La tierra y las ensoñaciones del reposo
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La tierra y las ensoñaciones del reposo

Ensayo sobre las imágenes de la intimidad

  1. 454 páginas
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La tierra y las ensoñaciones del reposo

Ensayo sobre las imágenes de la intimidad

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Información del libro

Con la sustancia de la tierra, dice Bachelard, la materia nos provee de tantas experiencias positivas y la forma es tan real, que casi no se puede ver cómo es posible dar cuerpo a unos ensueños que llegan a la intimidad de la materia. En suma, con la imaginación de la materia terrestre se reanuda el debate sobre la función de la imagen: la percepción de las imágenes es la que determinará los procesos de la imaginación.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071622495

SEGUNDA PARTE

IV. LA CASA NATAL Y LA CASA ONÍRICA

Épouse et n’épouse pas ta maison.[*]
RENÉ CHAR, Feuillets d’hypnos,
en Fontaine, octubre de 1945, p. 635
Recouverte de chaume, vêtue de paille, la maison ressemble à la nuit.[**]
LOUIS RENOU, Hymnes et prières
du veda
, p. 135
I
El mundo real se desdibuja de golpe cuando uno va a vivir en la casa del recuerdo. ¿Qué pueden valer esas casas de la calle cuando se evoca la casa natal, la casa de intimidad absoluta, la casa en la que se ha adquirido el sentido de la intimidad? Esa casa está lejos, está perdida, no la habitamos más, estamos, ¡ay!, seguros de no volver a habitarla nunca más. Es entonces más que un recuerdo. Es una casa de sueños, nuestra casa onírica.
Häuser umstanden uns stark, aber unwahrund keines
Kannte uns je. Was war wirklich im All?
[Unas casas se erguían alrededor, poderosas, pero irreales, y ninguna
nos conoció jamás. ¿Qué había de real en todo aquello?]
[Rilke, Los sonetos a Orfeo, VIII,
trad. francesa de Angelloz.]
Sí, ¿cuál de estas cosas es más real: la casa misma en la que se duerme o la casa en la que, al dormir, uno va fielmente a soñar? Yo no sueño en París, en este cubo geométrico, en este alveolo de cemento, en esta habitación con postigos de hierro tan hostiles para la materia nocturna. Cuando los sueños me son propicios, voy allá, a una casa de campo, o a algunas casas en las que se condensan los misterios de la felicidad.
Entre todas las cosas del pasado, es tal vez la casa lo que se evoca mejor, a tal grado que, como lo dice Pierre Seghers, la casa natal “se guarda en la voz”,[1] junto con todas las voces que han callado:
Un nombre al que el silencio y las paredes hacen eco,
una casa en la que voy solo llamando,
una extraña casa que se guarda en mi voz,
y que el viento habita.
Cuando se es atraído de esa forma por el sueño, se tiene la impresión de habitar una imagen. En Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, Rilke escribe justamente: “Estábamos como en una imagen”.[2] Y precisamente el tiempo fluye por un lado y por el otro, dejando inmóvil ese islote del recuerdo: “Tuve el sentimiento de que el tiempo súbitamente estaba fuera de la habitación”. El onirismo así anclado localiza en cierta forma al soñador. En otra página de Los cuadernos..., Rilke expresó la contaminación del sueño y del recuerdo, él, que tanto erró, que conoció la vida en las habitaciones anónimas, en los castillos, en las torres, en las isbas, vive pues “en una imagen”:
Nunca más volví a ver esa extraña morada... tal como la encuentro en mis recuerdos de elaboración infantil, no es un edificio; está toda fundida y repartida en mí; aquí una habitación, allá una habitación, y aquí un pedazo de corredor que no comunica entre sí a esas dos habitaciones, sino que se conserva en mí, como un fragmento. Es así como todo está esparcido en mí, las habitaciones, las escaleras que descendían con una lentitud tan ceremoniosa, otras escaleras, cajas estrechas que suben en espiral, en cuya oscuridad se avanzaba como la sangre en las venas.[3]
