado a cabo por orden personal del emperador, con la intención de hallar una respuesta a la pregunta de cuál sería el lenguaje primitivo y natural de los hombres. Con este fin, ordenó que se pusiera un cierto número de recién nacidos bajo los cuidados de nodrizas a las que se dio la orden estricta de atender con esmero a los niños, de modo que nada les faltara, pero cuidando mucho de no dirigirles nunca la palabra ni hablar con otros en su presencia. Mediante la creación de este vacío lingüístico esperaba Federico poder comprobar si los niños comenzaban a hablar espontáneamente griego, latín o hebreo. Lamentablemente, el experimento no llevó a ninguna conclusión. En palabras de Salimbene, «fue un esfuerzo inútil, porque todos los niños murieron» [87]. Como es sabido, siete siglos más tarde René Spitz aportó, gracias a sus estudios sobre marasmo y hospitalismo [99] la explicación moderna del catastrófico final de aquel excurso imperial en la psicolingüística2.
Por lo demás, ya quince siglos antes de Federico II se sabía que el lenguaje puede influir en estados de ánimo, opiniones, comportamientos y, sobre todo, en las decisiones. Basta recordar la alta estima que los presocráticos sentían por la retórica y por los recursos sofísticos que empleaba. Tiene aquí particular interés el hecho de que la retórica, en cuanto sistema conceptual cerrado3, fuera una notable precursora de la moderna investigación de la comunicación, en cuanto que no se refería a un tema, un contenido o una doctrina determinados, sino que formaba una disciplina por sí misma; del mismo modo que el estudio de la pragmática de la comunicación [107] no se concibe como supeditada al contenido y el significado de un intercambio de información, sino como referida al fenómeno de la comunicación en sí 4. Pero justamente esta aparente falta de contenido es considerada —entonces, y a veces también en nuestros días— como elemento perturbador. La imposibilidad de subordinar la retórica a una disciplina concreta superior y las afirmaciones de sus representantes de que el hombre versado en retórica puede entablar una controversia con cualquier especialista de una materia determinada y salir victorioso de ella, tenían, por fuerza, que suscitar profunda desconfianza. Aquí podría encontrarse una de las razones principales de por qué un Sócrates por ejemplo se pronunció radicalmente en contra de los retóricos y los sofistas. Aristóteles, en cambio, mostró alta estima por la retórica y la consideraba —como diríamos hoy día— una forma de comunicación entre un hombre de prestigio, de elevada posición y alta credibilidad y el destinatario de sus manifestaciones, cuyo espíritu queda transformado por ellas. Esta forma de influir, tan libre de todo reproche ético, es la que expone prácticamente Aristóteles, con notable amplitud, en su Retórica a Alejandro, en la que se encuentran pasajes de sorprendente impertinencia y de maquiavélico cinismo.
Pero de entre todos los pensadores de aquella época, el que más se acercó al moderno concepto de comunicación terapéutica fue tal vez Antifonte de Atenas (480-411). Cierto que es muy poco lo que se sabe sobre su vida y su persona. Ni siquiera consta con certeza que Antifonte el sofista y Antifonte el terapeuta fueran la misma o distintas personas. En cualquier caso, han llegado hasta nosotros fragmentos según los cuales Antifonte fue el inventor de un «arte consolatorio» y consideró posible la elaboración de un sistema conceptual cerrado para influir, mediante el lenguaje, en los hombres. Fue, pues, el precursor de nuestra moderna pragmática, en cuanto que, al parecer, su objetivo principal consistía en conseguir la comprensión conceptual y la aplicación terapéutica de las reglas de la interacción lingüística. Con esta finalidad, dejaba primero que los enfermos hablaran de sus padecimientos y luego les ayudaba con una forma de retórica que utilizaba tanto la forma como el contenido de las manifestaciones del enfermo, de tal modo que en un sentido absolutamente moderno, las ponía al servicio de la reestructuración de lo que el enfermo tenía por «real» o «verdadero», es decir, al servicio de una modificación de aquella concepción del mundo que le hacía sufrir. Sobre él nos informa Plutarco:
Mientras se hallaba ocupado en el estudio de la poética, descubrió un arte para liberar de los dolores, del mismo modo que existe un tratamiento médico para los enfermos. Se le asignó una casa en Corinto, junto al ágora, en la que puso un anuncio, según el cual podía curar a los enfermos por medio de palabras [79].
