¿Virus soberano?
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¿Virus soberano?

La asfixia capitalista

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¿Virus soberano?

La asfixia capitalista

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El coronavirus es un virus soberano que traspasa los muros patrióticos, las arrogantes fronteras de los soberanistas. Y revela con toda su terrible crudeza la lógica inmunitaria que excluye a los más débiles. La diferencia entre protegidos e indefensos, que desafía toda idea de justicia, no ha sido nunca tan evidente. El virus ha puesto al descubierto la crueldad del capitalismo y muestra la imposibilidad de salvarse si no es con ayuda mutua, obligando a pensar una nueva forma de vivir juntos.Un incisivo análisis del acontecimiento histórico que ya ha marcado el siglo XXI. Desde la cuestión ecológica hasta el gobierno de expertos, desde el estado de alarma hasta la democracia inmunitaria, desde el dominio del miedo hasta el contagio de la conspiración, desde la distancia impuesta hasta el control digital: cómo está cambiando la existencia, cuáles pueden ser los efectos políticos en el futuro.

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Información

Año
2020
ISBN
9788432320026
El mal que viene
Llevaba ya tiempo en el aire. Muchos siguieron con su vida ignorándolo, por incredulidad, sospecha o simplemente por resignación. Luego todo se detuvo –como se detiene un mecanismo desgastado que ha girado demasiadas veces sobre sí mismo–. Cayó un silencio fantasmal, desgarrado por los silbidos de las sirenas.
A pesar de los colores soleados que tiñen las calles en primavera, todo está impregnado de un estupor sombrío. Han desaparecido las mesas de los bares, se han disipado las voces de los estudiantes. Sobre el asfalto amortiguado corren veloces autobuses medio vacíos, vestigios del mundo febril de antes, notas discordantes.
Todo el mundo escudriña al vecino, de una ventana a otra. En la acera se encuentran con entusiasmo espontáneo dos personas que se conocen, pero el saludo se convierte en un amargo gesto con la mano que disuade al otro, que pide distancia.
La ciudad eterna, después de siglos de historia, contiene el aliento. En una apnea aturdida, una espera angustiada.
Es un evento histórico, que señala una nueva época, que marca un antes y un después, que ha cambiado ya el siglo xxi e incluso la forma de verlo. Entre la desorientación y el desconcierto, muchos repiten que es un acontecimiento «sin precedentes», y es correcto denominar así la pandemia global provocada por el coronavirus. Un evento, como es sabido, nunca es un unicum sólo por el hecho de insertarse en la trama de la Historia. Sin embargo, en este caso las comparaciones con hechos del pasado, recientes incluso, son poco acertadas, estridentes. El siglo xx parece haberse alejado de repente, como nunca. He aquí la razón por la que probablemente caigan en muchos errores aquellos que usan lentes del siglo xx para descifrar lo que está sucediendo.
¿Por qué no analizar entonces un shock más cercano, el del 11 de septiembre? La comparación ya ha sido mencionada. Con el derrumbe de las Torres Gemelas, un acto terrorista seguido en vivo desde todo el mundo, se inauguró en 2001 el tercer milenio. Sin embargo, las diferencias son claras. A pesar de ser el primer evento global, para muchos fue un drama impactante, visto no obstante de lejos, filtrado por la pantalla del televisor. Se plantearon preguntas éticas sobre «el dolor de los demás», sobre aquellas imágenes convertidas con no poca frecuencia en espectáculo, mientras los temas políticos planteados por la «guerra contra el terror» y el incipiente estado de emergencia se debatieron durante mucho tiempo. Sin embargo, ese derrumbe no afectó realmente al curso de la Historia, la sucesión de décadas, desde la posguerra hasta el presente, dominadas aún por la confianza en el progreso, entregadas al creciente bienestar.