“¡Como la sangre en las venas!” Cuando estudiemos más en especial la dinámica de los corredores y los laberintos de la imaginación dinámica, habremos de recordar esta anotación. Lleva aquí el testimonio de la endósmosis de la ensoñación y de los recuerdos. La imagen está en nosotros, “fundida” en nosotros mismos, “repartida” en nosotros mismos, dando lugar a ensoñaciones muy diferentes, según vayan por corredores que no llevan a ningún lado o por habitaciones que “enmarcan” a fantasmas, o por escaleras que obligan a descensos solemnes, condescendientes, que van hacia abajo a buscar algunas familiaridades. Todo ese universo se anima en el límite de los temas abstractos y de las imágenes sobrevivientes, en esa zona en la que las metáforas toman la sangre de la vida y luego se desdibujan en la linfa de los recuerdos.
Entonces pareciera que el soñador está listo para las identificaciones más lejanas. Vive encerrado en sí mismo, se vuelve cerrazón, rincón sombrío. Unos versos de Rilke dicen esos misterios:
Brusca, una habitación, con su lámpara, se me enfrentó, casi palpable dentro de mí... Yo era ya rincón, pero los postigos me olieron, se volvieron a cerrar. Esperé. Entonces lloró un niño; por todas partes en esa morada, sabía qué poder era el de las madres, pero sabía también sobre qué suelos para siempre despoblados de ayuda germina todo llanto.[4]
Bien lo vemos, cuando se sabe dar a todas las cosas su justo peso de sueños, habitar oníricamente es más que habitar por el recuerdo. La casa onírica es un tema más profundo que la casa natal. Corresponde a una necesidad que viene de más lejos. Si la casa natal pone en nosotros semejantes cimientos, es porque responde a inspiraciones inconscientes más profundas —más íntimas— que la simple preocupación por la protección, que el primer calor conservado, que la primera luz protegida. La casa del recuerdo, la casa natal está construida sobre la cripta de la casa onírica. En la cripta está la raíz, la pertenencia, la profundidad, la inmersión de los sueños. Nos “perdemos” en ella. Tiene un infinito. Soñamos también con ella como con un deseo, como con una imagen que encontramos a veces en los libros. En vez de soñar con lo que fue, soñamos con lo que debió haber sido, con lo que hubiera estabilizado para siempre nuestras ensoñaciones íntimas. Kafka soñó así “con una casita... justo frente al viñedo, al borde del camino... en lo más profundo del valle”. Esa casa tendría “una puerta pequeña, por la que sin duda no se puede entrar más que a rastras, y en su costado dos ventanas. El todo es simétrico, como tomado de un manual. Pero la puerta está hecha con una madera pesada...”[5]
“¡Como tomado de un manual!” ¡Gran dominio de los libros de los sueños comentados! ¿Y por qué era tan pesada la madera de la puerta? ¿De qué camino oculto impide el paso esa puerta?
Queriendo hacer misteriosa una vasta morada, Henri de Régnier dice simplemente: “Una puerta baja solamente daba acceso al interior”.[6] Y a continuación el escritor describe con complacencia un ritual de entrada: desde el vestíbulo “cada cual recibía una lámpara encendida. Sin que nadie acompañara al visitante, se dirigía hacia el apartamento de la Princesa. El trayecto, largo, se complicaba con un entrecruzamiento de escaleras y de corredores...”[7] y todo el relato prosigue, explotando una imagen clásica del laberinto, que estudiaremos en un capítulo posterior... Por cierto, si se lee más adelante, se reconoce con bastante facilidad que el salón de la princesa es una gruta transpuesta. Es una “rotonda iluminada, a través de sus paredes vidriosas, por una luz difusa”.[8] En la página siguiente, se ve a la princesa, “esa Eleusis reveladora”... “en la gruta de su soledad y de sus misterios”. Indicamos aquí esas contaminaciones de la ciudad onírica, de la gruta y del laberinto, para preparar nuestra tesis de la isomorfia de las imágenes del reposo. Vemos bien que hay una raíz onírica única en el origen de todas esas imágenes.
