Historia de la locura en la época clásica, II
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Historia de la locura en la época clásica, II

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Historia de la locura en la época clásica, II

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Foucault analiza, en este segundo volumen, desde El sobrino de Rameau al perfil trágico de Antonin Artaud, pasando por Nietzsche y Nerval. Toda una historia de la locura se dibuja y socava los presupuestos mismos del poder y la sabiduría occidentales.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071631084
TERCERA PARTE
INTRODUCCIÓN
Para ellos, yo era el manicomio entero.
“Una tarde, estaba yo allí, mirando mucho, hablando poco, escuchando lo menos que podía, cuando fui abordado por uno de los personajes más raros de ese país, al cual Dios ha dotado de bastantes extravagantes. Era un compuesto de altivez, bajeza, buen sentido y sinrazón.”
En el momento en que la duda lo enfrentaba a grandes riesgos, Descartes tomaba conciencia de que no podía estar loco —aunque reconoció aún durante mucho tiempo que todas las potencias del mal y hasta un genio maligno rondaban alrededor de su pensamiento—; pero en tanto que filósofo, y teniendo el propósito resuelto de emprender el camino de la duda, él no podía ser “uno de esos insensatos”. El Sobrino de Rameau sabe bien —y es lo que lo hace obstinarse en sus huidizas certidumbres— que está loco. “Antes de comenzar, exhala un profundo suspiro y se lleva las dos manos a la frente; en seguida, vuelve a adoptar un aire tranquilo y me dice: vos sabéis que soy un ignorante, un loco, un impertinente y un perezoso.”1
Esta conciencia de estar loco es aún bien frágil. No es la conciencia cerrada, secreta y soberana de comunicar los profundos poderes de la sinrazón; el Sobrino de Rameau es una conciencia abierta a todos los vientos y transparente a la mirada de los demás. Está loco porque se le dice que lo está y se le trata como tal: “Han querido que fuera ridículo, y yo me he hecho así”.2 La sinrazón, en él, es totalmente de superficie, sin otra profundidad que la de la opinión, sometida a lo que tiene de menos libre, y denunciada por lo que hay de más precario en la razón. La sinrazón está, entera, al nivel de la fútil locura de los hombres. Quizá no sea otra cosa que ese espejismo.
¿Cuál es, pues, la significación de esta existencia irrazonable que encarna el Sobrino de Rameau, de una manera aún secreta para sus contemporáneos, pero decisiva para nuestra mirada retrospectiva?
Es una existencia que se hunde muy profundamente en el tiempo, que recoge antiquísimas figuras, entre otras, un perfil de bufonería que recuerda la Edad Media, anunciando también las formas más modernas de la sinrazón, las que son contemporáneas de Nerval, de Nietzsche y de Antonin Artaud. Interrogar al Sobrino de Rameau en la paradoja de su existencia tan conspicua y sin embargo inadvertida en el siglo XVIII es colocarse ligeramente en retraso por relación a la crónica de la evolución; pero al mismo tiempo es permitirse percibir, en su forma general, las grandes estructuras de la sinrazón, las que permanecen dormidas en la cultura occidental, un poco por debajo del tiempo de los historiadores. Y quizá El sobrino de Ramaeau nos enseñará, apresuradamente, por las figuras rebotantes de sus contradicciones, lo que ha habido de más esencial en los trastornos que han renovado la experiencia de la sinrazón en la época clásica. Hay que interrogarlo como un compendioso paradigma de la historia. Y puesto que, durante el brillo de un instante, diseña la gran línea quebrada que va de la Nave de los Locos a las últimas palabras de Nietzsche y quizá hasta las vociferaciones de Artaud, tratemos de saber lo que oculta ese personaje, cómo se han afrontado en el texto de Diderot la razón, la locura y la sinrazón, qué nuevos vínculos se han anudado entre ellos. La historia que tenemos que describir en esta última parte cabe en el interior del espacio abierto por la palabra del Sobrino; pero, evidentemente, estará lejos de cubrirla por completo. Último personaje en quien se aúnan locura y sinrazón, el Sobrino de Rameau es aquel en quien el momento de la separación está igualmente prefigurado. En los capítulos que siguen trataremos de seguir el movimiento de esta separación, en sus primeros fenómenos antropológicos. Pero solamente en los últimos textos de Nietzsche o de Artaud tomará, para la cultura occidental, sus significados filosóficos y trágicos.
