El club de la dinamita
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El club de la dinamita

Cómo una bomba en el París fin de siècle fue el detonante de la era del terrorismo moderno

  1. 264 páginas
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El club de la dinamita

Cómo una bomba en el París fin de siècle fue el detonante de la era del terrorismo moderno

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"n su cuarto en la periferia parisina, Émile Henry coloca un cartucho de dinamita en el interior de una tartera metálica de obrero. Luego, guarda la bomba en uno de los bolsillos de su abrigo y, armado con su pistola, un cuchillo y un profundo anhelo de libertad, sale por la puerta. Poco después, los cristales del escaparate del sofisticado Café Terminus se hacen añicos, un burgués pierde la vida y otros veinte resultan heridos. Era 12 de febrero de 1894 y acababa de estallar la era del terrorismo moderno.El club de la dinamita es el magnético relato de quienes se alzaron contra el poder establecido, de aquellos que culpaban al capitalismo, a la religión, al Ejército y al Estado de las desgracias de la clase obrera a finales del siglo xix. Su autor, el distinguido historiador John Merriman, muestra cómo el terrorismo moderno comenzó en París aquel 12 de febrero, cuando Émile Henry cometió un ataque contra personas inocentes. Desde entonces, vivimos bajo la amenaza permanente del terrorismo, de ataques que no tienen necesariamente como blanco ni a jefes de Estado ni oficiales de uniforme, sino que cualquiera puede ser el objetivo. Como Merriman demuestra, en el pecho del terrorista pueden latir las más nobles causas y luchas, pero no por ello dejará de ser inmisericorde y terrible.

