El nefasto siglo XIX
La traca inaugural
El siglo que concluiría con los desastres navales de Cavite y Santiago iba a comenzar con el desastre naval de Trafalgar a causa de la antinatural alianza entre la monárquica España de Carlos IV y la revolucionaria Francia de Napoleón. Y a continuación llegarían los seis años de guerra contra el antiguo aliado durante los que los catalanes morirían a miles en defensa de la independencia de España, la religión católica y el trono de Fernando VII.
Como resumió el mariscal Berthier, «ninguna otra parte de España se ha sublevado con tanto encarnizamiento». Y, efectivamente, al comenzar el asedio de Gerona en julio de 1809, la Junta Superior del Principado emitió una proclama a los gerundenses solicitando la participación de todos en la lucha contra el invasor ya que «ninguna clase, ningún estado puede eximirse de tomar las armas y organizarse debidamente para repeler la agresión que sufren los derechos del Altar y del Trono, los intereses de la Nación española, su dignidad e independencia».
En el momento en el que España pudo haber dejado de existir, momento en el que, precisamente, se proclamó por primera vez en la historia a la nación española como depositaria de la soberanía nacional, los catalanes habrían podido mantenerse al margen si, como sostiene la fábula nacionalista, hubiera sido un pueblo invadido menos de cien años atrás. Pero, ¿qué hicieron los catalanes cuando, dada la secesión que les puso en bandeja Napoleón mediante la incorporación al imperio francés de las tierras al norte del Ebro, tan fácil habrían tenido abandonar la nación que, según proclama la fábula, no era la suya?: matar franceses y enviar sus representantes a las cortes gaditanas para elaborar la primera constitución española bajo la presidencia, precisamente, del catalán Lázaro Dou.
Uno de los más activos diputados en aquellas cortes fue el catalán Antonio Capmany y de Montpalau, quien recordara desde la tribuna que la representación de los diputados es un mandato de la nación en su conjunto, no fragmentable por territorios:
«Nos llamamos diputados de la Nación y no de tal o tal provincia; hay diputados por Cataluña, por Galicia, etc., mas no de Cataluña, de Galicia, etc.».
También fue Capmany el autor de la más arrebatada defensa de la nación española jamás escrita, su Centinela contra franceses. Dada la obsesión de los ideólogos separatistas con los términos nación y patria, con los que llevan más de un siglo haciendo malabarismos para enturbiar el debate sobre Cataluña y su relación con España, merece la pena subrayar que, en dicha obra, Capmany mencionó a la nación en treinta y dos ocasiones, todas ellas referidas a España y ninguna a Cataluña. Y en todos los textos y proclamas emitidos por los catalanes durante la Guerra de la Independencia se empleó el término nación para referirse, sin ninguna excepción, a España. En concreto, la Junta Superior de Cataluña mencionó a la nación cuarenta y una veces, todas ellas referidas a España y ninguna a Cataluña.
Pero no nos detengamos en la guerra y sigamos nuestro camino económico, no sin antes mencionar de pasada el delirio con el que los catalanes recibieron en 1814 al Deseado y los mil homenajes que le prestaron a su paso por Figueras, Gerona, Tarragona y Reus.
A continuación llegaría la pérdida del inmenso imperio americano trescientos años después del viaje de las tres carabelas. Y es importante subrayar que uno de los motivos de queja de los criollos, y una de las razones por las que muchos de ellos apostaron por independizarse de la metrópoli aprovechando su debilidad tras la francesada, fue el monopolio de ésta sobre el comercio, lo que se manifestaba, por ejemplo, en que todos los países que quisiesen traficar con los territorios americanos tenían que hacerlo a través de los puertos españoles.
Todo aquello no fue más que la entrada triunfal en el siglo XIX, el siglo negro de la historia de España en lo político, lo económico y lo militar. Pero no lo fue de Cataluña ni tampoco de las Provincias Vascongadas, sobre todo Vizcaya a partir del último tercio del siglo debido al auge de la siderurgia. Pues ambas regiones consiguieron hacer su revolución industrial a un ritmo casi equiparable al del resto de la Europa occidental mientras que España en su conjunto, país principalmente agrícola, quedaba bastante rezagada. Por eso, y nada más que por eso, surgió el separatismo que, enquistado, seguimos padeciendo hoy.
Así reflejó Balmes en 1845 la distancia existente entre Barcelona y las demás ciudades españolas:
«Salta a los ojos que esta ciudad se halla en circunstancias muy excepcionales con respecto a las demás poblaciones importantes de España. Basta pasar de ella a Zaragoza, Valencia, Granada, Sevilla o Madrid para palpar la diferencia. Al verla con sus numerosas fábricas, sus repletos almacenes, sus magníficas tiendas, sus elegantes edificios; al notar los hábitos de aseo en todas las clases; al observar el espíritu de trabajo y de adelanto que las domina, diríase que Barcelona no pertenece a España, sino que es una importación que se nos ha hecho de Bélgica o de Inglaterra. Nada se encuentra en ella que no contraste vivamente con la dejadez, la ociosidad, el desaseo que ofenden en otras poblaciones de la Península».
Pero su éxito fue relativo, pues tanto las industrias vascas como las catalanas siguieron en conjunto por detrás de las francesas, británicas y otras europeas en calidad y competitividad, por lo que necesitaron la política proteccionista de los gobiernos españoles para poder sobrevivir. De ello fueron muy conscientes la mayoría de los intelectuales, políticos y, sobre todo, industriales catalanes de aquel tiempo. Y, asegurando para sus productos la cautividad del mercado español y colonial al precio de perjudicar el comercio internacional y la industria de otras regiones, prefirieron seguir viviendo cómodamente protegidos por los aranceles en vez de innovar y arriesgar para poder competir en el mercado internacional.