Invisible, impalpable, etéreo, casi abstracto, el coronavirus ataca nuestros cuerpos. Ya no somos sólo espectadores: somos víctimas. Nadie se salva. El ataque fue lanzado al aire. A escondidas, el virus ataca el aliento, te quita la respiración y provoca una muerte horrible. Es el virus de la asfixia.
El mal que viene es un biovirus asesino, un germen catastrófico. Pero esta vez no es una metáfora. Lo que cae enfermo es el cuerpo físico: el cuerpo desgastado de la humanidad, el organismo nervioso, cansado, sometido durante años a una tensión insoportable, a una agitación extrema. Hasta la apnea. Quizá no sea ninguna coincidencia que el virus prolifere en las vías respiratorias, por donde pasa el aliento de vida. El cuerpo se aparta del ritmo acelerado, ya no aguanta, cede, se detiene.
¿Es este el temido incidente del futuro? Cualquier diagnóstico sería apresurado. Sin embargo, uno se ve empujado a creer que no es un accidente, un contratiempo, un episodio periférico, sino que se trata más bien de un evento fatídico que irrumpe en el núcleo del sistema. No es sólo una crisis, sino una catástrofe a cámara lenta. El virus ha detenido todo el aparato. Lo que vemos es una convulsión planetaria, el espasmo producido por la virulencia febril, la aceleración en sí misma, que ha alcanzado inexorablemente el punto de inercia. Es una tetanización del mundo.
Todo parece detenerse en una contracción amarga, una reacción en cadena, un efecto viral. Es un fallo inesperado (¡y, sin embargo, predecible ya desde hacía tiempo!), un fallo interno. El engranaje está suelto y girando sin control. Casi se puede sentir la disonancia de los hierros que ya no encajan. Así como es imposible descifrar el orden secreto de las catástrofes, también es difícil decir qué trae consigo esta enigmática suspensión: ¿que el biovirus es una última, dramática señal de alarma?; ¿que es, además, una puesta a prueba de nuestra resistencia vital antes del desplome definitivo?
Lo que ha desencadenado el coronavirus no es una revolución, como imaginan algunos, sino una involución. Sin embargo, esto no significa que esta parada repentina no pueda ser una pausa para la reflexión, un intervalo antes de un nuevo comienzo. Lo que sí se manifiesta con claridad es la irreversibilidad.
No se puede ocultar el deseo de cambio que, en los últimos años, ha aumentado debido a un sistema económico injusto, perverso y obsoleto, cuyos efectos son el hambre y la desigualdad social, la guerra y el terror, el colapso climático global, el agotamiento de los recursos. Sin embargo, lo que está trastornando el mundo es un virus. No es el evento que se esperaba, el que, en la turbación incesante, entre los escombros del progreso, iba a tirar del freno de emergencia de la Historia.
El virus inesperado ha suspendido lo inevitable de lo siempre igual, ha interrumpido un crecimiento que mientras tanto se había convertido en un crecimiento incontrolable, desmedido e interminable. Toda crisis contiene siempre la posibilidad de rescate, de redención, de liberación. ¿Se escuchará la señal? La violenta pandemia, ¿será también la oportunidad de cambiar? El coronavirus ha robado los cuerpos al engranaje de la economía. Tremendamente mortífero, no obstante también es vital. Por primera vez la crisis es extrasistémica; pero esto no quiere decir que el capital no vaya a saber beneficiarse de ella. Si nada va a ser como antes, todo podría caer en lo irreparable. El freno está activado: el resto depende de nosotros.
Entre cálculos y predicciones. Sobre el «fin del mundo»
Al parecer, al final la epidemia no era tan impredecible. De hecho, había sido anunciada varias veces en los últimos cinco años. No estoy hablando de escenarios de ficción televisiva o teatral ni de visiones escatológicas. Ya en 2017 había advertido la OMS (Organización Mundial de la Salud) que la pandemia era inminente, cuestión de tiempo; no se trataba de una hipótesis abstracta. En septiembre de 2019, un equipo de la Global Preparedness Monitoring Board, compuesto por expertos del Banco Mundial y de la OMS, escribió en un informe: «La amenaza de una pandemia mundial es real. Un patógeno en rápido movimiento tiene el potencial de matar a decenas de millones de personas, devastar las economías y desestabilizar la seguridad nacional».