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Información

Año
2020
ISBN
9788432320071
Categoría
History
Categoría
French History
V. MASACRE EN UNA COMISARÍA DE POLICÍA
En agosto de 1892 la atención de Émile Henry, como la de muchas otras personas en Francia, estaba puesta en una dura huelga en el sur. En la pequeña ciudad minera y fabricante de vidrio de Carmaux, al norte de Toulouse y cerca de Albí, los mineros se encerraron contra la Compañía Minera de Carmaux. Muchos de estos hombres habían trabajado previamente como granjeros o jornaleros pero, a medida que se iba haciendo prácticamente imposible vivir decentemente de la agricultura, habían encontrado un trabajo a tiempo parcial y después a jornada completa en las minas. Ahora su supervivencia dependía casi por completo de los bajos salarios que allí ganaban. Cuando caía la demanda de carbón el paro en las minas devastaba a la gente. Incluso en los relativos buenos tiempos, su trabajo era muy peligroso. Entre 1880 y 1892 habían muerto 36 hombres solamente en las minas de Carmaux[1].
Los obreros del vidrio de Carmaux también se habían puesto en huelga el otoño anterior, exigiendo una escala salarial unificada para su oficio en toda Francia, porque sus sueldos estaban cayendo (en parte debido a la mecanización de la producción). El sindicato minero había aportado fondos para apoyar a los obreros del vidrio que dejaron de trabajar pero, a la postre, la huelga había sido un fracaso. En la primavera siguiente, Jean-Baptiste Calvignac, un mecánico de las minas y el secretario del sindicato minero, fue elegido para el Consejo Municipal gracias al respaldo de los obreros. Después el Consejo lo eligió alcalde. Pero la poderosa compañía minera despidió a Calvignac el 2 de agosto de 1892, después de negarse a concederle una reducción de jornada para poder cumplir con sus deberes como el principal gestor de la ciudad.
Al día siguiente los mineros se pusieron en huelga, tanto para protestar por el despido de Calvignac como para exigir un aumento de sueldo. Eso no le sentó bien a la dirección de la compañía. Además, en varias ocasiones los sindicatos habían desafiado a la dirección respecto a medidas disciplinarias que se habían adoptado contra los trabajadores. Esta resistencia condujo a una agresiva contraofensiva contra el sindicato minero. Algunos de los líderes sindicales que trabajaban en las minas fueron suspendidos o multados, y otros fueron despedidos mientras que el baron Reille, presidente de la junta directiva, escenificaba el completo dominio de la compañía sobre los mineros.
La huelga de Carmaux se convirtió en un acontecimiento que polarizó Francia. Se recogieron colectas para apoyar a los mineros en huelga, a quienes se les consideraba en general como obreros mal pagados en una industria extraordinariamente peligrosa. El político socialista Jean Jaurès usó la prensa popular para transmitir la huelga y los temas que suscitaba en torno a los obreros y los patronos, a escala nacional. La resolución, solidaridad, disciplina y compromiso político de los mineros los granjeó la admiración de la gente corriente, mientras que la arrogancia de la Compañía Minera de Carmaux los hizo objeto de censura. Después de tres duros meses, con los soldados acampados en las afueras de Carmaux, de innumerables enfrentamientos y de intentos de arbitrio y compromiso, el 3 de noviembre de 1892 los mineros se rindieron.
La situación de Carmaux se discutía hasta la saciedad en las reuniones anarquistas de aquel mes de octubre. A Émile le conmovía la huelga y le impresionaba la tenacidad de los mineros. Su padre, después de todo, había trabajado en las minas españolas. En opinión de Émile, la huelga había sido copada por los líderes socialistas, los «oradores floridos», que temían que, si se iniciaba una lucha violenta, miles de hombres ya no obedecieran sus órdenes. Y después el hambre –«esa compañera de siempre»– empezó a fundirse los míseros fondos que tenía la caja de resistencia del pequeño sindicato. Habían tenido que regresar a las minas, aún más pobres que antes. Y así Carmaux había recuperado el «orden» y la compañía podía seguir explotando a los mineros. Los beneficios de la compañía volvieron a subir.
A Émile le impresionaron mucho los acontecimientos en Carmaux y su anarquismo adoptó un tinte aún más violento. Admitía con orgullo «un profundo odio, cada día avivado por el repugnante espectáculo de esta sociedad, […] en la que todo impide la satisfacción de las pasiones humanas, las tendencias generosas del corazón y el crecimiento sin barreras del espíritu humano». El extremadamente sensible Émile se había convertido en un fanático que creía que únicamente el terrorismo podría resolver los problemas profundos de la sociedad. Émile quería «golpear tan fuerte» como estuviera en su mano. Le había impresionado especialmente el anarquista ruso Souvarine en la gran novela de Zola, Germinal. Souvarine declara: «Todas las especulaciones acerca del futuro son criminales, porque se interponen en el camino de la destrucción pura y simple, y por lo tanto obstaculizan la revolución. […] ¡No me habléis de evolución! ¡Prended fuego en las cuatro esquinas de las ciudades, barrer a la gente, arrasadlo todo y cuando ya no quede nada de este podrido mundo tal vez de ahí pueda brotar un mundo mejor!»[2]. A Émile el ataque le parecía una decisión perfectamente racional, basada tanto en la impaciencia porque comenzara la revolución como el optimismo acerca de sus resultados. Con los escándalos políticos multiplicándose, la Tercera República parecía especialmente vulnerable. La represión policial había aumentado la indignación de los pobres.