La culpa fue del arancel
Por eso la historia de la economía española del siglo XIX y buena parte del XX es la historia del arancel.
Tras los antecedentes dieciochescos arriba mencionados, recién concluida la Guerra de la Independencia, Fernando VII sancionó la siguiente Real Orden (5 de noviembre de 1816):
«Como la venta de los tegidos de algodón extranjero influyen sobremanera en la decadencia y ruina de las fábricas de la nación, trascendiendo á la agricultura y comercio, ha merecido este punto la soberana atención del Rey nuestro Señor; y habiendo oído al Consejo pleno de Hacienda, se ha servido resolver lo siguiente: (…) 6º. Que, en conformidad del artículo 10 de la Real cédula de 6 de noviembre de 1802, debe continuar prohibida la introducción de los lienzos blancos, pintados o estampados de algodón, y los que tengan mezcla de lino, seda y lana, las cotonadas blabets, biones en blanco o azul, las muselinas y estopillas, los gorros, guantes, medias, mitones, fajas y chalecos hechos a la aguja ó el telar, los flecos, galones, cintas, felpillas, borlas, alamares, delantales, sobrecamas, franelas de algodón y lana, y otros cualesquiera géneros semejantes».
Una de las fechas más relevantes fue la de 1820, año en el que, paradójicamente, las Cortes del Trienio Liberal reforzaron la tendencia proteccionista ya apuntada durante el reinado de Carlos IV y continuada en los primeros años de Fernando VII, como acabamos de ver. Aunque la paradoja no lo fue tanto puesto que el proteccionismo fue una política muy extendida en la Europa postnapoleónica, intensificada en el caso español por la pérdida de los recursos y del inmenso mercado continental americano así como por su retraso industrial.
Uno de los más activos defensores del proteccionismo, el diputado catalán Juan de Balle, argumentó que el único camino para fomentar la industria de una nación era prohibir la entrada de los artículos extranjeros, como habían hecho todas las naciones ilustradas, sobre todo aquellas de industria naciente y por lo tanto vulnerable. Acusó a la pérfida Gran Bretaña de intentar aprovechar su adelanto industrial promoviendo el libre cambio entre las demás naciones mientras ella protegía con aranceles sus productos, alabó las medidas tomadas en España desde el reinado de Carlos III y puso como ejemplo de sus tesis la situación de Cataluña:
«Así lo hemos visto en Cataluña. El Señor D. Carlos III expidió la célebre pragmática de 14 de septiembre de 1771 por la que prohibió rigurosamente no sólo la entrada de todo género de algodón, o con mezcla, que fuese de fábrica extranjera, sino que ninguna persona, de cualquier estado y condición que fuese, pudiera usarlo en sus vestidos y adornos, bajo la multa y pena de comiso. Esta prohibición se hizo extensiva a las provincias exentas y se sostuvo con tesón no sólo en aquel reinado, sino en el posterior (…) Desde entonces las fábricas de hilados y tejidos de algodón han recibido considerable incremento con una rapidez de que hay pocos ejemplares (…) Al sistema prohibitivo adoptado por el Señor D. Carlos III se debió que Cataluña en el año 1808 contara en su territorio dos mil fábricas de algodón (…) Con las leyes prohibitivas vio Cataluña floreciente su marina mercantil, de tal manera que el año 1808 contaba más de doscientos barcos destinados a la carrera de América (…) Si las Cortes conceden la libertad de introducir géneros extranjeros, van a arruinar la benemérita, la heroica Cataluña, sembrando la muerte y la desolación entre aquellas familias que no tienen otro medio de subsistencia que el producto que les proporciona el trabajo que emplean en las operaciones de hilar, tejer y estampar el algodón».
La misma opinión sostendrían medio siglo más tarde los fundadores del Fomento de la Producción Nacional, la patronal catalana germen del actual Foment del Treball Nacional, en el primer número de su órgano de prensa (febrero de 1869):
«Si los esclarecidos patricios del reinado de Carlos III consiguieron que otra vez apareciese dignamente la nación española entre las primeras de Europa, a la idea proteccionista fue debido; es decir, al fomento a todo trance de la producción o del trabajo del país. Éste es un hecho histórico de completísima evidencia, pero se empeña en desconocerlo, como desconoce tantos otros, la secta fisiocrática».
Regresando a 1820, el poeta y político liberal andaluz Francisco Martínez de la Rosa vio el asunto desde otra perspectiva:
«No hay cosa más desigual ni más injusta. Es injusta esta ley respecto de los consumidores, esto es, respecto de la mayoría de la nación, supuesto que por ella se nos obliga a comprar los géneros más caros y de inferior calidad; y si la riqueza o pobreza está en razón de los medios que se tienen para hacer estas adquisiciones, es claro que obligando a las clases consumidoras a comprar los géneros más caros se las hace más pobres».
Aunque tengamos que dar un salto de cuarenta y tres años, merece la pena intercalar aquí las palabras de uno de los más eminentes defensores de la doctrina proteccionista, el acaudalado empresario catalán Juan Güell y Ferrer. Pues en 1863, para responder a quienes acusaban a los proteccionistas de presionar a los gobiernos para que las leyes estuvieran al servicio de sus intereses en vez de los de la nación, dio a la imprenta esta significativa reflexión:
«Que no nos hagan, como de costumbre, el argumento de mala ley, de que como productores defe...