No hay seguridad sin libertad
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No hay seguridad sin libertad

La quiebra de las políticas antiterroristas

Mauro Barberis, Emanuela Merck Giuliani, Manuel Martínez Neira

  1. 168 páginas
  2. Spanish
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No hay seguridad sin libertad

La quiebra de las políticas antiterroristas

Mauro Barberis, Emanuela Merck Giuliani, Manuel Martínez Neira

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A finales del siglo pasado, tras dos décadas de globalización neoliberal, criminólogos, sociólogos y penalistas comenzaron a darse cuenta de un fenómeno extraño: los delitos disminuían y, sin embargo, la población reclusa aumentaba. ¿Por qué? La razón es que las políticas basadas en la seguridad, el populismo penal, eran menos costosas que las políticas sociales y obtenían mayor beneficio electoral. Después vino el 11-S, la seguridad se convirtió en el primer si no en el único roblema de los gobiernos occidentales, y el populismo penal se transformó en populismo político.Este libro muestra cómo las políticas de la seguridad generan siempre mayor inseguridad y cómo la "guerra contra el terror" ha producido muchos más muertos y devastaciones que el mismo terrorismo que pretendía combatir.

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Información

Editorial
Trotta
Año
2020
ISBN
9788498798326

III

EL ESTADO CONSTITUCIONAL FRENTE A LA GOBERNANZA GLOBAL

«La Constitución de los Estados Unidos obliga a los gobernantes
y al pueblo, así en paz como en guerra».
Tribunal Supremo de los Estados Unidos,
Ex parte Milligan, 1866
La cuestión de Guantánamo, que acabamos de ver, resulta emblemática de la regresión institucional que se produjo tras el 11-S. Los Convenios de Ginebra (1949), uno de los grandes productos del nuevo constitucionalismo posbélico, habían sido respetados formalmente por el ejército estadounidense en Corea, en Vietnam e incluso en 1991, durante la guerra del Golfo1. Por el contrario, a partir del nuevo milenio, inaugurado por los atentados de las Torres Gemelas y del Pentágono, estos son violados clamorosamente.
Como ya observó Henry Shue, los avances en materia de derechos humanos son esencialmente consuetudinarios: es decir, no se miden por los principios solemnemente declarados en los tratados, sino por la praxis de los Estados y de las agencias internacionales2. Así pues, una clamorosa violación de los principios como la de Guantánamo es suficiente para hacer retroceder el reloj de los derechos. Un único precedente, siempre y cuando sea llamativo, puede legitimar de nuevo prácticas, como la tortura, que en Occidente ya se consideraban oficialmente superadas (cf. V.3).
Sin embargo, como veremos en este capítulo, el realismo de Shue sigue siendo optimista. En efecto, las regresiones que siguieron al 11-S, suponen a menudo la intensificación de procesos en acto desde hace siglos, como la concentración de poderes en el ejecutivo, o al menos desde hace decenios, como la formación de un gobierno neoliberal (económico)3. Las voces críticas más radicales denuncian el peligro de la degeneración del Estado constitucional en un Estado de seguridad. Sin embargo, quizás el mayor riesgo sea otro: la transferencia de la gestión del planeta a agencias política y jurídicamente incontrolables.

