Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales
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Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales

  1. 304 páginas
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Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales

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Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales conjuga con fortuna los muy diversos aspectos de la vida material y espiritual de la época y mantiene constante el interés en la recreación de una realidad pasada que se hizo presente nuevamente en el corporativismo contemporáneo.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071624468
Categoría
Historia

PRIMERA PARTE

INTRODUCCIÓN

COMO UNA PROYECCIÓN de la imagen del cuerpo sangrante, crucificado y muerto de Cristo y de la Iglesia o comunidad de fieles que lo venera, los europeos de la época medieval fijaron su atención en el cuerpo humano y concibieron a la sociedad como un gran organismo dividido en cuerpos menores. Los frailes y soldados españoles que conquistaron América compartieron esa misma idea y en sus primeros escritos sobre la vida de los indígenas dejaron impresas sus preocupaciones por los cuerpos humanos y sociales. Las numerosas descripciones sobre la decoración del cuerpo de los indígenas, sobre la mutilación del cuerpo, sobre el cuerpo que envejece, el cuerpo que enferma, el que se corrompe, el sacrificado, el cadáver… ponen en evidencia la importancia que tenían para esos hombres las formas de usar el cuerpo, las precarias posibilidades de curar las dolencias y de satisfacer las necesidades corporales. También ponen de manifiesto su miedo a la muerte.
El culto a la muerte, esto es, el conjunto de ceremonias realizadas por la comunidad para vincularse con las fuerzas sagradas y buscar que el cuerpo inerte sea bien recibido, que la muerte no se propague, que se evite el mal, fue una práctica que compartieron españoles e indígenas y que, por consiguiente, los puso en comunicación. La constante presencia de la muerte por guerras, epidemias y otras catástrofes naturales y los pocos recursos para evitarlas fue, para ambos mundos, un trance terrorífico. Sin embargo, desde los primeros encuentros, hubo una diferencia religiosa insuperable. Mientras para los españoles el sacrificio del cuerpo de Cristo significaba el último martirio humano para la redención de toda la humanidad, y en adelante quedaría sólo simbolizado, para los pueblos indígenas —al igual que para los paganos de otras latitudes— se requería el sacrificio humano real. Los españoles obligaron a los indígenas a eliminar esta práctica. Al igual que otras religiones, el cristianismo consideraba al sacrificio como el fundamento de la vida personal y social, pero no aceptaba la destrucción sangrienta de ningún cuerpo vivo en el altar, sino el cotidiano sacrificio de servir a Dios por medio de la contención de los deseos carnales, la privación del placer y los bienes terrenales, la tortura del cuerpo, el dolor y el sufrimiento. Se consideraba que todo debía hacerse como pago insustituible para preservar el orden y la unión de la comunidad, y para alcanzar la felicidad en la otra vida. Para aquellos cristianos, la división entre cuerpo y alma fue muy concreta: el cuerpo humano era despreciable porque se corrompía, atraía a la corrupción, la corrupción lo poseía y dirigía. Sólo el alma tenía posibilidades de salvarse porque por ella no transcurría el tiempo, y si se cultivaba, no se desgastaba, y si se cuidaba, podía conservarse limpia e incluso alcanzar la gloria para la eternidad. El cuerpo debía ser un sirviente del alma y ayudar, con su mortificación, a purificarla.
En aquellos momentos, tanto para los pueblos indígenas como para los hispano-medievales, la vida del sujeto sólo cobraba sentido por su pertenencia a la comunidad. Junto al miedo a la muerte y la conciencia sacrificial, la unión comunitaria fue otro de los elementos que permitió la comunicación entre los dos mundos y facilitó la conversión de los indígenas a la religiosidad cristiana. En acato a las órdenes reales dictadas a principios del siglo XVI, los españoles no debían desintegrar las comunidades indígenas sino adoctrinarlas y convertirlas al cristianismo, y a aquellos hombres, mujeres o familias que a causa de la guerra hubieran quedado solas, debían congregarlas en nuevos pueblos. En todas las colonias era necesario impulsar el ideal cristiano del “corpus” social, así como sus más altos valores: la solidaridad, la hermandad, la lealtad, la caridad. El trabajo colectivo conservaría sus legítimos derechos y, para los rituales religiosos, los fieles se reunirían en común en los templos recién erigidos.
Contra los abusos y la concentración de cada vez más privilegios por parte del clero, en el siglo XIII, en España, se había iniciado un movimiento para retornar al trabajo, la pobreza y la austeridad cristianas, y a cierto principio de igualdad universal. Los doce franciscanos que arribaron a la Nueva España pocos años después de la caída de Tenochtitlan, así como muchos de los religiosos que llegaron más tarde, estaban convencidos de que los naturales de las nuevas tierras eran los elegidos por Dios para realizar en plenitud el ideal de comunidad cristiana sustentado en la paz social, la justicia civil y el bien común. De ese modo, todo quedaría preparado para el fin del mundo y el nuevo advenimiento glorioso de Jesucristo.
Si Carlos V había enviado a tales religiosos era porque, en esencia, compartía sus creencias y estimaba ser él el principal depositario de tan grandiosa misión divina.
