Joyas de los TestimoniosJoyas de los TestimoniosJoyas de los Testimonios
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Joyas de los TestimoniosJoyas de los TestimoniosJoyas de los Testimonios

Tomo 1

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Los 9 tomos completos de "Testimonies for the Church" [Testimonios para la iglesia] se componen de artículos escritos independientemente unos de otros, y a menudo se refieren a temas que no tienen relación entre sí. Los 3 tomos de "Joyas de los Testimonios" presentan una selección de esos artículos, la cual fue realizada, de manera bien equilibrada y representativa, por comisiones de obreros experimentados bajo la dirección de la Junta de Fideicomisarios de las Publicaciones de Elena G. de White. Que gracias a estos escritos la iglesia siga siendo advertida, guiada, alentada, corregida y esperanzada.

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Información

Año
2020
ISBN
9789877981735

Diezmos y ofrendas106

La misión de la iglesia de Cristo consiste en salvar a los pecadores que perecen. Consiste en darles a conocer el amor de Dios hacia los hombres y ganarlos para Cristo por la eficacia de ese amor. La verdad para este tiempo debe ser proclamada hasta en los rincones oscuros de la tierra, y esta obra puede empezar en nuestro propio país. Los que siguen a Cristo no deben vivir egoístamente; sino que, compenetrados del Espíritu de Cristo, deben obrar en armonía con él.
La actual frialdad e incredulidad tienen sus causas. El amor al mundo y los cuidados de la vida separan al alma de Dios. El agua de la vida debe estar en nosotros, fluir de nosotros, brotar para vida eterna. Debemos manifestar externamente lo que Dios obra en nuestro interior. Si el cristiano quiere disfrutar de la luz de la vida, debe aumentar sus esfuerzos para traer a otros al conocimiento de la verdad. Su vida debe caracterizarse por el ejercicio y los sacrificios para hacer bien a otros; y entonces no habrá ya quejas de que falta el gozo.
Los ángeles están siempre empeñados en trabajar para la felicidad de otros. Ese es su gozo. Lo que los corazones egoístas considerarían como un servicio humillante -es decir, el servir a los miserables y a las personas de carácter y posición en todo sentido inferiores- es la obra de ángeles puros y sin pecado de los reales atrios del cielo. El espíritu abnegado del amor de Cristo es el espíritu que predomina en lo alto, y es la misma esencia de su felicidad.
Los que no sienten placer especial en tratar de beneficiar a los demás, en trabajar, aun con sacrificio, para hacerles bien, no pueden tener el espíritu de Cristo o del cielo, porque no están unidos a la obra de los ángeles celestiales, y no pueden participar en la felicidad que les imparte un gozo excelso. Cristo ha dicho: “Habrá más gozo en el cielo de un pecador que se arrepiente, que de noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentimiento” (Luc. 15:7). Si el gozo de los ángeles consiste en ver arrepentirse a los pecadores, ¿no consistirá el gozo de los pecadores salvados por la sangre de Cristo en ver a otros arrepentirse y volverse a Cristo por su intermedio? Al obrar en armonía con Cristo y los santos ángeles, experimentaremos un gozo que no puede sentirse fuera de esta obra.
El principio de la cruz de Cristo impone a todos los que creen la pesada obligación de negarse a sí mismos, de impartir la luz a otros y de dar de sus recursos para extender la luz. Si están en relación con el cielo, se dedicarán a la obra en armonía con los ángeles.
El principio de los mundanos consiste en obtener cuanto puedan de las cosas perecederas de esta vida. El egoísta amor a la ganancia es el principio que rige su vida. Pero el gozo más puro no se encuentra en las riquezas ni donde la avaricia está siempre anhelando más, sino donde reina el contentamiento y donde el amor abnegado es el principio dirigente. Son millares los que pasan su vida en la sensualidad, y cuyos corazones están llenos de quejas. Son víctimas del egoísmo y del descontento mientras en vano se esfuerzan por satisfacer sus almas con la sensualidad. Pero la desdicha está estampada en sus mismos rostros y detrás de ellos hay un desierto, porque su conducta no es fructífera en buenas obras.
