Crónica de una explosión
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Crónica de una explosión

  1. 460 páginas
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Crónica de una explosión

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Información del libro

La pequeña aldea de Explotia, situada entre las cristalinas aguas del río Yi y las imponentes cumbres de la sierra de Balou, pasará, en escasos cincuenta años, de tener unos pocos cientos de habitantes a transformarse en una megalópolis de más de veinte millones de almas capaz de rivalizar con Pekín y Shanghái. Esta titánica transformación, que se cimenta sobre la corrupción, la prostitución y la ambición desmesurada (representada por los respectivos líderes de los dos clanes dominantes: el alcalde Kong Mingliang y la poderosa empresaria del sexo y la noche, Zhu Ying) acarreará inesperadas consecuencias para Explotia y sus habitantes.Una vez más, Yan Lianke, uno de los más grandes maestros de la literatura china contemporánea, nos sorprende con esta Crónica de una explosión, un texto que muestra las profundas heridas abiertas en la sociedad china actual y nos ofrece una imagen especular del gigante asiático que, al igual que la diminuta aldea, ha vivido durante las últimas décadas cambios tan increíbles y profundos que, muchas veces, sus resultados parecen sacados de una fábula fantástica.

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Información

Año
2020
ISBN
9788415509585
Edición
1
Categoría
Literatura

CAPÍTULO NUEVE
MEDIO AMBIENTE

I. AVES

-1-

Mingguang, el primogénito de los Kong, decidió divorciarse de su mujer y el motivo no fue otro que la nueva asistenta. Se llamaba Xiaocui y tenía veintinueve años, era hermosa y hablaba con tal dulzura que sus labios parecían untados en miel de la mañana a la noche. Era una de las mujeres que Zhu Ying había traído de la ciudad al Sin Límites, pero esto nadie lo sabía. Cuando le preguntaban por su lugar de origen, decía ser de las montañas, cuando le preguntaban por su edad, replicaba: «¡Adivina!», y cuando le preguntaban por la salud de sus padres, rompía a llorar y explicaba que habían muerto hacía mucho, y que por ese motivo tuvo que marcharse del hogar y ponerse a servir. Así, todo el mundo se solidarizaba y se portaba bien con ella, y Xiaocui esbozaba la sonrisa de la huérfana bien tratada.
Su rostro siempre mostraba una sonrisa, como flotantes nubes coloridas. Su voz era afable y susurrante, y hablaba y se comportaba con tanta discreción que, estando presente, parecía ausente. Y aun pareciendo no estar, cuando uno comenzaba a sentir la boca reseca, ella se presentaba con un vaso de agua, y cuando el sudor acababa de aflorar sobre la piel, con una muda limpia.
Era un hada.
Zhu Ying la llevó a casa de los Kong algunos días después de que aquella otra asistenta de mediana edad se marchara cuando Mingliang se convirtió en alcalde de la villa. Tal y como Zhu Ying había imaginado, nadie en la familia había visto que la antigua asistenta dirigiera a Kong Dongde más que unas pocas frases, como tampoco nadie se había percatado de que entre ellos hubiera nada fuera de lo común. Hizo la colada, cocinó, preparó el té y, en suma, cuidó de los Kong durante más de medio año. Cuando tocaba servir té, servía