Émile decidió «sumar al concierto […] una voz que la burguesía ya había escuchado, pero que creían haber silenciado con la muerte de Ravachol, la voz de la dinamita». Los «triunfos insolentes» de la burguesía se harían pedazos; «su becerro de oro caería con violencia de su pedestal hasta que el golpe final lo hundiera en el fango entre charcos de sangre»[3]. Y quería que los mineros vieran que únicamente los anarquistas entendían su sufrimiento y estaban dispuestos a vengarlos.
Émile les decía a sus amigos que los obreros deberían haber atacado inmediatamente la compañía. Deberían haber quemado el carbón almacenado, estropeado las máquinas y desmontado las bombas necesarias para la extracción del carbón. Así la compañía minera hubiera capitulado. Culpaba a los «grandes dirigentes del socialismo», como Jaurès, por ignorar el consejo de los anarquistas[4].
Émile decidió pasar él mismo a la acción. En un directorio encontró la dirección de la sede de la empresa en París, en el elegante edificio del número 11 de la avenue de l’Opéra[5]. Compró cloruro potásico en la rue de la Sorbonne, en el Barrio Latino, con un 10 por 100 de descuento porque afirmó ser el ayudante de un profesor de una escuela de Saint-Denis. Compró una olla de hierro por 3,30 francos en una ferretería y ya en su habitación metió dentro de ella diez cartuchos de dinamita. Como no tenía una mecha adecuada, fabricó una «bomba de inversión», una que explotaría cuando se la agitara o se le diera la vuelta. Añadió el cloruro potásico y algo de sodio que tenía en un armario de su cuarto. Cuando la cánula se «invirtiera», los productos químicos se mezclarían y entrarían en contacto con el agua, lo que prendería y produciría una explosión inmediata. El 4 de noviembre fue a una papelería de la rue La Fayette para comprar un estuche metálico que convirtió en un detonador llenándolo de fulminato de mercurio.
Émile entonces se dedicó a estudiar el edificio de la avenue de l’Opéra, para asegurarse de que no hería a «desdichados». Las oficinas de la empresa estaban en la entreplanta. Y el resto de los habitantes del edificio eran ricos, «un opulento sombrerero, un banquero, etc.». No habría víctimas inocentes: «Toda la burguesía al completo vive de la explotación de los desgraciados y todos ellos deben pagar por sus crímenes». Si alguien encontraba la bomba antes de que explotara, tal vez la llevaría a una comisaría de Policía y allí también serviría para su fin de «golpear a mis enemigos». ¿Y si alguien veía la bomba y llamaba a la Policía para que acudiera al lugar? En ese caso, se decía Émile, «o mataré a los ricos o mataré a la Policía». Era exactamente lo mismo.
La mañana del 8 de noviembre de 1892, Émile acudió a su trabajo en el número 5 de la rue de Rocroy, cerca de la estación del Norte. Su patrón, Dupuy, le encargó dos recados, dándole un poco de dinero para que cogiera el transporte público. Émile salió sobre las 10:00 y se subió a un ómnibus en la rue La Fayette en dirección a la place de la Madeleine. Caminó con prisa hasta la oficina de un secretario judicial en la rue Tronchet, y estuvo allí dos segundos contados para dejar un documento. Después, en lugar de dirigirse al segundo lugar que le habían indicado, la oficina de un arquitecto en el boulevard de Courcelles, tomó uno de los 25.000 carruajes tirados por caballos hasta la place Blanche. Desde ahí caminó hasta la rue Véron y subió a saltos varios tramos de escaleras hasta su cuarto del ático. Abrió el armario, sacó la bomba y la envolvió en un ejemplar de Le Temps del 1 de junio de 1892. Se metió la bomba bajo el abrigo, corrió hasta la place Blanche donde detuvo otro carruaje. Con mucho cuidado para no agitar la «bomba de inversión» le pidió al conductor que lo llevara a la avenue de l’Opéra. Émile salió del taxi a las 10:57 frente a una tienda, Du Gagne-Petit. Desde ahí fue andando una manzana hasta el número 11. Entró en el edificio, atisbando brevemente a la portera, que vestía una camisa de manga corta. También vio a una mujer que llevaba una cesta y a un joven en las escaleras.
Émile subió por las escaleras hasta la primera planta, o la entreplanta, y colocó su ofrenda ante la puerta de las oficinas de la Compañía Minera de Carmaux. Eran ahora entre las 11:00 y 11:05. Émile bajo corriendo las escaleras, salió del edificio y caminó a buen paso hasta la place de la Madeleine y desde ahí al boulevard des Capucines. Allí cogió otro carruaje hasta la oficina del arquitecto en el boulevard de Courcelles, completando así el segundo recado que le había encargado su jefe. Después regresó a su trabajo en la rue de Rocroy, a donde llegó poco después del mediodía. Había estado fuera dos horas y quince minutos.
El señor Bernich, un empleado de la Compañía Minera de Carmaux, tenía una reunión ese día con el director de contabilidad. En la puerta de la oficina principal del primer piso se encontró un paquete apoyado en la puerta. Eran las 11:10. Fue a buscar a Bellois, el cajero, y a Émile-Raymond Garin, el botones, de 27 años. Bellois cogió el paquete y quitó el envoltorio. Dentro encontró una olla nueva de hierro fundido gris, apoyada sobre el asa. La tapa estaba sujeta por una tira de tela atada al asa. Parecía bastante sospechoso, teniendo en cuenta las explosiones recientes en París, así que Bellois le pidió al portero, Garnier, que lo llevara abajo. Este colocó el paquete a medio ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contraportada
  4. Legal
  5. Mapa París, 1894
  6. Dedicatoria
  7. Prólogo a la edición de bolsillo. El terrorismo ayer y hoy
  8. Prólogo. El Café Terminus
  9. I. Luces y sombras de la «capital de Europa»
  10. II. El hijo mediano del exilio
  11. III. «El amor engendra el odio»
  12. IV. Acciones con dinamita
  13. V. Masacre en una comisaría de Policía
  14. VI. Dos bombas
  15. VII. El juicio
  16. VIII. Reacción
  17. Agradecimientos
  18. Bibliografía
  19. Pliego imágenes