La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos
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La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos

Washington Irving

  1. 261 páginas
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La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos

Washington Irving

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El pueblo de Sleepy Hollow estaba bajo un hechizo adormecedor; la gente que vivía ahí caminaba soñolienta y era propensa a tener visiones y sueños extraños. Por todo el pueblo existían lugares encantados y supersticiones. Entre todas estas fantasías, había un espectro que sobresalía de todos los demás. Un soldado que por las noches cabalgaba velozmente, asustando a los lugareños con sólo el galopar de su caballo. Iba de un lugar a otro buscando algo importante: su cabeza. Irving Washington, escritor estadounidense del siglo XIX, narra esta y otras historias marcadas por la sátira social, utilizando para ello los ingeniosos recursos del terror.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2020
ISBN
9786074573541
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

La leyenda del príncipe Ahmed Alkamel o El peregrino del amor



Hubo en tiempos un rey moro de Granada que tuvo un hijo único al que puso por nombre Ahmed y al que los cortesanos, desde muy pronto, dieron en llamar Al Kamel, El Perfecto, por cuanto de sobresaliente había en él. Coincidieron los astrólogos en apreciar en Ahmed tanta perfección e hicieron predicciones en su favor, las cuales lo designaban como un príncipe modelo y gran soberano de reinado largo, dichoso y floreciente. Una nube entre tanta felicidad pronosticaron, pero, aun así, con tonos rosados; regiría los destinos del príncipe, según tal augurio, una propensión hacia el amor temperamental que lo llevaría a exponerse a ciertos peligros; mas si podía librarse de lisonjas y halagos interesados y vanos, si conseguía salir indemne de su propia propensión enamoradiza y juvenil, alcanzaría la madurez a salvo de riesgos y la vida de Ahmed vería una continua sucesión de acontecimientos felices.
En previsión de tales peligros determinó el rey, con el consejo de sus sabios, que se educara el príncipe en retiro, allá donde no le fuese posible contemplar el rostro de una mujer, allá donde no pudiera oír jamás la palabra amor. A tal fin mandó construir un hermoso palacio en la más alta de las colinas que dominan la Alhambra, con deliciosos jardines, pero rodeado de altas murallas. Es el palacio que hoy conocemos con el nombre de El Generalife. Entre esos muros quedó encerrado el buen Ahmed al Kamel, encargándose de su educación y custodia el muy sabio Eben Bonabben, hombre sensato, de los más conspicuos y austeros entre los sabios árabes de la corte, que había pasado gran parte de su vida en el lejano Egipto entregado al estudio de los jeroglíficos y de las pirámides, adivinando además mayores encantos en una momia faraónica que en la más tentadora y sugestiva belleza de una mujer viva y en toda su sazón. Naturalmente, tenía el sabio el encargo muy especial de hacer que el príncipe permaneciera ignorante por completo de lo que era el amor. Todos los demás conocimientos podían enseñársele. Así, dijo el rey al sabio:
—Haz uso de toda precaución que creas conveniente. Y ten por seguro, ¡oh, sabio Eben Bonabben!, que si mi hijo el príncipe llegara a aprender algo de los conocimientos que le están vedados, responderías con tu cabeza.
Una agria sonrisa cruzó el rostro seco, viejo y curtido de arrugas del sabio al escuchar tan firme amenaza.
—Quede tranquilo el corazón de su majestad —respondió el sabio—, ¿o es que acaso ve en mí a un hombre que pueda dar lecciones acerca de tan vana, mundana e inconsútil pasión como lo es la amorosa?
Así pues, bajo la vigilante atención del filósofo fue creciendo el príncipe en su retiro del palacio y en el silencio de los deliciosos y fragantes jardines. Sus dotes intelectuales eran especialmente cuidadas para su mejor desarrollo por el buen Eben Bonabben, que pugnaba con denuedo por iniciarle en la erudición de los saberes del antiguo Egipto. Aunque apenas hacía progresos Ahmed en esta disciplina, pues poco interés sentía y demostraba por la filosofía. Era de carácter dúctil, empero, y de manera sorprendente para ser tan joven, un muchacho aún en su pubertad, con lo que solía aprovechar para su mejor conveniencia los consejos que se le daban; inclinado según esa tendencia íntima podía sobrellevar el aburrimiento que le producían los estudios en los que se empeñaba el sabio, de los cuales extrajo un conocimiento en varias ramas del saber, más superficial que otra cosa, pero suficiente para su condición de príncipe destinado a empuñar un día el cetro. Así cumplió los veinte años, convertido en un erudito prodigioso para lo que de común era su edad, pero ignorando por completo los asuntos del amor. No en vano los únicos criados que había tenido a su servicio eran esclavos negros, perfectamente mudos e ignorantes, hombres que nada sabían de pasiones amorosas o que no eran capaces de expresarlas con palabras.