En la medida en que el amor de Cristo llene nuestros corazones y domine nuestra vida, quedarán vencidas la codicia, el egoísmo y el amor a la comodidad, y tendremos placer en cumplir la voluntad de Cristo, cuyos siervos aseveramos ser. Nuestra felicidad será entonces proporcional a nuestras obras abnegadas, impulsadas por el amor de Cristo.
La sabiduría divina ha recalcado, en el plan de salvación, la ley de la acción y la reacción, la cual hace doblemente bendita la obra de beneficencia en todas sus manifestaciones. El que da a los menesterosos beneficia a los demás, y se beneficia a sí mismo en un grado aún mayor. Dios podría haber alcanzado su objeto en la salvación de los pecadores sin la ayuda del hombre, pero él sabía que éste no podría ser feliz sin desempeñar en la gran obra una parte en la cual cultivara la abnegación y benevolencia.
Para que el hombre no perdiese los bienaventurados resultados de la benevolencia, nuestro Redentor ideó el plan de alistarlo como colaborador suyo. Por un encadenamiento de circunstancias que exige manifestaciones de caridad, concede al hombre el mejor medio de cultivar la benevolencia, y lo mantiene dando habitualmente para ayudar a los pobres y fomentar el adelanto de su causa. Envía a sus pobres como representantes suyos. Por las necesidades de estos últimos, un mundo arruinado está obteniendo de nosotros talentos, recursos e influencia, destinados a presentar a los hombres la verdad por cuya falta perecen. En la medida en que atendemos estos pedidos mediante nuestro trabajo y generosidad, nos vamos asemejando a Aquel que por nosotros se hizo pobre. Al impartir, beneficiamos a otros y así acumulamos verdaderas riquezas.
Intereses mundanos y tesoros celestiales
Ha habido en la iglesia una gran falta de generosidad cristiana. Los que estaban en la mejor posición para hacer progresar la causa de Dios, han hecho poco. Dios ha atraído misericordiosamente a una clase de personas al conocimiento de la verdad para que apreciase el inestimable valor de ésta en comparación con los tesoros terrenales. Jesús les ha dicho: “Síganme”. Las está probando con una invitación a la cena que él ha preparado. Observa para ver qué carácter adquirirán, y si considerarán que sus propios intereses son de mayor valor que las riquezas eternas. Muchos de estos amados hermanos formulan, por medio de sus actos, las excusas mencionadas en la siguiente parábola:
“Él entonces le dijo: Un hombre hizo una grande cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los convidados: Venid, que ya está todo aparejado. Y comenzaron todos a una a excusarse. El primero le dijo: He comprado una hacienda, y necesito salir y verla; te ruego que me des por excusado. Y el otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; ruégote que me des por excusado. Y el otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir. Y vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de la familia, dijo a su siervo: Ve presto por las plazas y por las calles de la ciudad, y mete acá los pobres, los mancos, y cojos, y ciegos” (Luc. 14:16-21).
Esta parábola representa correctamente la condición de muchos de los que profesan creer la verdad presente. El Señor les ha enviado una invitación a venir a la cena que él ha preparado para ellos con gran costo de su parte; pero los intereses mundanales les parecen de mayor importancia que el tesoro celestial. Están invitados a participar en cosas de valor eterno; pero sus fincas, sus ganados y los intereses de su hogar les parecen de importancia tanto mayor que la obediencia a la invitación celestial, que superan para ellos toda atracción divina, y hacen de esas cosas terrenales una excusa para deso- bedecer el mandato celestial: “Vengan, que ya está todo aparejado”. Estos hermanos siguen ciegamente el ejemplo de los mencionados en la parábola. Contemplan sus posesiones mundanales y dicen: “No, Señor, no puedo seguirte; te ruego que me des por excusado”.