Así pues, el personaje del loco hace su reaparición en el Sobrino de Rameau. Una reaparición en forma de bufonería. Como el bufón de la Edad Media, vive en medio de las formas de la razón, un poco al margen sin duda puesto que él no es como los otros, pero integrado porque está allí como una cosa, a disposición de las gentes razonables, propiedad que se muestra y se transmite. Se le posee como a un objeto. Pero, al punto, él mismo denuncia el equívoco de esta posesión. Pues si, para la razón, es objeto de apropiación, es porque para ella es objeto de necesidad. Necesidad que toca el contenido mismo y el sentido de su existencia; sin el loco, la razón se vería privada de su realidad, sería monotonía vacía, aburrimiento de sí misma, animal desierto que presentaría su propia contradicción: “Ahora que no me tienen ya, ¿qué hacen? ¡Se aburren como perros...!3 Pero una razón que sólo es ella misma en la posesión de la locura deja de poder definirse por la identidad inmediata consigo misma, y se enajena en esta pertenencia: “Quien fuera sabio no tendría ningún loco; por tanto quien tiene un loco no es sabio; si no es sabio, está loco, y quizá, será el rey, quizá de ser rey sería el loco de su loco”.4 La sinrazón se convierte en razón de la razón, en la medida misma en que la razón sólo la reconoce en el modo de tenerla.
Lo que no era más que bufonería en el personaje irrisorio del huésped importuno revela, a la postre, un inminente poder de irrisión. La aventura del Sobrino de Rameau relata la necesaria inestabilidad y la inversión irónica de toda forma de juicio que denuncia la sinrazón como exterior e inesencial. La sinrazón remonta poco a poco lo que la condena, imponiéndole una especie de servidumbre retrógrada; pues una sabiduría que cree instaurar con la locura una pura relación de juicio y de definición —“aquél es un loco”— para empezar ha establecido un nexo de posesión y de oscura pertenencia: “aquél es mi loco”, en la medida en que yo soy lo bastante razonable para reconocer su locura, y en que este reconocimiento es la marca, el signo y como el emblema de mi razón. La razón no puede dar fe de locura sin comprometerse ella misma en las relaciones del poseer. La sinrazón no está fuera de la razón, sino, justamente, en ella, investida, poseída por ella y cosificada; es, para la razón, lo que hay de más interior y también de más transparente, de más abierto. En tanto que la sabiduría y la verdad siempre son alejadas indefinidamente por la razón, la locura no es, nunca, más que aquello que la razón puede poseer de sí misma. “Durante largo tiempo hubo el loco del rey... en ningún momento ha habido, con título, el sabio del rey.”5
Entonces, el triunfo de la locura se anuncia nuevamente en un doble retorno: reflujo de la sinrazón hacia la razón que sólo asegura su certidumbre en la posesión de la locura; regreso hacia una experiencia en que una y otra se implican indefinidamente. “Sería estar loco de otro modo, el no estar loco...” Y sin embargo esta implicación es de un estilo totalmente distinto de aquel que amenazaba a la razón occidental a fines de la Edad Media y a todo lo largo del Renacimiento. No designa ya esas regiones oscuras e inaccesibles que se transcribían para lo imaginario en la mezcla fantástica de los mundos en el último punto del tiempo; revela la irreparable fragilidad de las relaciones de pertenencia, la caída inmediata de la razón en el poseer en que busca su ser: la razón se enajena en el movimiento mismo en que toma posesión de la sinrazón.
En estas pocas páginas de Diderot, las relaciones de la razón y de la sinrazón toman un aspecto enteramente nuevo. El destino de la locura en el mundo nuevo se encuentra allí extrañamente prefigurado, y ya casi comprometido. A partir de allí, una línea recta traza este improbable camino, que de un tirón va hasta Antonin Artaud.