Por aquellos sus días, sin embargo, se obró un cambio profundo en la manera de ser del príncipe. De golpe abandonó los estudios y dedicó todo su tiempo a vagar por los jardines y a quedarse pensativo, como en éxtasis incluso, ante las fuentes. Entre las disciplinas en las que fuera instruido se contaba la música, a la que ahora dedicaba gran parte de las horas del día; y la poesía, ocupación que le resultaba muy amena y a la que se daba con gran entusiasmo. No pudo todo eso por menos que alarmar al sabio Eben Bonabben, que trató por todos los medios a su alcance de que el príncipe se olvidara de tan fútiles gustos e intentó distraerlo de aquellas aficiones dedicándole a un curso de álgebra. Pero Ahmed se resistió con denuedo. Así expuso su versión al sabio:
—No puedo estudiar álgebra, es superior a mis fuerzas. Abomino de esa disciplina y es imposible que persevere en su estudio. Procúrame algo, sin embargo, que hable directamente a mi corazón.
Movió negativamente su cabeza el sabio y le respondió así:
—Aquí toca a su fin el imperio de la filosofía. El príncipe acaba de descubrir que tiene corazón.
Vigiló desde aquel día más estrechamente que antes a su discípulo y vio por ello que Ahmed mostraba una muy natural ternura hasta entonces represa, que sólo precisaba de una circunstancia propicia para manifestarse intensamente. Vagó Ahmed por los jardines, preso de un frenesí melancólico y sentimental de cuyos orígenes todo lo ignoraba; unas veces se sentaba para arrebatarse en deliciosa transportación y extraer de su laúd notas muy armónicas; otras alejaba de sí el instrumento y no hacía más que exhalar hondos suspiros y lamentos. Su propensión sentimental lo llevó a deleitarse en los objetos inanimados; acariciaba con suma delicadeza las flores que más queridas le eran; había árboles de cuyo amparo apenas se alejaba, pues tenía por muy íntimo y necesario el placer que le procuraban; había un árbol, de lánguidas ramas, al que acabó entregándose por completo, al punto de grabar en su corteza su propio nombre y adornarlo con guirnaldas, para dedicarle después dulces canciones acompañadas con su laúd, con las que le decía palabras de encantamiento.
Eben Bonabben se alarmó aún más al observar las melancólicas excitaciones del príncipe, al que creía ya al borde del precipicio de los conocimientos que le habían sido vedados. Cualquier suceso, el más mínimo acontecer, podía depararle ya la revelación que trataba de impedirle. Preocupado seriamente, pues, dado que de la ignorancia del príncipe dependía su propia vida, alejó el sabio a Ahmed de las seducciones que sobre su sensible corazón ejercían los jardines y lo recluyó en la torre más alta del Generalife. Los aposentos de la torre eran bellísimos, suntuosos, y desde allí podía contemplar un paisaje sin horizontes, pues sobresalía la torre de las umbrías y de las arboledas y de las flores y de las fuentes que tanto comenzaban a despertar la sensibilidad de Ahmed.
¿Qué hacer, sin embargo, para distraerlo del tedio? Afortunadamente, se había instruido el sabio, cuando anduvo por Egipto, en el lenguaje de las aves, que le enseñó un rabí judío, quien, a su vez, había recibido ese arte por herencia directa del linaje del sabio rey Salomón, a quien se lo había enseñado la reina de Saba.
Ante la sola mención de esos estudios se iluminaron los ojos del príncipe; puso tanta aplicación desde las primeras lecciones recibidas de Eben Bonabben que, en muy poco tiempo, supo del lenguaje de las aves tanto como su propio maestro. Ya no era para Ahmed un encierro lamentable el que vivía en la torre de Generalife; al fin tenía amigos sinceros con los que hablar, compañeros que tan gratamente le daban alivio en su soledad. Su primer amigo fue un halcón que había hecho su nido en una de las almenas de la torre, desde la cual se lanzaba en busca de sus presas. Sin embargo, no tardó mucho el príncipe en considerar poco conveniente aquella amistad, pues le pareció el halcón una especie de pirata de los vientos, fanfarrón y agresivo, que sólo sabía hablar de sus rapiñas y de las carnicerías que hacía, así como de sus lances violentos, muy desagradables.