¿Por qué se hizo oídos sordos a esta alarma? Esta pregunta concierne a la ciencia, antes incluso que a la política. La sospecha es que el capitalismo académico no beneficia a la investigación. Se ofrece conocimiento, se brinda orientación, se delinean perspectivas, pero todas las investigaciones se quedan encerradas en las bibliotecas gubernamentales, en los armarios de los ministerios. El esfuerzo de los científicos acaba por reducirse a vana producción literaria.
Asimismo, los resultados científicos aceptados ya abiertamente a nivel internacional corren el riesgo de acabar por no ser eficaces debido a la falta de colaboración. Existe un tratado internacional firmado en 2005, bajo los auspicios de la OMS, que ha sido ignorado por completo durante este tiempo. A pesar de las repetidas advertencias, cada Estado ha seguido obstinadamente su propia política, muchas veces confusa e improvisada, haciendo creer que el virus era un problema de otros y llegando –como Trump o Bolsonaro– a negar el peligro hasta el final.
Se puede decir que la epidemia global provocada por el covid-19 es el tercer acontecimiento importante del siglo xxi. Después del ataque terrorista del 11 de septiembre, no podemos olvidar la grave crisis financiera y crediticia de 2008, que, desatada por una burbuja inmobiliaria, ha causado a lo largo de los años, a través de mecanismos de contagio, una recesión global y un endeudamiento desmesurado. Hay muchas similitudes entre la crisis financiera y la sanitaria. Las finanzas también tienen sus virus. Pero más allá de las metáforas, el covid-19 proviene del cuerpo y detiene desde fuera el engranaje capitalista. Sin embargo, los nexos entre aquella coyuntura y esta son estrechos. Una crisis hace referencia a la otra; de hecho, la anuncia y la prepara, en una especie de cadena catastrófica ininterrumpida.
Los albores del tercer milenio se caracterizan por una enorme dificultad para imaginar el futuro. Se teme lo peor. Ya no hay ninguna expectativa o apertura al futuro. El futuro parece cerrado, destinado en el mejor de los casos a reproducir el pasado, reiterándolo en un presente que tiene la apariencia de un futuro anterior.
No es casualidad que se multipliquen a un ritmo exasperado encuestas, conjeturas y predicciones. En ellas debe entreverse la voluntad de dominar el «peor futuro», de controlarlo a través del cálculo. Este es el sello y la marca de nuestra era, en la que el tiempo que viene es la amenaza que se cierne desde el cielo contaminado. Domina una espera llena de angustia, cargada de aprensión.
El «fin», terrible e inescrutable, ha turbado al mundo a lo largo de los siglos. Pero este fin tiene un significado real hoy. Ya no se trata sólo del «fin de la Historia», aquella macabra profecía neoliberal que en las últimas décadas ha repetido que «there is no alternative!», que no hay ninguna alternativa a la despiadada economía del capital.
Ahora se da por supuesto que el «fin del mundo» es algo obvio, para empezar ya desde las ciencias empíricas: climatología, geofísica, oceanografía, bioquímica, ecología. Pero no se pueden ignorar las innumerables referencias de filósofos y antropólogos. Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro investigaron los temores del «fin» en el ensayo ¿Hay un mundo por venir?, publicado en 2014. Dos mujeres en concreto, Isabelle Stengers y Donna Haraway, hablaron de resistencia en los «tiempos catastróficos» de la destrucción capitalista y de supervivencia en un «planeta infecto».