A primera vista, nos gustaría situar al Sobrino de Rameau en el viejo parentesco de los locos y de los bufones, y restituirle todos los poderes de ironía con que estaban cargados. ¿No desempeña, en el estallido de la verdad, el papel de operador distraído, que durante tanto tiempo había sido el suyo en el teatro, y que el clasicismo había olvidado profundamente? ¿No llega frecuentemente a la verdad cintilando en la estela de su impertinencia? Esos locos “rompen esa fastidiosa uniformidad que han introducido en nuestra educación, nuestras convenciones de sociedad, nuestras buenas maneras de conducta. Si uno aparece en una compañía, es un grano de levadura que fermenta y que devuelve a cada uno una parte de su individualidad natural. Sacude, agita y hace aprobar o censurar, hace salir la verdad, hace conocer a las gentes de bien, y desenmascara a los pillos”.6
Pero si la locura se encarga así de encaminar la verdad a través del mundo, ya no es porque su ceguera comunique con lo esencial mediante extraños poderes, sino tan sólo porque ella es ciega; su poder sólo está hecho de error: “Si decimos alguna cosa bien, es como los locos o filósofos, por azar”.7 Lo que quiere decir, sin duda, que el azar es el único nexo necesario entre la verdad y el error, el único camino de paradójica certidumbre, y en esta medida la locura, como exaltación de ese azar —azar ni querido ni buscado, sino entregado a sí mismo—, aparece como la verdad de la verdad, y, asimismo, como error manifiesto; pues el error manifiesto lo es, a plena luz del día, este ser que es, y este no ser que hace de ella un error. Y es allí donde la locura toma, para el mundo moderno, un nuevo sentido.
Por un lado, la sinrazón es lo que hay más inmediatamente próximo al ser, lo más enraizado en él: todo lo que puede sacrificar o abolir de sabiduría, de verdad y de razón hace puro y más apremiante al ser que ella manifiesta. Todo retardo, toda retirada de ese ser, toda mediación misma le son insoportables: “Prefiero ser, y aun ser un impertinente razonador, que no ser”.8
El Sobrino de Rameau tiene hambre y lo dice. Lo que hay de voraz y de desvergonzado en el Sobrino de Rameau, todo lo que puede renacer en él de cinismo, no es una hipocresía que se decide a entregar su secreto; pues su secreto, justamente, es no poder ser hipócrita; el Sobrino de Rameau no es el otro lado de Tartufo; tan sólo manifiesta esta inmediata presión del ser en la sinrazón, la imposibilidad de la mediación.9 Pero al mismo tiempo, la sinrazón queda librada al no ser de la ilusión, y se agota en la noche. Si se reduce, por el interés, a lo que hay de más inmediato en el ser, socava igualmente lo que hay de más lejano, de más frágil, de menos consistente en la apariencia. Es, al mismo tiempo, la urgencia del ser y la pantomima del no ser, la necesidad inmediata y el indefinido reflejo del espejo. “Lo peor es la postura en que nos tiene la necesidad; el hombre menesteroso no camina como cualquier otro, salta, se arrastra, se retuerce, repta; pasa la vida tomando y ejecutando posiciones.”10 Rigor de necesidad e imitación burlesca de lo inútil, la sinrazón es, de un solo movimiento, este egoísmo sin recurso ni separación y esta fascinación por lo que hay de más exterior en lo inesencial. El Sobrino de Rameau es esta simultaneidad misma, esta extravagancia excesiva, en una voluntad sistemática de delirio hasta el grado de efectuarse en plena experiencia, y como experiencia total del mundo: “A fe mía, lo que vos llamáis la pantomima de los piojosos es la gran palanca de la Tierra”.11 Ser uno mismo ese ruido, esta música, este espectáculo, esta comedia, realizarse como cosa y como cosa ilusoria, ser por ello no solamente cosa, sino vacío y nada, ser el vacío absoluto de esta absoluta plenitud por la cual queda uno fascinado del exterior, ser, finalmente, el vértigo de esa nada y de ese ser en su círculo voluble, y serlo, a la vez, hasta el aniquilamiento total de una conciencia esclava y hasta la suprema glorificación de una conciencia soberana: tal es sin duda el sentido del Sobrino de Rameau, que proferido a mediados del siglo XVIII, y mucho antes de ser totalmente escuchada la palabra de Descartes, es una lección bastante más anticartesiana que todo Locke, todo Voltaire o todo Hume.