Hizo luego amistad con una lechuza de cabeza enorme y ojos vivarachos y penetrantes, que parecía muy sabia; se pasaba la lechuza los días mirando de soslayo y parpadeando; no se estaba quieta por las noches, siempre de un lado a otro; se creía en posesión de muchos y profundos saberes; hablaba de astrología, de los poderes de la luna, de ciencias ocultas; naturalmente, se decía ducha en metafísica. Pero Ahmed se cansó muy pronto de ella porque sus peroratas le parecían aún más aburridas que las del propio Eben Bonabben.
Poco después eligió como amigo a un murciélago que se pasaba el día en el techo, cabeza abajo, y que en cuanto anochecía se deslizaba silencioso para comenzar a revolotear por doquier. Nunca acertaba a expresarse bien; cuanto decía era siempre imperfecto, algo hecho a base de nociones tomadas de aquí y de allá; en realidad no demostraba mayor interés, ni gusto, por cosa alguna de sustancia.
Después fue una golondrina. Cautivó de entrada al príncipe, pues hablaba con pausa y elegancia, aunque sin dejar de revolotear, mudable e inconstante, de tal modo que resultaba imposible deducir algo de interés en lo que al fin y al cabo decía, ni mucho menos de sus sentimientos, pues no paraba. Parecía en el fondo superflua y vanidosa; daba la impresión de saber de todo, pero pronto se dio cuenta el príncipe de que en realidad no sabía de nada.
Esos fueron los alados seres con los que pudo ejercitarse Ahmed en el arte del lenguaje de las aves. La torre en la que se hallaba recluido era muy alta como para que pudieran alcanzarla otras aves, sobre todos los vivaces pajarillos, por lo que al final se cansó de esos amigos tan poco fiables que sólo hablaban por hablar, sin nada de provecho que extraer de sus conversaciones y, sobre todo, sin nada que le llegara al corazón. Pronto volvió Ahmed a mostrarse doloridamente melancólico. Así pasó el invierno y llegó después la primavera, con la esplendorosa magnificencia de sus galas, con la frescura del dulce verdor; llegaron así, también, los días más propicios para que los pájaros se apareasen y buscaran el mejor lugar para hacer sus nidos. Subía a la torre del príncipe, desde los jardines deliciosos del Generalife, una melodía increíblemente hermosa que entonaban al unísono los pájaros y que hacía mucho bien al príncipe pues distraía su tristeza de hombre solitario; por doquier, pues, se dejaba sentir el canto del amor como único tema musical en una infinita variedad de tonos y trinos, pero que parecían uno solo. Amor, amor, amor... Oía el príncipe esa pasión expresada por los pájaros, atento y perplejo, sin acertar a comprenderla en todo su significado. «¿Qué será eso a lo que llaman amor que tanto oigo y de lo que no sé nada?», se preguntaba Ahmed. Acudió entonces a preguntárselo al halcón, pero semejante rufián le contestó con un desdén infinito:
—Pregúntaselo a las aves pacíficas de la tierra, o a las cobardes, esas que sirven de presa a un príncipe de los aires como lo soy yo. Yo sólo sé de la guerra y además me gusta. Soy un guerrero implacable y ni sé ni me interesa eso a lo que llaman amor.
Ahmed, aún más triste después de oír decir así al halcón, buscó a la lechuza. «Es ave de costumbres tranquilas y seguro que puede responder a mi pregunta», se dijo. Inquirió de la lechuza, pues, lo que pudiera ser amor, el amor que cantaban los pajarillos en las ramas de los árboles. Empero, la lechuza lo miró con aire de dignidad ofendida y le dijo secamente:
—Tengo todas las horas muy ocupadas; las de la noche, en el estudio y la investigación; las del día, pensando en mi retiro acerca de lo que he estudiado y descubierto. En cuanto a esas aves canoras de las que me hablas, la verdad es que nunca les he prestado atención; me parecen despreciables y me importa tan poco lo que dicen, que preferiría no oírlas. ¡Grande es Alá por no haberme dado la facultad del canto! Prefiero dedicarme a las especulaciones filosóficas y de verdad te digo que no tengo la menor idea de qué es eso del amor.
Miró entonces el príncipe al muy alto techo abovedado de sus aposentos, del que pendía cabeza abajo el murciélago. Le hizo la misma pregunta y, aquél, arrugando su siniestro entrecejo, le respondió con tono áspero y enfadado:
—¿Por qué interrumpes mi sueño con tan estúpida pregunta? Sólo vuelo de noche, bien lo sabes, y es de noche cuando duermen todas las aves, por lo que no me intereso por sus historias. Agradezco a los cielos que no me hayan hecho ni ave ni mamífero, porque, convencido como lo estoy de lo ruines que son unos y otros, los aborrezco a todos, si quieres cordialmente, tampoco hay por qué prestarles mayor atención. En una palabra, no tengo la menor idea de lo que pueda ser el amor. Yo soy un misántropo.
Como último resorte apeló a la facundia de la golondrina, cuyo vuelo detuvo cuando llegaba hasta la torre. Desasosegada, siempre con sus prisas, aseguró que no tenía mucho tiempo para hablar, aunque, así y todo, le dijo lo siguiente:
—Tengo siempre tantas cosas que hacer y me preocupan de tal manera los asuntos públicos, que ni yo misma puedo pensar en eso acerca de lo que me preguntas. Hago mil visitas al día y despacho otros tantos negocios de suma importancia, por lo que no dispongo de un solo instante de reposo, así que no puedo prestar atención al tonto sonsonete de esos pajarillos. Soy una ciudadana del mundo, estoy muy atareada, y ni sé ni me preocupa eso a lo que llaman los pajarillos amor.
Perplejo y desazonado quedó el príncipe tras escuchar a la golondrina. Pero más despertó su curiosidad tanta dificultad para hallar una respuesta a lo que ansiaba saber. Así estaba, debatiéndose de nuevo en una gran melancolía, cuando su preceptor accedió a sus aposentos. No desaprovechó Ahmed la ocasión de exponerle una queja muy sentida.
—¡Oh, Eben Bonabben! —le dijo—. Me has revelado muchos de los conocimientos del mundo, pero hay algo que ignoro por completo y de lo que quiero que me informes...
—Cuanto esté al alcance de mi limitada inteligencia le será respondido, príncipe.
—Dime entonces, ¡oh, tú, el más sincero de los sabios!, qué es eso a lo que llaman amor.
Es difícil que un rayo hubiese herido al buen Eben Bonabben tanto como lo hizo la pregunta del príncipe. Empalideció el anciano entre temblores y comenzó a sentir que la cabeza se le desprendía de los hombros.
—¿Cómo ha aprendido esa palabra tan frívola y carente de sentido? —dijo—. El príncipe lo llevó entonces a todas las ventanas de la torre.
—¿Oyes, Eben Bonabben? —le dijo al cabo.
Escuchó el sabio con atención. El ruiseñor, desde un seto frondoso, cantaba su amor a la rosa; no había rama de árbol, ni boscaje adornado, de los que no salieran melodiosas notas que repetían «amor, amor... siempre amor».
—¡Alá Akbar! —exclamó el sabio, alzando las manos al cielo—. ¿Cómo se puede alejar el amor del corazón humano cuando hasta los pajarillos conspiran para delatarlo? —tras una cavilosa pausa, se dirigió de nuevo a Ahmed para decirle—: ¡Oh, gran príncipe! Cierre sus oídos a esos engañosos trinos, aparte sus pensamientos de ese terrible conocimiento. Ha de saber que el amor es la causa de más de la mitad de los males que azotan a la desdichada humanidad. El amor es lo que causa el descontento y la separación entre hermanos y amigos, lo que motiva asesinatos a traición y guerras desoladoras; son sus leales súbditos la zozobra y la tristeza, la fatiga en el día y el insomnio inmisericorde en la noche desesperada; el amor abrasa y desazona la alegría de la juventud, marchitándola y haciéndola estéril en su flor, apresurando los achaques y las preocupaciones de la vejez prematura. ¡Qué Alá te guarde, príncipe, de eso que llaman amor!
Contrito se fue el sabio Eben Bonabben, dejando a Ahmed sumido en una ansiedad aún mayor. Aunque lo intentaba, no logró el príncipe dejar a un lado su pregunta; dominaba la palabra amor sus pensamientos; agostaba Ahmed, así, su mente en vanas conjeturas, pues no cesaba el armonioso canto de los pajarillos. «No me parecen tristes esos trinos —se decía—. Al contrario, denotan dulzura y alegría... Si el amor es en verdad la causa de tantas malaventuras e infortunios, ¿por qué no se encierran en soledad los pajarillos, o se matan unos a otros, en vez de revolotear tan felizmente o arrimarse con tanto gusto a las flores?».