De parecida forma. Platón en su conocido diálogo nos presenta a Gorgias, que se gloría:
Muchas veces visité con mi hermano y otros médicos a un enfermo que no deseaba tomar alguna pócima, o que no quería que los médicos le sajaran o cauterizaran, y aunque el médico no lograba convencerle, conseguía yo persuadirle, sin otra ayuda que la de la retórica [76].
A Platón mismo se le considera el padre de la catarsis, es decir, de la purificación y convicción del alma mediante el lenguaje. Es indudable que ya Platón y los médicos hipocráticos explotaban aquí básicamente el efecto de la descarga producida por la reacción de los sentimientos. En el siglo III a.C. los estoicos especialmente aceptaron este principio y lo situaron en el centro de la teoría según la cual todas las perturbaciones del alma y los oscurecimientos de la luz eterna de la razón, inherentes a ellas, deben atribuirse al efecto —opuesto a la razón— de los sentimientos.
En el siglo I d.C. aporta Quintiliano, en sus Instituciones oratorias una importante —y también aquí muy moderna— contribución mediante la introducción del concepto de retórica somática, es decir, de oratoria corpórea. Se refiere con esta expresión a los «recursos estilísticos», tanto ópticos como acústicos, del orador, cuyo exacto conocimiento aumenta su capacidad de persuasión y que han vuelto a ser, por así decirlo, redescubiertos en la ciencia del comportamiento humano de las últimas décadas bajo diversos conceptos, tales como kinesiterapia, lenguaje corpóreo, fenómenos paralingüísticos; todo ello inserto, en general, en el ámbito de la comunicación averbal. También para Quintiliano, como en general para todo retórico, tiene una importancia decisiva la capacidad de convencer a las personas a quienes se habla. Para conseguirlo, el lenguaje corporal convincente debe estar acompañado de las palabras adecuadas, de la pronuntiatio (es decir, la declamación):
Si la influencia de la declamación puede ser tan grande, incluso en asuntos de los que sabemos que son inventados y no reales, que puede provocar en nosotros cólera, lágrimas o temor, ¿cuánto mayor no ha de ser este efecto, cuando creemos que lo que oímos es real? [83].
Se comprende muy bien que junto a la primera acusación, ya antes mencionada, de «vacío» que se le hace a la retórica, se añada la otra, mucho más grave, a saber, de que quien domina este arte puede ponerlo al servicio tanto de lo justo como de lo injusto, de lo verdadero como de lo falso. También a esto alude Platón en el Gorgias:
Ahora bien, mi querido Sócrates, hay que servirse de la retórica como de cualquier otro medio destinado a la lucha. Tampoco las otras artes pugilísticas pueden utilizarse contra todas las personas por la simple razón de que se ha aprendido el boxeo o la lucha libre o el pancracio de tal modo que se es superior a amigos y enemigos. No por eso se puede golpear, herir o matar a los amigos; ni tampoco se puede —por Zeus— odiar a los maestros y profesores del pancracio y expulsarlos del Estado porque alguien de vigoroso cuerpo, que aprendió el boxeo en la escuela de lucha, luego golpeó a su padre o a su madre, o alguno de sus parientes o amigos. Se les enseñó para que lo emplearan adecuadamente para defenderse, no para atacar. Pero estos tales lo utilizan para las dos cosas y no se sirven de su fuerza y de su arte como es debido. No debe, pues, vituperarse a los maestros ni es culpable y vituperable el arte, sino —esto es lo que pienso— aquellos que no lo utilizan como deben. Y lo mismo ocurre con la oratoria [76].