1.11-S, el antes y el después

El 11-S marca un punto de inflexión en las relaciones entre la libertad y la seguridad, al menos desde tres puntos de vista: el nuevo terrorismo, la revolución mediática, las derivas institucionales. A decir verdad, ninguno de ellos es absolutamente nuevo, lo inédito es su combinación. Ya se ha escrito tanto sobre ello que resulta imposible cualquier originalidad. Lo único distinto en la exposición que aquí se realiza, es la omisión, que será debidamente justificada, del fundamentalismo islámico.
a) Ante todo, tampoco el nuevo terrorismo es totalmente nuevo: puede considerarse una continuación de las guerras asimétricas de finales del siglo xx, combatidas entre potencias planetarias que defienden sus intereses estratégicos y pequeños países que recurren a la guerrilla4. Los ejemplos más obvios son las guerras conducidas por los Estados Unidos a partir de la de Corea y la invasión soviética de Afganistán. Para dar una idea, se dice que tan solo en Vietnam se lanzaron más bombas que durante toda la Segunda Guerra Mundial.
La novedad más importante del 11-S fue el ataque perpetrado por los terroristas en el territorio mismo de los Estados Unidos. Las guerras mundiales se habían combatido lejos de territorio estadounidense: aunque la sospecha de una invasión japonesa fue suficiente para que se justificara el internamiento de más de cien mil nipo-americanos (cf. III.4.c). Solo con este dato tenemos suficiente para justificar el trauma que provocaron en los Estados Unidos los atentados perpetrados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y los atentados fallidos contra el Capitolio y la Casa Blanca.
Frente a esta novedad, que los autores de los atentados fueran fundamentalistas islámicos resulta, en su conjunto, menos importante5. En la comunicación mediática y en el sentido común, el fundamentalismo aparece como un ingrediente esencial del nuevo terrorismo: ¿quién cometería ataques suicidas, se piensa, si no creyese en el paraíso de Alá? En realidad, la desproporción existente entre el sacrificio siempre cierto de la vida de uno mismo y la de otro, y la incertidumbre de la recompensa después de la muerte, induce a relativizar el papel del fundamentalismo islámico.
Claro que el resentimiento de las masas islámicas hacia Occidente no ha hecho más que crecer, desde la cuestión palestino-israelí hasta la guerra del Golfo y la descabellada invasión de Iraq: encontrando además en el fundamentalismo islámico el más fácil de los detonantes. A pesar de ello, el nuevo terrorismo es un fenómeno alimentado por tales desequilibrios socioeconómicos, geopolíticos e incluso mediáticos, como veremos acto seguido, que podría incluso prescindirse de sus justificaciones religiosas. A falta de estas, se encontrará otras.
Así pues, la verdadera novedad del nuevo terrorismo, frente al terrorismo ideológico de los siglos XIX y XX, consiste en su carácter global y en sus modalidades organizativas6. Este arremete contra la que, tras la caída del muro de Berlín, se habría mantenido como la única y última potencia global existente, los Estados Unidos; pero, sobre todo, este se organiza en células interconectadas, en franquicias (franchising). Es decir, los agentes locales del terror alcanzan la visibilidad global sirviéndose de emblemas asentados: al-Qaeda, ISIS, Califato…
Ya los nihilistas rusos habían experimentado organizaciones descentralizadas, como «Los Cinco», de la que nos habla Dostoievski: cada terrorista podía organizar por sí mismo una célula real o imaginariamente conectada con una red de células similares (cf. V.1). Hoy, la novedad está en su difusión global, que sigue los modos de la gobernanza global. El nuevo terrorismo se revela como una especie de Spectre* que intenta dominar el mundo: pretensión que sería risible si no se difundiera mediante las nuevas tecnologías y si no se fingiera el tomarla en serio.
b) La revolución mediática entra en el discurso por varias razones. Para empezar, a estas alturas ya se sabe que el nuevo terrorismo no puede aspirar a controlar de manera duradera ni tan siquiera partes limitadas del planeta7, y que no podría obtener repercusión global si los medios de comunicación no amplificasen sus gestas. No se sabe, en cambio, que cabría decir lo mismo de las reacciones antiterroristas de los gobiernos. Estas también —o, por lo menos, así lo planteo en este libro— responden a exigencias puramente mediáticas, y acaban exacerbando el problema, al menos desde un punto de vista jurídico (cf. IV).
Aquí tampoco encontramos nada nuevo bajo el sol: la políticaespectáculo y la llamada democracia del público8 son, también ellas, herencia de la segunda mitad del siglo XX. En efecto, una vez más es la televisión el medio que acoge el espectáculo del 11-S. Todo el ataque, el incendio, el derrumbamiento de las Torres Gemelas los siguieron en directo, en tiempo real, miles de millones de personas en todo el planeta: produciendo así consecuencias simbólicas y psicológicas más lacerantes que acontecimientos como el atentado de Sarajevo (1914).
Al embestir contra los cuatro símbolos del poder en Occidente —el World Trade Center, los negocios; el Pentágono, el aparato militar; la Casa Blanca, el ejecutivo; el Capitolio, el legislativo—, el terrorismo islámico logra acreditarse como potencia global. Se convierte en el Enemigo que los Estados Unidos, en general, y Bush Jr., en particular, necesitaban malditamente para, concluida la Guerra Fría, atribuirse un papel imperial. Terrorismo y antiterrorismo, a partir de entonces, se convierten en procesos mediáticos: no son difundidos, sino determinados, en varios sentidos, por los medios de comunicación.
Se trata de los años en que estalla la revolución digital, cuya última frontera la crea la empresa Apple de Steve Jobs: el smartphone permanentemente conectado a internet. Por añadir otro estereotipo a los muchos que los científicos sociales han ido diseminando —soledad del ciudadano global, exiliados interiores, solidaridad entre extraños…9— hablaré aquí de solipsismo de masas. Especialmente para los millennials —los nativos digitales incesantemente conectados, una especie de terminales andantes de la red global— las imágenes transmitidas por el móvil acaban siendo más reales que la misma realidad.
De este modo, las imágenes de los guerreros vestidos de negro del ISIS, contrapuestas a las de sus víctimas, vestidas de naranja al igual que los prisioneros de Guantánamo, no son únicamente decorados, fruto de escenografías más o menos sofisticadas. Son el mensaje mismo del nuevo terrorismo: pues, en realidad, considerado desde un punto de vista racional, no hay mucho más. Por lo demás, también el espectáculo de Guantánamo, el campo de concentración todavía operativo pese a no tener ya ninguna utilidad —suponiendo que alguna vez la haya tenido—, responde a las mismas exigencias escenográficas.
Marc Augé hablaba ya, a finales de los años noventa del siglo pasado, de guerra de los sueños10. No obstante, estos sueños no solo han alimentado leyendas: como las tantas teorías conspirativas, según las cuales quienes se beneficiaron de los acontecimientos —como la familia Bush— fueron sus organizadores. La guerra de los sueños alimenta procesos terriblemente más reales. Ante todo, transferencias de ingentes cantidades de poder y dinero a la industria de la seguridad, pública y privada. Sin embargo, también derivas institucionales, como veremos acto seguido.
c) Por último, el 11-S ha producido, por una parte, y reforzado, por otra, auténticas derivas institucionales. Los liberales y radicales críticos hablan a menudo de derivas «seguritarias»: sin embargo, el fenómeno es más ampl...

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