Reposaba en su diván una mañana, haciéndose el príncipe las mismas preguntas, abierta la ventana a través de la cual le llegaba la dulce brisa embalsamada con la fragancia de los azahares del valle del Darro, mientras se dejaba sentir débilmente el gorjeo del ruiseñor, que no cesaba en la exaltación del amor como tema de sus melodías, y suspiró el príncipe, escuchando con embeleso lo que decía, cuando se produjo un batir de alas en el aire que le hizo alzar la mirada. Una hermosa paloma, a la que perseguía un halcón, entró por la ventana y cayó exánime sobre el suelo, mientras el halcón, viendo frustrado su afán de hacerse con la presa, huyó presto en dirección a las montañas. El príncipe tomó a la paloma entre sus manos, convulsa por el terror de la persecución que sufriera; acarició su plumaje, alisándolo, y la apretó después contra su pecho para darle calor. Luego la puso en una jaula dorada y le dio en sus propias manos el trigo más blanco y el agua más pura. Desdeñaba la paloma el alimento, sin embargo, y, con mucha tristeza, como si la embargase un dolor de corazón terrible, comenzó a exhalar apesadumbrados lamentos.
—¿Qué te ocurre? ¿Tienes algún dolor? ¿Acaso no halla aquí tu corazón cuanto pueda desear? —le preguntó el príncipe.
—No, la verdad es que no tengo aquí lo que más anhelo —dijo la paloma—. Aquí me hallo separada del compañero de mi corazón, ahora que además cuando bulle la alegre primavera, la dulce estación del amor...
—¡Oh, el amor, siempre el amor! —dijo el príncipe—. Dime tú, preciosa paloma, ¿puedes explicarme qué es el amor?
—Sí, príncipe, porque lo sé muy bien. El amor es el tormento de uno solo y la felicidad y el gusto de dos, y la disputa, la enemistad y la antipatía de tres. El amor es un conjuro que une a dos seres antes alejados y los encadena deliciosamente haciendo la dicha de ambos, si están en compañía, y la desdicha si están separados. ¿Nadie hay a quien te unan tan tiernos lazos de afecto?
—Aprecio a mi maestro, el venerable Eben Bonabben —dijo el príncipe—, más que a nadie. Pero a veces me resulta muy aburrida su amistad y me encuentro más feliz a solas conmigo mismo.
—No es ese el cariño al que me refiero —le replicó la paloma—. Hablo del amor, el gran y más misterioso principio de la existencia, el festín embriagador de la juventud, el deleite apacible de la edad madura. Mira en derredor tuyo, príncipe, y contempla en la bendita primavera cómo se entrega al amor la naturaleza toda. No encontrarás un ser viviente que no esté acompañado; las avecillas más modestas cantan a su amado, las mariposas juguetean enamoradas y se entrelazan y besan en el aire. Hasta los escarabajos se galantean en el polvo de los caminos. ¿Cómo has podido pasar tantos días de tu preciosa juventud sin saber del amor, príncipe? ¿No tienes a tu lado una adorable criatura del otro sexo, una princesa tan encantadora como tú, una dulce doncella que haya unido su corazón al tuyo, llamando a tu pecho con un suave y dulcísimo tumulto de pesadumbres encantadoras y de íntimas y encendidas ansias?
—Empiezo a comprender —dijo el príncipe tras exhalar un largo suspiro— lo que es el amor. He sentido ese tumulto en mi pecho, aunque sin saber qué lo causaba. Pero, dime, paloma... En esta espantosa soledad en que me hallo, ¿qué puedo hacer para encontrar el objeto de mi amor?
Siguió una breve conversación entre ambos, que fue la primera lección sobre el amor que recibiera el príncipe.
—¡Si es como lo cuentas —dijo Ahmed, gozoso—, si el amor es ese delicioso encantamiento del que hablas y, la separación de los enamorados hace la vida miserable, qué Alá prohíba que sea yo quien deshaga el hechizo de los amantes!
Abrió la jaula, tomó la paloma entre sus manos, la besó con mucha ternura y, poniéndola en el alféizar de la ventana, le dijo:
—¡Vuela, ave feliz, disfruta de la primavera y goza del esplendor de tu juventud en compañía del elegido de tu corazón! ¿Por qué he de tenerte conmigo en esta torre a la que el amor tiene prohibida su presencia?
Batió con placer sus alas la paloma, describió un círculo en el aire para despedirse de su buen amigo y se dirigió feliz a las floridas márgenes del Darro. Ahmed la siguió con los ojos hasta que se perdió en la lejanía. Y volvió a sentirse solo y triste, con el ánimo amargo. «Amor, amor, amor...», seguían cantando los pajarillos. Pero aquel canto, que antes regocijara al príncipe, ahora le causaba un gran abatimiento. «¡Qué triste juventud la mía!», se decía el solitario Ahmed mientras seguía produciéndose la jubilosa algazara de los pájaros.
Parecían echar fuego sus ojos cuando se llegó hasta sus aposentos, poco después, el sabio Bonabben. Clamó entonces el príncipe con voz lastimera y altiva:
—¿Por qué me has tenido en tan abyecta ignorancia? ¿Por qué me has ocultado ese gran misterio y principio de la vida que hasta el insecto más insignificante conoce? Observa... Escucha....