té; cuando tocaba alcohol, servía alcohol; y cuando tocaba retirarse se encerraba en su cuarto y no salía. Sin embargo, al poco de su partida, Zhu Ying reparó en que el suegro apartaba incomprensiblemente el cuenco a un lado durante las comidas y se quejaba de que su mujer había salado demasiado los platos, despotricaba porque su nuera Qinfang no lavaba bien la ropa y, por las noches, cuando no era dolor de muelas, era que le subía la fiebre. Se llamaba al médico y se compraban medicinas, aunque de nada servían una cosa ni la otra, pues él seguía dando la lata por esto o aquello.
Un día, cuando no había nadie más en la casa, el suegro suplicó a Zhu Ying:
—Trae de vuelta a la asistenta.
Y Zhu Ying supo que había llegado el momento de poner en marcha el plan. Metió a Xiaocui en casa, la vistió con telas de fabricación casera de las que lleva la gente de las montañas y le lavó la cara hasta dejarla limpia y pura, sin rastro de frivolidad ni cosmética. Xiaocui se presentó ante Kong Dongde y lo llamó anciano y señor, a su mujer la llamó anciana y señora, y a continuación se remangó y se puso a barrer, a quitar el polvo de las mesas, y hasta se arrodilló en el suelo para buscar no sé qué objeto redondo que Kong Dongde había perdido. Trabajaba como lo haría en su propia casa, como si se ocupara de sus propios abuelos, sin reservas ni distancias. La intención de Kong Dongde era que Zhu Ying trajera de vuelta a la asistenta de mediana edad, pero su nuera no lo hizo, explicó que se había puesto a trabajar en otra casa y que no regresaría ni aunque le ofrecieran un dineral, por lo que no tuvo más opción que contratar a una más joven. Quizás, añadió Zhu Ying, Xiaocui trabaje mejor que la otra y, aunque no tenga la misma habilidad para hacer la colada, es diligente y mejor hablada.
Xiaocui se instaló a vivir en la casa de los Kong.
A los tres meses, Mingguang decidió divorciarse de su mujer para casarse con ella. Lo anunció después del almuerzo, cuando el perezoso sol desplegaba su luz de barro amarillento en el patio de los Kong, los gorriones se lamentaban sobre un árbol gorjeando como palomas y el sonido de pasos que cruzaba por delante del portón era tan remoto y sutil como el de las hojas al caer. A medida que en Explotia soplaban vientos de prosperidad y bullicio, los explotianos se habían ido mudando cerca de la calle del río y allí habían construido sus casas para abrir negocios o alquilar los bajos a otros comerciantes. Las edificaciones nuevas que acababan de construirse en la ladera de la montaña se vaciaron de gente al instante, se enfriaron, y el ruido de pasos fue cada vez más apagado. Mingliang permanecía a menudo enfrascado en el gobierno de la villa y rara vez volvía. Comía y dormía en la oficina y casi se diría que tenía intención de morir en ella. Tras suspender el examen de ingreso a la universidad, Minghui encontró un trabajo en el Gobierno de la Villa como encargado de las nuevas altas y nacimientos en el registro civil. Decía que eran tantos los nuevos residentes y tan alto el número de formularios que debía rellenar y firmar que tenía la mano dolorida e hinchada, por lo que, dedicado a su trabajo, solo regresaba para las comidas y se marchaba nada más acabar de comer. El mayor, Mingguang, pasaba la mayor parte del tiempo en casa aduciendo que aquel día no había clase por algún motivo y el siguiente era festivo por cualquier otro. Así, bajo la luz amarillenta como el barro de aquel día, Kong Dongde estaba sentado en una silla mientras Xiaocui le masajeaba la espalda cuando Kong Mingguang salió de su habitación con los libros de texto entre las manos y la caja de las tizas agarrada en el brazo doblado por el codo. Tenía intención de ir a dar clase, pero cuando estuvo en patio volvió la vista.