Esos hombres usan como excusa, por no poder obedecer los requerimientos de la verdad, las mismas bendiciones que Dios les dio con el fin de probarlos para ver si darán “lo que es de Dios a Dios”. Abrazan sus tesoros terrenales y dicen: “Debo cuidarlos; no debo descuidar las cosas de esta vida; son mías”. De este modo el corazón de esos hombres se endureció como el camino trillado. Cierran la puerta de su corazón al mensajero celestial que les dice: “Venid, que ya está todo aparejado” [Luc. 14:17], pero la abren para dejar entrar las cargas del mundo y las preocupaciones de los negocios, y Jesús llama en vano.
El amargo yugo del egoísmo
Su corazón está tan cubierto de espinas y de los cuidados de esta vida, que las cosas celestiales no pueden hallar cabida en él. Jesús invita a los cansados y cargados, y les promete descanso si quieren acudir a él. Los invita a cambiar el amargo yugo del egoísmo y la codicia que los esclaviza a Mamón, por su yugo y su carga que, según él declara, son suaves y livianos. Dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mat. 11:29). Él quiere que ellos pongan a un lado las pesadas cargas de las congojas y las perplejidades mundanales y tomen su yugo de abnegación y sacrificio por los demás. Esta carga les resultará fácil. Los que se nieguen a aceptar el alivio que Cristo les ofrece, y continúen llevando el amargo yugo del egoísmo imponiendo a sus almas tareas sumamente pesadas según los planes que hacen para acumular dinero para la complacencia egoísta, no han experimentado la paz y el descanso que se hallan en llevar el yugo de Cristo y las cargas de la abnegación y la benevolencia desinteresada que Cristo llevó en su favor.
Cuando el amor del mundo se posesiona del corazón y llega a constituir una pasión dominante, no queda lugar para la adoración a Dios, porque las facultades superiores de la mente se someten a la esclavitud de Mamón, y no pueden retener pensamientos de Dios y del cielo. La mente pierde su recuerdo de Dios, y se estrecha y atrofia por su afición a acumular dinero.
Por causa del egoísmo y amor al mundo, estos hombres han ido perdiendo gradualmente su comprensión de la magnitud de la obra para estos postreros días. No han educado su mente para dedicarse a servir a Dios. No tienen experiencia en ese sentido. Sus propiedades han absorbido sus afectos y eclipsado la magnitud del plan de salvación. Mientras mejoran y amplían sus planes mundanales, no ven la necesidad de ampliar y extender la obra de Dios. Invierten sus recursos en cosas temporales, pero no en las eternas. Su corazón ambiciona más recursos. Dios los hizo depositarios de su ley, para que dejasen resplandecer ante otros la luz que les daba tan misericordiosamente. Pero han aumentado de tal manera sus preocupaciones y ansiedades que no tienen tiempo para beneficiar a otros con su influencia, para conversar con sus vecinos, para orar con ellos y por ellos, y para tratar de comunicarles el conocimiento de la verdad.
Estos hombres son responsables por el bien que podrían hacer, y que no hacen, presentando como excusa las preocupaciones y cargas mundanales que embargan su mente y absorben sus afectos. Hay almas por las cuales Cristo murió, que podrían salvarse por sus esfuerzos personales y ejemplo piadoso. Hay almas preciosas que perecen por falta de la luz que Dios otorgó a los hombres para que la reflejasen sobre la senda de los demás. Pero la luz preciosa queda oculta bajo el almud y no alumbra a aquellos que están en la casa.