Mientras en esa época —especialmente con el establecimiento de los estados-nación— en algunas regiones de Europa se iniciaba un proceso de secularización, de separación de lo sagrado y lo profano, de diferenciación entre lo público y lo privado, entre lo individual y lo colectivo, y de valoración de la vida terrenal, la monarquía española afianzaba su idea de nación, así como los lazos que desde la reconquista y la expulsión de los moros había tendido con la Iglesia romana. España —el reino elegido para acabar con la herejía y el paganismo y para expandir por todo el orbe el cristianismo— buscaba afianzar la unión de religión y política, de gobierno y fe. Pretendía integrar a la humanidad entera en un solo cuerpo regido por la suprema autoridad de la monarquía y la Iglesia, pero buscando, por lo menos en el nivel de los preceptos legales, que la exacción de los tributos y la distribución de los beneficios se atuvieran a la justicia y al principio de equidad; que en las relaciones humanas se tratara de desterrar la violencia física; que todos contribuyeran a garantizar la paz y lucharan por el engrandecimiento de la cristiandad.
En los primeros años después de la Conquista, en correspondencia con el proyecto anterior, en Nueva España1 se procedió a dividir al mundo indígena del español en dos repúblicas y a organizar cuerpos sociales con funciones civiles y religiosas acordes con los fines de integración del imperio. Para atender las necesidades y los problemas del ámbito municipal y urbano, sobre todo los que estaban vinculados con conflictos de tierras, empleo de mano de obra, tráfico mercantil, servicios públicos y otros asuntos de índole económica, se implantaron dos tipos de cabildos: los indígenas y los españoles.
En el periodo transcurrido entre el triunfo militar español de 1521 y la gran peste de 1576, las órdenes mendicantes, distribuidas conforme a la densidad de la población y, en mayor proporción, los franciscanos, avanzaron en la conquista espiritual y, en muchas regiones, lograron ser los padres más amados. La comunidad indígena era concebida por los españoles y aun por sí misma como un cuerpo social comandado por su cacique o principal y protegido por un fraile que fungía como modelo de conducta. Así como se había procurado que los cabildos dispusieran de una casa propia para sus reuniones y despachos, en muchas cabeceras municipales se levantó un convento para ser habitado por la corporación de religiosos, junto con un templo para la reunión de los indígenas, un hospital para darle techo al peregrino y auxiliar a los enfermos, y un camposanto para congregar a los fieles difuntos. Este conjunto de edificios fue el principal centro comunitario donde, cotidianamente, se recordó el sacrificio, el sufrimiento, la muerte y la salvación. Además, en ese mismo espacio generalmente funcionó un colegio para adoctrinar a los jóvenes y una cofradía para auxiliar a los hospitales, realizar obras de caridad y organizar las fiestas en honor de la virgen María o del santo patrón del pueblo o el barrio.
Así, en ese primer periodo, de aproximadamente cincuenta años, toda la población novohispana quedó incorporada en cuerpos menores: cabildos, hospitales, cofradías y colegios que usualmente estuvieron separados en tres partes por razones raciales y de procedencia: los exclusivos para blancos o españoles, los destinados a los indios y los de negros, mulatos y mestizos. La escasa y dudosa nobleza hispana, el clero regular y secular, los estudiantes de alto grado y las autoridades pertenecían a cuerpos mayores: la real audiencia, los tribunales y cabildos civiles y eclesiásticos, la universidad, los colegios, las órdenes religiosas y de caballería. En ese entonces existían pocos gremios y las órdenes religiosas femeninas se fundaron más adelante.
La diferencia entre cuerpos mayores y menores respondió a la concepción patrimonial de la sociedad en que se sustentaba la monarquía española. Las que congregaban a los padres, los patronos y los pastores eran corporaciones solamente para varones que ocupaban la más alta jerarquía por haber realizado reconocidos servicios en favor de la cristiandad, por ser los soportes imprescindibles del poder central, por ser los principales intermediarios entre éste y el pueblo. Eran además los encargados de mantener el orden social, de hacer extraer bienes y recaudar tributos y de difundir el cristianismo como si fuera la ideología de la Corona.
En los cuerpos menores quedó comprendido el pueblo tributario —fundamentalmente los campesinos, los trabajadores manuales y los comerciantes— y, en el caso de los colegios y las cofradías, algunas mujeres y niños. Aunque se podría hablar de momentos y casos aislados de cierta autonomía y de brotes de rebelión en el interior de algún cabildo o cofradía, en ellos prevaleció la estructura patrimonial, de modo que los presidentes o rectores de cada uno de los cabildos o consejos eran, generalmente, los alcaldes designados por el poder central, por los priores de los conventos o por los curas de las parroquias. Al sólo reconocer la representatividad corporativa e intervenir directa o indirectamente en la designación de aquellos que realizaban las labores de policía y dirección, la monarquía pudo mantener el control e impedir que conflictos mayores pusieran en peligro la estabilidad del sistema.2
Desde los tiempos de los Reyes Católicos, el papa romano le había concedido a la monarquía española el patronazgo sobre el clero para dirigir y vigilar la evangelización de las nuevas tierras. Por ello, el aparato monárquico concentraba mayor poder que el eclesiástico. La compleja y completa maquinaria de ese macropoder, incluida la red de vínculos de dependencia y solidaridades que entrañaba, había sido construida para garantizar la unidad en torno a un solo proyecto y un solo dogma; en...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. PRIMERA PARTE
  4. SEGUNDA PARTE
  5. Epílogo
  6. Bibliografía
  7. Índice