—¿Vas a dar clase, maestro? —preguntó Xiaocui, y él asintió con la cabeza primero a la asistenta y luego al padre, para a continuación cruzar el portón como todos los días.
Tras marcharse, los gorriones revoloteaban como acostumbraban y las urracas cantaban sobre el caballete del tejado. Todo era igual al resto de días, nada difería, nada había cambiado. Pero cuando no habían pasado más que unos cuantos minutos de su partida, Mingguang dio media vuelta y entró de nuevo en la casa, con rostro desvaído cerró el portón a su paso y se detuvo erguido en medio del patio como un poste de madera, observando con fijeza la extrañeza roja y blanca de los rostros del padre y Xiaocui.
—Padre, tengo que decirte algo —las palabras se le escaparon de la boca.
Kong Dongde lo miró de hito en hito.
—Voy a divorciarme —dijo, y a continuación gritó con determinación—: Y luego me voy a casar con Xiaocui. ¡No puedo esperar el día en que me vea casado con Xiaocui!
Kong Dongde palideció. Paralizado sobre la silla, enderezó la espalda, giró la cabeza y miró a Xiaocui, que había interrumpido el masaje y lo contemplaba inmóvil en el sitio. Su rostro parecía una nube blanca paralizada por un frío repentino, con la boca a medio abrir y los ojos como platos, como si el anuncio la hubiera cogido por sorpresa y no supiera qué hacer. Kong Dongde oyó entonces a los gorriones arrullar como palomas desde lo alto de la tapia del patio y a las urracas emitir extraños graznidos como los de los cuervos sobre las ramas, por encima de su cabeza y en el tejado. No sabía qué había entre su hijo mayor y Xiaocui, ni por qué la nuera que había ido a pasar unos días a la casa de sus padres no había regresado medio mes después.
Preguntó al hijo:
—¿Cuándo vuelve tu mujer?
—Como vuelva soy capaz de matarla —replicó este.
El rostro pálido de Kong Dongde se cubrió de un sudor rojo. Observó el gesto torcido de la cara del hijo y le gritó con voz temblorosa:
—Esto que has hecho es una maldad, ¿te enteras?
—¡Al que nos impida casarnos lo mato! —Mingguang apretó los dientes al hablar, su mirada parecía la del hombre realmente capaz de matar, y sus ojos, inyectados de hilillos de sangre, observaban al padre con odio—. En cuanto me case con Xiaocui nos iremos de esta casa y viviremos por nuestra cuenta. Aunque cuando lo repartas todo no me des ni un céntimo, seguiré queriendo vivir con ella. ¡Quiero estar con ella toda la vida hasta que me muera!
Y tras esto, se marchó.
Se fue dando zapatazos contra el suelo y un portazo al salir. Los gorriones de la tapia y las urracas de los árboles salieron volando siguiendo sus pasos, los primeros gorjeando como palomas, graznando como cuervos las segundas. Viéndolo marchar, Kong Dongde agarró a Xiaocui del brazo y le preguntó:
—¿En serio? ¿Me quieres decir que esto es verdad?