El Sobrino de Rameau, en su realidad humana, en esta frágil vida que no se escapa del anonimato más que por un nombre que no es el suyo —sombra de una sombra—, es, más acá y más allá de toda verdad, el delirio, realizado como existencia, del ser y del no-ser de lo real. Cuando se piensa, en cambio, que el proyecto de Descartes consistía en soportar la duda de manera provisional hasta la aparición de lo verdadero en la realidad de la idea evidente, puede verse bien que el no-cartesianismo del pensamiento moderno, en lo que puede tener de decisivo, no comienza con una discusión sobre las ideas innatas o la acusación del argumento ontológico, sino, en cambio, en ese texto del Sobrino de Rameau, en esta existencia que él designa en una inversión que sólo podía ser entendida en la época de Hölderlin y de Hegel. Lo que allí se encuentra en duda es aquello de que se trata en la Paradoja sobre el comediante, y es, asimismo, la otra vertiente: ya no aquello que, de la realidad, debe ser promovido en el no-ser de la comedia por un corazón frío y una inteligencia lúcida; sino aquello que del no-ser de la existencia puede efectuarse en la vana plenitud de la apariencia, y esto por intermedio del delirio llegado a la punta extrema de la conciencia. Ya no es necesario atravesar valerosamente, después de Descartes, todas las incertidumbres del delirio, del sueño, de las ilusiones; ya no es necesario sobreponerse por una vez a los peligros de la sinrazón; desde el fondo mismo de la sinrazón es posible interrogarse sobre la razón, y nuevamente se encuentra abierta la posibilidad de re-captar la esencia del mundo en el torbellino de un delirio que totaliza, en una ilusión equivalente a la verdad, al ser y al no-ser de lo real.
En el corazón de la locura, el delirio toma un nuevo sentido. Hasta entonces, se definía completamente en el espacio del error: ilusión, creencia falsa, opinión mal fundada, pero obstinadamente sostenida, envolvía todo lo que un pensamiento puede producir cuando ya no está colocado en el dominio de la verdad. Ahora, el delirio es el lugar de un enfrentamiento perpetuo e instantáneo, el de la necesidad y el de la fascinación, de la soledad del ser y del cintilamiento de la apariencia, de la plenitud inmediata y del no-ser de la ilusión. Nada está liberado de su viejo parentesco con el sueño; pero su parecido ha cambiado; el delirio ya no es la manifestación de lo que hay de más subjetivo en el sueño; no es el deslizamiento hacia aquello que Heráclito llamaba ya el ἴδιοϚ κόσμοϚ Si aún está emparentado con el sueño es por todo aquello que, en el sueño, es juego de la apariencia luminosa y de la sorda realidad, insistencia de las necesidades y servidumbre de las fascinaciones, por todo lo que en él es diálogo e idioma del día y de la luz. Sueño y delirio ya no se comunican en la noche de la ceguera, sino en esta claridad donde lo que hay de más inmediato en el ser afronta lo que hay de más indefinidamente reflejo en los espejismos de la apariencia. Es esa tragedia que delirio y sueño recubren y manifiestan al mismo tiempo en la retórica ininterrumpida de su ironía.
Confrontación trágica de la necesidad y de la ilusión sobre un modo onírico, que anuncia a Freud y a Nietzsche, el delirio del Sobrino de Rameau es al mismo tiempo la repetición irónica del mundo, su reconstitución destructora sobre el teatro de la ilusión: “... gritando, cantando, moviéndose como un azogado, representando él solo los bailarines, las bailarinas, los cantores, las cantantes, toda una orquesta, todo un teatro lírico, dividiéndose en veinte papeles diferentes, sonriendo, deteniéndose con el aire de un energúmeno, echando lumbre por los ojos, espuma por la boca... él lloraba, gritaba, suspiraba, contemplaba, enternecido, tranquilo o furioso; era una mujer que se desmaya de dolor, era un desgraciado entregado a toda su desesperación, un templo que se eleva, pájaros que se callan al sol poniente... Era la noche con sus tinieblas, era la sombra y el silencio”.12
La sinrazón no se encuentra como presencia furtiva del otro mundo, sino aquí mismo en la trascendencia naciente de todo acto de expresión, desde la fuente del idioma, en ese momento a la vez inicial y terminal en que el hombre se hace exterior a sí mismo, recibiendo en su ebriedad lo que hay de más in...

Índice

  1. Portada
  2. Tercera parte
  3. Anexos
  4. Apéndices
  5. Bibliografía