The last age, la última era, la era del fin: así la llamó Günther Anders, el filósofo que se vio empujado, tal vez más que el resto, a predecir el exterminio de la humanidad lanzando una poderosa advertencia contra ese suicidio que, ya entonces, parecía dibujarse inevitablemente en el horizonte. Poco ha cambiado desde los años inmediatos de la posguerra, en los que escribió Anders. Hemos pasado del invierno nuclear al calentamiento global. Por lo demás, a pesar de todas las tomas de conciencia, no se ha detenido la carrera hacia el desastre ecológico.
Esto, sin embargo, aparece de nuevo: la inminencia del fin tiene para nosotros, que vivimos en el tercer milenio, un carácter histórico, ya no sólo cosmológico. La certeza histórica del fin pone el sello a una era que emerge en un escenario apocalíptico en el que faltan resonancias teológicas y promesas políticas. El apocalipsis se perfila en plena modernidad laica y científica. El mal que viene se anuncia en la carrera de una humanidad que ahora lucha contra su autodestrucción.
Se abre camino la idea de que la muerte del individuo podría coincidir con el fin del mundo. Nada quedaría después, ni la memoria de los demás, ni la memoria compartida, ni el legado, ni la herencia. Todo, por tanto, habría sido en vano. Lo que la humanidad ha edificado durante siglos y milenios terminaría para siempre, en un exterminio que es más que una simple extinción. En los múltiples milenarismos del pasado se podía fantasear con el fin de los tiempos, entre creencias, expectativas y delirios. Nosotros somos hoy los primeros en tener que creer –sin conseguirlo–. Somos los primeros en tener que pensar que quizá seamos los últimos.
Se desvanece la idea de progreso y, a la vez, desaparece también la confianza en que sea posible influir en el curso de los acontecimientos, evitando lo inevitable, mejorando la suerte humana. Parece que no hay redención, ni reparación, ni salvación. La esperanza parece condenada a ser letra muerta. Los sufrimientos padecidos en el presente no encuentran una promesa de resarcimiento en la justicia venidera. Todo resulta ser terriblemente irremediable. Precisamente porque la Historia pierde significado, cada existencia hace su historia, dispersa y separada en un destino singular e indescifrable. Se cortan los vínculos con las demás existencias y con las demás historias individuales. Se hace entonces imposible leer la derrota propia en una Historia cuyo resultado está todavía por decidir, ver la vida propia como contribución a la construcción de un mundo distinto, el de la dicha celestial o el de la justicia terrenal en una sociedad sin clases. Se deja en herencia un mundo peor y se rompe el pacto ancestral entre generaciones: los padres recriminan a los hijos, que a su vez recriminan a los padres.
Así es la privatización del futuro, fuente no sólo de angustia sino también de violencia generalizada. Se entrega la existencia tan sólo al recorrido de su vida física, se relega a la propia biografía, en cuyo seno se concentran todas las expectativas. Esa es la razón por la que el cuerpo adquiere un valor tan decisivo, un lugar donde se desarrolla hasta el final la lucha contra el límite de la muerte. A medida que el dolor, la enfermedad, la vejez se vuelven absolutamente intolerables, el placer, la amistad y el amor representan regalos irrepetibles arrancados al luto de la catástrofe, instantes puntuales y discontinuos de un presente que aprovecha por sí mismo en una lucha incesante contra los demás. Cada uno cultiva su propia utopía individual, una quimera hecha de éxito, riqueza, prestigio. La mayoría está destinada al naufragio. ¿Cómo cumplir esas promesas precipitadas? ¿Cómo hacer coincidir esas fantasías narcisistas con la realidad? Las privaciones y los sacrificios, mal soportados, porque no se interpretan en una perspectiva histórica común, dejan espacio para el desaliento, la frustración, la ira.
Aquí sale a la luz la derrota de la política, que, desprovista de impulso, centrada en el presente sin mañana, procede de emergencia en emergencia, tratando de acomodar los eventos, de montar la ola. La irresponsabilidad, es decir, la falta de respuestas a las generaciones futuras, parece ser su...

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