-2-

A los pocos días, Cai Qinfang, la mujer de Mingguang, regresó de casa de sus padres.
Y ocurrió que, nada más llegar, se metió directa en el dormitorio a pelearse con Mingguang. El estruendo de golpes, porrazos y objetos estrellados resonaba como una tormenta de truenos. El día era gris y el cielo amaneció cubierto de nubarrones negros que formaban filamentos y se arremolinaban como en un traqueteo de carros y caballos. La mujer de Kong Mingliang lanzó un barreño al patio, hizo añicos la botella del agua arrojándola contra el suelo y arañó la cara del marido hasta que sangró. Escribió con tiza en las paredes «cretino» y «cabrón» repetidas veces y, a continuación, prendió fuego con una cerilla a los libros de texto que utilizaba en sus clases y a los cuadernos de los deberes de los alumnos. A la luz de las llamas, su mujer le preguntó:
—¿Eres un cabrón?
—Seamos civilizados.
—¿Eres un cretino?
—¡Seamos civilizados!
Cuando la mujer cogió una tetera eléctrica y se la lanzó, Kong Mingguang salió espantado al patio cubriéndose la cabeza con las manos. Entonces se encontró con su padre, que alargaba el pescuezo de pie en medio del patio observando cuanto ocurría en el interior del cuarto. Mingguang le lanzó una mirada y escupió delante de él:
—Sé que has sido tú el que ha llamado a Qinfang para que volviera de casa de sus padres… ¡Ten cuidado conmigo!
Tras proferir estas palabras, corrió a la calle cruzando el portón, cerró las dos hojas de la puerta y atrancó el pomo para que su mujer no lo siguiera. Esta se acercó al portón despeinada, sacudió varias veces el pomo, comenzó a dar vueltas por el patio como una loca, miró al suegro y le dijo:
—¡Tu hijo es un cerdo, un perro y un cabrón!
—No puedes darle el divorcio por nada del mundo.
—Es peor que un cerdo, un perro o un cabrón.
—Átalo en corto y no te divorcies. Si haces caso a lo que te digo, te daré lo que quieras.
Al igual que su primogénito, también la nuera escupió delante de él, regresó al cuarto y comenzó recoger su ropa y sus objetos de valor, dispuesta a volver a casa de sus padres. Dispuesta a abandonar para siempre a los Kong. Pateó al entrar los trastos tirados por el suelo, se agachó a coger una taza de té y la lanzó contra la pared de enfrente. Entró y salió, sacó del armario una bolsa de viaje y comenzó a ordenar y empacar. Cuando había introducido en la bolsa la mitad de sus pertenencias, una sombra tembló en el cuarto. Se giró y se encontró con el suegro, que se acercaba para consolarla y persuadirla para que se quedara.
—Si te vas, el bruto ese se saldrá con la suya.
Ella lo escuchó.
—No te vayas, no te divorcies.
Ella lo escuchó.
—Como sabes, Explotia se convertirá tarde o temprano en capital de condado, en una ciudad, y tu hermano Mingliang será tarde o temprano jefe de condado o alcalde de ciudad. Si te quedas con los Kong, serás la cuñada del jefe del condado, pero si te divorcias, si te marchas de Explotia y regresas a casa de tus padres, dejarás de ser vecina de esta villa y en el futuro no podrás ser habitante de ciudad. Serás una campesina y una montañera toda tu vida.
Las manos que ordenaban el equipaje se detuvieron. Ante ella, el desorden sobre la cama parecía un montón de flores que hubiera destrozado y tirado. El día era gris y un aire húmedo, antesala de lluvia, circulaba asemejándose bajo la luz encendida a un paño de seda iluminado. Qinfang permaneció inmóvil junto a la cama, se dio media vuelta y observó al suegro, con el rostro demudado pero con buen color. Vio sus cabellos ya blancos aunque fuertes, las manchas violáceas y las venas oscuras palpitando en sus manos, decidió callar lo que pensaba decir y dejó al suegro continuar:
—No te marches de esta casa. ¿Qué va a hacerte?
Añadió:
—Trágate el orgullo, pórtate bien con él y trae un hijo a la...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. CAPÍTULO UNO ADENDA
  6. CAPÍTULO DOS CAMBIOS EN LA DESCRIPCIÓN DEL TERRITORIO (PRIMERO)
  7. CAPÍTULO TRES EL PRIMER AÑO DE LA REFORMA
  8. CAPÍTULO CUATRO PERSONAJES
  9. CAPÍTULO CINCO POLÍTICA
  10. CAPÍTULO SEIS COSTUMBRES
  11. CAPÍTULO SIETE CAMBIOS EN LA DESCRIPCIÓN DEL TERRITORIO Y PODER POLÍTIC O
  12. CAPÍTULO OCHO ECONOMÍA
  13. CAPÍTULO NUEVE MEDIO AMBIENTE
  14. CAPÍTULO DIEZ CAMBIOS PROFUNDOS
  15. CAPÍTULO ONCE EL PULSO
  16. CAPÍTULO DOCE DEFENSA
  17. CAPÍTULO TRECE ERA POSTCASTRENSE
  18. CAPÍTULO CATORCE CAMBIOS EN LA DESCRIPCIÓN DEL TERRITORIO (SEGUNDO)
  19. CAPÍTULO QUINCE CULTURA, RELIQUIAS E HISTORIA
  20. CAPÍTULO DIECISÉIS NUEVAS FIGURAS DEL CLAN
  21. CAPÍTULO DIECISIETE GRANDES CAMBIOS EN LA DESCRIPCIÓN DEL TERRITORIO
  22. CAPÍTULO DIECIOCHO GRANDES CAMBIOS EN LA DESCRIPCIÓN DEL TERRITORIO (SEGUNDO)
  23. CAPÍTULO DIECINUEVE ÚLTIMAS PALABRAS DEL AUTOR (EPÍLOGO)
  24. EPÍLOGO
  25. LA CHINA DEL REALISMO ESPIRITUAL Y LA LITERATURA