Índice

  1. La leyenda del jinete sin cabeza
  2. Rip Van Winkle
  3. La aventura de mi tío (Relato de un viajero)
  4. El espectro del novio
  5. La aventura del estudiante alemán
  6. El Diablo y Tom Walker
  7. La leyenda del astrólogo árabe
  8. La leyenda del príncipe Ahmed Alkamel o El peregrino del amor
  9. La leyenda de la rosa de la Alhambra
  10. La leyenda de las dos estatuas discretas
  11. La leyenda del soldado encantado
Estilos de citas para La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos

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Irving, W. (2020). La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos ([edition unavailable]). Editorial Cõ. Retrieved from https://www.perlego.com/book/1985942/la-leyenda-del-jinete-sin-cabeza-y-otros-cuentos-pdf (Original work published 2020)

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Irving, Washington. (2020) 2020. La Leyenda Del Jinete Sin Cabeza y Otros Cuentos. [Edition unavailable]. Editorial Cõ. https://www.perlego.com/book/1985942/la-leyenda-del-jinete-sin-cabeza-y-otros-cuentos-pdf.

Harvard Citation

Irving, W. (2020) La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos. [edition unavailable]. Editorial Cõ. Available at: https://www.perlego.com/book/1985942/la-leyenda-del-jinete-sin-cabeza-y-otros-cuentos-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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Irving, Washington. La Leyenda Del Jinete Sin Cabeza y Otros Cuentos. [edition unavailable]. Editorial Cõ, 2020. Web. 15 Oct. 2022.