¿A cuál de nosotros, al caminar por el campo, no le ha entrado el brusco deseo de habitar “la casa de las contraventanas verdes”? ¿Por qué es esa página de Rousseau tan popular, tan psicológicamente verdadera? Nuestra ensoñación quiere su casa de retiro y la quiere pobre y tranquila, aislada en el vallejo. Esa ensoñación habitante adopta todo lo que le ofrece la realidad, pero de inmediato adapta la pequeña morada real a un sueño arcaico. Es ese sueño fundamental el que llamamos la casa onírica. Henry David Thoreau lo vivió con harta frecuencia. Escribió en Walden:
En cierta época de nuestra vida acostumbramos considerar todo lugar como el sitio posible de una casa. Fue así como inspeccioné el campo por todos lados en un radio de una docena de millas... En mi imaginación compré todas las granjas una tras otra... En cualquier lugar me sentaba, ahí podía vivir, y el paisaje irradiaba de mí como consecuencia de ello. ¿Qué es una casa, sino un sedes, un asiento? Descubrí muchos sitios para una casa. Sí, podría vivir ahí, decía; y viví ahí, por una hora, la vida de un verano, de un invierno; comprendí cómo podría dejar los años escapar, esperar el fin de un invierno, y ver llegar la primavera. Los futuros habitantes de esa región, donde sea que coloquen su casa, pueden tener la seguridad de que alguien se les adelantó. Una tarde bastaba para dibujar la tierra como vergel, parte de bosque y pastizal, como para decidir qué hermosos robles o pinos habría que dejar en pie frente a la puerta, y desde qué ángulo podría el último árbol partido por el rayo verse mejor: y en ese momento dejaba todo allí, tal vez en erial, dado que un hombre es rico en cuanto al número de cosas que puede llegar a dejar tranquilas.[9]
Hemos indicado el documento entero hasta su último trazo que revela la dialéctica del nómada y del autóctono tan sensible en Thoreau. Esa dialéctica, al dar una movilidad a la ensoñación de intimidad domiciliada, no arruina su profundidad, por el contrario. En muchas otras páginas, Thoreau entendió la rusticidad de los sueños fundamentales. La cabaña tiene un sentido humano mucho más profundo que todos los castillos en España. El castillo es inconsistente, la cabaña está enraizada.[10]
Una de las pruebas de la realidad de la casa imaginaria es la confianza que tiene un escritor en suscitar nuestro interés mediante el recuerdo de una casa de su propia infancia. Basta con un rasgo que toque el fondo común de los sueños. Así pues, con qué facilidad seguimos a Georges Duhamel desde la primera línea de su descripción de una casa familiar: “Tras un leve debate, obtuve la habitación del fondo... Se llegaba a ella pasando por un largo corredor, uno de esos corredores parisienses, estrechos y negros como una galería de mastabá.[***] Me gustan las habitaciones del fondo, a las que se llega con el sentimiento de que no se podría ir más lejos en la guarida”.[11]
No tenemos por qué extrañarnos si el espectáculo visto desde la ventana de la “habitación del fondo” prolonga las impresiones de profundidad: “Lo que veía desde mi ventana era pues un amplio foso, un gran pozo irregular, definido por murallas verticales, y aquello representaba, a mi ver, ora el desfiladero de la Hache, ora la sima del precipicio de Padirac, en ciertas noches de gran sueño el cañón del Colorado o uno de los cráteres de la luna”. ¿Cómo traducir mejor el poder sintético de una imagen primera? Una simple hilera de patios parisienses, he ahí la realidad. Eso basta para darle vida a páginas de Salammbó y a páginas sobre la orografía de la Luna. Si el sueño va tan lejos, es que su raíz es buena. El escritor nos ayuda a descender a nuestras propias profundidades; tras haber sorteado los terrores del corredor, todos hemos disfrutado, también, soñar “en la habitación del fondo”.
Es porque en nosotros vive una ...

Índice

  1. Portada
  2. Nota del traductor
  3. Preámbulo
  4. PRIMERA PARTE
  5. SEGUNDA PARTE
  6. TERCERA PARTE
  7. Índice onomástico
  8. Índice