La parábola de los talentos
Cada uno es mayordomo de Dios. A cada uno confió el Maestro sus recursos; pero el hombre afirma que estos recursos son suyos. Cristo dice: “Negociad entre tanto que vengo” (Luc. 19:13). Está acercándose el tiempo en que Cristo requerirá lo suyo con interés. Él dirá a cada uno de sus mayordomos: “Da cuenta de tu mayordomía” [Luc. 16:2]. Los que han ocultado el dinero de su señor en un pañuelo, enterrándolo en la tierra, en vez de confiarlo a los banqueros, y los que han despilfarrado el dinero de su Señor gastándolo en cosas innecesarias en vez de ponerlo a interés invirtiéndolo en su causa, no recibirán la aprobación del Maestro, sino una condenación decidida. El siervo inútil de la parábola le presentó el talento a Dios y dijo: “Te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste; y tuve miedo, y fui, y escondí tu talento en la tierra: he aquí tienes lo que es tuyo” (Mat. 25:24, 25). Su Señor toma nota de sus palabras y declara: “Malo y negligente siervo, sabías que siego donde no sembré y que recojo donde no esparcí; por tanto te convenía dar mi dinero a los banqueros, y viniendo yo, hubiera recibido lo que es mío con usura” (vers. 26, 27).
Este siervo inútil no ignoraba los planes de Dios, pero se propuso firmemente estorbar el propósito de Dios, y luego le acusó de injusticia al exigir el rédito de los talentos que se le habían confiado. Esta misma queja y murmuración la formula una clase numerosa de hombres pudientes que profesan creer la verdad. Como el siervo infiel, temen que se les exija el interés del talento que Dios les prestó, para adelantar la difusión de la verdad; por tanto, lo inmovilizan invirtiéndolo en tesoros terrenales y sepultándolo en el mundo, y lo aseguran de tal manera que no tienen nada o casi nada para invertir en la causa de Dios. Lo enterraron, temiendo que Dios exigiese parte del capital o del interés. Cuando, al exigírsela su Señor, traen la cantidad que les fue dada, aducen ingratas excusas por no haber confiado a los banqueros e invertido en la causa de Dios, para ejecutar su obra, los recursos que el Señor les prestara.
El que desfalca los bienes de su Señor no sólo pierde el talento que Dios le prestó, sino también la vida eterna. De él se dice: “Al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera”. El siervo fiel, que invierte su dinero en la causa de Dios para salvar almas, emplea sus recursos para gloria de Dios y recibirá el elogio del Maestro: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré: entra en el gozo de tu Señor” (vers. 30, 21). ¿Cuál será el gozo de nuestro Señor? Será el gozo de ver almas salvadas en el reino de gloria. “El cual, habiéndole sido propuesto gozo sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza, y sentóse a la diestra del trono de Dios” (Heb. 12:2).
La idea de ser administradores debe tener una influencia práctica sobre todos los hijos de Dios. La parábola de los talentos, debidamente comprendida, desterrará la avaricia, a la que Dios llama idolatría. La benevolencia práctica dará vida espiritual a millares de los que nominalmente profesan la verdad, pero que actualmente lamentan las tinieblas que los circundan. Los transformará de egoístas y codiciosos adoradores de Mamón, en fervientes y fieles colaboradores de Cristo en la salvación de los pecadores.
Abnegación y sacrificio
El fundamento del plan de salvación fue puesto con sacrificio. Jesús abandonó las cortes reales y se hizo pobre para que por su pobreza nosotros fuésemos enriquecidos. Todos los que participan de esta salvación, comprada para ellos a tan infinito precio por el Hijo de Dios, seguirán el ejemplo del verdadero Modelo. Cristo fue la principal piedra del ángulo y debemos edificar sobre este cimiento. Cada uno debe tener un espíritu de abnegación y sacrificio. La vida de Cristo en la tierra fue una vida de desinterés: se distinguió por la humillación y el sacrificio. ¿Y podrán los hombres, participantes de la gran salvación que Cristo vino a traerles del cielo, negarse a seguir a su Señor y compartir su abnegación y sacrificio? Dice Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos”. “Todo pámpano que en mí no lleva fruto, le quitará: y todo aquel que lleva fruto, le limpiará, para que lleve más fruto” (Juan 15:5, 2). El mismo principio vital, la savia que fluye a través de la vid, nutre los pámpanos para que florezcan y lleven fruto. ¿Es el siervo mayor que su señor? ¿Practicará el Redentor del mundo la abnegación y el sacrificio por nosotros, y los miembros del cuerpo de Cristo se entregarán a la complacencia propia? La abnegación es una condición esencial del discipulado.
“Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mat. 16:24). Yo voy adelante en la senda de la abnegación. Nada requiero de ustedes, mis seguidores, sino aquello de lo cual yo, vuestro Señor, les he dado ejemplo en mi propia vida.
El Salvador del mundo venció a Satanás en el desierto de la tentación. Venció para mostrar al hombre cómo puede vencer. Anunció en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor es sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres: me ha enviado para sanar a los quebrantados de corazón; para pregonar a los cautivos libertad, y a los ciegos vista; para poner en libertad a los quebrantados: para predicar el año agradable del Señor” (Luc. 4:18, 19).
La gran obra que Jesús anunció que había venido a hacer fue confiada a los que le siguen en la tierra. Cristo, como nuestra cabeza, nos guía en la gran obra de salvación, y nos invita a seguir su ejemplo. Nos ha dado un mensaje mundial. Esta verdad debe extenderse a todas las naciones, lenguas y pueblos. El poder de Satanás debe ser desafiado y ser vencido por Cristo y también por sus discípulos. Una gran guerra debe reñirse contra las potestades de las tinieblas. Y con el fin de que esta obra se lleve a cabo con éxito, se requieren recursos. Dios no se propone enviarnos recursos directamente del cielo, sino que confía a las manos de sus seguidores talentos y recursos para que los usen con el fin de sostener esta guerra.
El sistema del diezmo
Él ha dado a su pueblo un plan para obtener sumas suficientes con que financiar sus empresas. El plan de Dios en el sistema del diezmo es hermoso por su sencillez e igualdad. Todos pueden practicarlo con fe y valor porque es de origen divino. En él se combinan la sencillez y la utilidad, y no requiere profundidad de conocimiento para comprenderlo y ejecutarlo. Todos pueden sentir que son capaces de hacer una parte para llevar a cabo la preciosa obra de salvación. Cada hombre, mujer y joven puede llegar a ser un tesorero del Señor, un agente para satisfacer las demandas de la tesorería. Dice el apóstol: “Cada uno de vosotros aparte en su casa, guardando lo que por la bondad de Dios pudiere” (1 Cor. 16:2).
Por este sistema se alcanzan grandes objetivos. Si todos lo aceptasen, cada uno sería un vigilante y fiel tesorero de Dios, y no faltarían recursos para llevar a cabo la gran obra de proclamar el último mensaje de advertencia al mundo. La tesorería estará llena si todos adoptan este sistema, y los contribuyentes no serán más pobres por ello. Mediante cada inversión hecha, llegarán a estar más vinculados a la causa de la verdad presente. Estarán “atesorando para sí buen fundamento para lo por venir”, con el fin de “que echen mano a la vida eterna” (1 Tim. 6:19).
Al ver los que trabajan con perseverancia y sistemáticamente que sus generosos empeños tienden a alimentar el amor a Dios y a sus semejantes, y que sus esfuerzos personales extienden su esfera de utilidad, comprenderán que reporta una gran bendición el colaborar con Cristo. La iglesia cristiana, por lo general, no reconoce el derecho de Dios de exigirle que dé ofrendas de las cosas que posee, para sostener la guerra contra las tinieblas morales que inundan al mundo. Nunca podrá la causa de Dios progresar como debiera hacerlo antes que los seguidores de Cristo trabajen activa y celosamente.
Cada miembro individual de la iglesia debe sentir que la verdad que él profesa es una realidad, y todos deben trabajar desinteresadamente. Algunos ricos se sienten inclinados a murmurar porque la obra de Dios se extiende y se necesita dinero. Dicen que no acaban nunca los pedidos de recursos, y los motivos por solicitar ayuda se presentan uno tras otro. A los tales queremos decir que esperamos que la causa de Dios se extienda de tal manera que haya mayores ocasiones y pedidos más frecuentes y urgentes de que la tesorería supla lo necesario para proseguir la obra.
