CAPÍTULO III
Grenia
Había pasado nueve años con los niuzmes, su cabello le llegaba hasta la cintura, pero lo solía entrelazar con un colgante de hilos naturales y una piedra, un cristal violáceo llamado ojo de lince, atado a uno de sus cocidos cabellos. Se lo había tejido Mur, y el cristal era un regalo de su maestre.
Subió por montañas pedregosas, zigzagueó entre cornisas y caminos que nadie había cruzado aún, se movía con agilidad entre los árboles, cruzó ríos y aguas cristalinas que bajaban como venas en distintas direcciones desde las montañas más altas. Vio pájaros tan grandes como él. Sabía alimentarse. Dormía entre los árboles, se refugiaba entre las rocas.
Fueron pasando los días, extrañaba, pero estaba seguro de la decisión que había tomado.
Bajó por un camino lindero al río, siguiendo su curso hacia el norte, circundó la vegetación que se hacía más agreste y menos espesa, cruzó al otro lado nadando, donde el río se hacía angosto entre las rocas y tenía menos fuerza, y mientras se bañaba escuchó pasos, se apresuró bajo las rocas para no ser visto, intentó no moverse, pero una serpiente se aproximó arrastrándose entre las piedras, cerró sus ojos y sintió cómo el animal se deslizaba lentamente con su piel fría sobre sus pies mojados hasta perderse en la turbiedad del agua.
Escuchó voces, creyó que se parecían a su primera lengua. Unos pasos firmes y constantes no dejaban de sonar contra el suelo, el resoplido de un animal como viento entre la roca le movió los cabellos, pasaban casi sobre su cabeza por un camino que no había notado aún. Siguió allí inmóvil; de repente las voces y los pasos se alejaron, se animó a pararse y vio caballos cabalgados por humanos que vestían ropas de cuero y cascos de metales. Los siguió sigiloso entre los árboles. Empezó a escuchar ruidos y más voces, como cuando llegaba a su pueblo. Escaló entre las rocas, trepó un árbol casi hasta su cima y observó un palacio que se elevaba imponente y majestuoso, blanco y amurallado, con torres circulares y balcones en zigzag, ornamentados con figuras de leones moldeados en piedra y estandartes negros y blancos todo en rededor.
Las figuras de dos elefantes tallados en la puerta de hierro y madera al final de un puente elevadizo sobre el canal que protegía el palacio se separaban para que aquellos jinetes al sonido de trompetas ingresen. Una ciudad bulliciosa y colorida circundaba el palacio, con miles de personas, mercados, animales y casas amontonadas e improvisadas entre las rocas.
Había llegado a una de las ciudades más grandes y antiguas del mundo: Grenia.
Comenzó a acercarse por la calle principal, pero enseguida pensó que lo reconocerían extranjero y no sabía las reglas de aquel sitio, intentó entonces temeroso salirse del camino, pero un grupo de personas con largos trajes, turbantes y barbas lo atropellaron. Llevaban vacas para intercambiar, se dirigían al mercado que comprendía interminables calles con vendedores por doquier; alguien le gritó en un idioma diferente al que había escuchado previamente en aquellos soldados. Supuso por el tono de voz, el ademán con el brazo y la mirada que le propició el hombre presuroso que le decía que se fije por dónde caminaba.
Vio que había personas muy diferentes entre sí, hablaban diferentes idiomas, tenían distintas vestimentas, rasgos y color. No era el único con larga cabellera y aros.
El océano y su puerto principal estaban muy cerca, y a diario llegaban mercaderes de distintas partes del mundo.
El aroma de unos frutos encima de un carro le recordaron que en los últimos días la vegetación y el bosque no le habían ofrecido mucho, supo ahora que era porque estaba cerca de una gran civilización, y los mejores frutos ya habían sido recogidos.
Quiso probar; no tenía nada para intercambiar más que lo que llevaba puesto y un morral. Vio que algunos entregaban monedas plateadas a cambio de los productos, y divisó una pequeña moneda a unos metros, en el suelo, al costado de una rueda de hierro, entre el barro y la suciedad, la tomó con velocidad y se acercó al vendedor de frutas, se la entregó y le señaló una enorme papaya, pero el vendedor echó una carcajada y solo le dio dos naranjas al tiempo que le agitaba sus manos para que se vaya. Tenía mejores clientes que atender.
Pasaron soldados revisando a los transeúntes, elegían al azar. También sacaban de mala gana a los que estaban echados en el piso. Se escondió para no ser uno de los elegidos.
Continuó y comenzó a reconocer que muchos hablaban su idioma de infancia, algo diferente pero comprensible.
De...