2500 años no han aportado modificaciones a esta problemática. Lo que se acaba de decir es válido también, en todos sus extremos, para la moderna investigación de la comunicación, y, por ende, también para este libro. Todo medio terapéutico puede ser mal empleado, del mismo modo que, a la inversa, también de un veneno puede hacerse triaca. Pero precisamente en nuestros días casi todas las formas de influencia, y en concreto la llamada manipulación, son atacadas y condenadas como carentes de ética. La acusación no se refiere tan sólo al abuso de la manipulación, posible, por desgracia, en todo momento, sino ante todo y sobre todo a la manipulación en cuanto tal. Tras esta opinión se esconde la utopía, ciegamente aceptada, de que o bien es posible una convivencia humana en la que no existe ninguna influencia mutua o, al menos se da el caso, aparentemente tan ideal, de la absurda forma de oración de Fritz Perls: «You do your thing, and I do my thing... etc.» A partir de esta premisa se derivan luego fácilmente formas terapéuticas empapadas de falsa sinceridad cuyo denominador común es la afirmación de estar libres de toda manipulación5. Ya hemos expuesto con detalle en otras obras [108, págs. 71-85; 109, págs. 33-36] las consecuencias prácticas de una tal utopía. Pero como al parecer nunca se insistirá bastante, afirmaremos también aquí, una vez más, que no se puede no influir. Por eso es absurda la pregunta de cómo poder evitar el influjo y la manipulación. Lo único que queda es la decisión —de la que nunca se nos dispensa— de cómo utilizar responsablemente, y de la manera más humanitaria, ética y eficaz, esta ley fundamental de la comunicación humana.
Quien se sienta repelido por estos hechos y los salude con hostilidad o desilusión, podría recordar el título de un libro de Heinz Burger que no es sólo un título, sino también un aforismo: Dasein heisst, eine Rolle spielen (Existir es desempeñar un papel [16]). Incluso un hombre como Enzensberger, que rechaza tan radicalmente la moderna «industria de la conciencia» (excelente denominación, con la que se describe la tupida red de múltiples influencias y el encauzamiento de la opinión de los ciudadanos a través de los medios de comunicación colectiva, de los políticos, de la ciencia, de la propaganda, etc.), acentúa que con la simple repulsa no se consigue nada; se trata más bien de «distinguir entre integridad y derrotismo. No se trata de rechazar impotentemente la industria de la conciencia, sino de entrar en su peligroso juego. Para esto se requieren nuevos conocimientos...» ([22], el subrayado es mío ).
Para poner bien en claro la posición de este libro, debemos mencionar una segunda utopía: desde los tiempos de los antiguos retóricos hasta nuestros días se viene arrastrando la convicción de que la razón es la suprema cualidad humana y de que, con su ayuda, puede el hombre llegar a comprender la verdad eterna. Volveremos más adelante sobre este extremo, para comprobar hasta qué punto esta utopía se ha conservado también en la moderna psiquiatría y ha determinado la teoría y la técnica terapéutica. Como se ha explicado en otro lugar [109], prevalece en este punto la opinión de que puede concebirse la realidad objetivamente y que, por consiguiente, el grado de adaptación a la realidad de una persona es también al mismo tiempo la medida del grado de su normalidad.
Pero pondremos en claro que esta opinión es insostenible, y que sólo podemos hablar de imágenes de la realidad, pero no de la realidad.
2
NUESTROS DOS LENGUAJES
Les mots et leur syntaxe, leur signification, leur forme externe et interne ne sont pas des indices indifférents de la realité, mais possèdent leur propre poids et leur propre valeur.
Roman Jakobson
Si repasamos lo que hemos venido diciendo hasta ahora, advertiremos que su contenido responde en cierto modo a lo que se espera de una obra especializada: una introducción, una síntesis, la obligada indicación de las fuentes históricas, la posición personal adoptada por el autor y cosas semejantes. Visto desde el modo como estas páginas intentan entrar en comunicación con el lector, es decir, desde el punto de vista de la exposición lingüística, el libro se acomoda desde luego a la norma: su lenguaje es esclarecedor, transmite información (sobre cuyo valor objetivo pueden existir, evidentemente, diversas opiniones), es cerebral, intelectual y —prescindi...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Prólogo
  5. 1. A Título de introducción
  6. 2. Nuestros dos lenguajes
  7. 3. Nuestros dos cerebros
  8. 4. Comprobaciones Experimentales
  9. 5. Concepciones del mundo
  10. 6. Formas Lingüísticas del hemisferio cerebral derecho
  11. 7. El Bloqueo del hemisferio cerebral izquierdo
  12. 8. Prescripciones de comportamiento
  13. 9. Todo menos esto
  14. Rituales
  15. 11. Observaciones finales
  16. Notas
  17. Bibliografía
  18. Más información