Si el plan de la benevolencia sistemática107 fuese adoptado por cada persona y llevado plenamente a cabo, habría una constante provisión en la tesorería. Los ingresos afluirían como una corriente constantemente alimentada por rebosantes fuentes de generosidad. El dar ofrendas es una parte de la religión evangélica. ¿Acaso la consideración del precio infinito pagado por nuestra redención no nos impone solemnes obligaciones pecuniarias, así como el deber de consagrar todas nuestras facultades a la obra del Maestro?
Tendremos una deuda que saldar con el Maestro...

Índice

  1. Tapa
  2. Prefacio
  3. Elena G. de White - Breve esbozo biográfico
  4. La fe en Dios
  5. “Prepárate para encontrarte con tu Dios”
  6. Responsabilidad de los padres
  7. Eres guardián de tu hermano
  8. Dos caminos
  9. Esposas de los ministros
  10. “Sé celoso y arrepiéntete”
  11. Jóvenes observadores del sábado
  12. Tesoro en los cielos
  13. El zarandeo
  14. La prueba de Dios
  15. Casas de culto
  16. Lecciones de las parábolas
  17. Fiadores de los incrédulos
  18. Los juramentos
  19. Deberes para con los hijos
  20. Nombre de nuestra denominación
  21. Consagración completa
  22. Viene una gran angustia
  23. Nuestro deber para con los pobres
  24. Espiritismo moderno
  25. Religión en la familia
  26. Falsas nociones de santificación
  27. Poder de Satanás
  28. Dos coronas
  29. El futuro
  30. Padres e hijos
  31. Peligros de la juventud
  32. Caminar en la luz
  33. Falsificación de los dones del Espíritu
  34. La oración de David
  35. Debida observancia del sábado
  36. Seguros de vida
  37. Salud y religión
  38. Temperancia cristiana
  39. Carnes y estimulantes
  40. Una conciencia violada
  41. Separación del mundo
  42. El amor verdadero
  43. Oración por los enfermos
  44. Trampas de Satanás
  45. Sufrimientos de Cristo
  46. Celo cristiano
  47. Responsabilidades de los jóvenes
  48. Una carta de cumpleaños
  49. Engaño de las riquezas
  50. Conversión verdadera
  51. Contaminación moral
  52. Por qué reprende Dios a su pueblo
  53. Necesidad de dominio propio
  54. Reuniones de testimonios y de oración
  55. ¿Cómo observaremos el sábado?
  56. Recreación cristiana
  57. No habrá tiempo de gracia después que venga Cristo
  58. Carácter sagrado del sábado
  59. Mentes desequilibradas
  60. Fidelidad en los deberes domésticos
  61. Pensamientos vanos
  62. Consideración por los que yerran
  63. Parábolas de los perdidos
  64. Trigo y cizaña
  65. La educación debida
  66. Reforma pro salud
  67. Peligro de los aplausos
  68. Trabajo a favor de los que yerran
  69. Amor y deber
  70. La Iglesia de Laodicea
  71. Deber de reprender el pecado
  72. ¿Confesaremos o negaremos a Cristo?
  73. Despreciadores de los reproches
  74. Una súplica a los jóvenes
  75. Poder de la oración en la tentación
  76. Diezmos y ofrendas
  77. Autoridad de la iglesia
  78. Condición del mundo
  79. Condición de la iglesia
  80. Amor al mundo
  81. La presunción
  82. Poder del apetito
  83. Disciplina de la prueba
  84. “No puedo ir”
  85. Biografías bíblicas
  86. Responsabilidad de los miembros de iglesia
  87. Avancemos
  88. Colaboradores de Cristo
  89. Reavivamientos sensacionalistas
  90. Retención de los recursos
  91. Proceso de la prueba
  92. Eficacia de la sangre de Cristo
  93. Obediencia voluntaria
  94. Críticas a los que llevan responsabilidades
  95. Carácter sagrado de los mandamientos de Dios
  96. Preparación para la venida de Cristo
  97. Injertados en Cristo
  98. Una lección de humildad
  99. El juicio
  100. Embajadores de Cristo
  101. Deberes de los padres para con el colegio
  102. Estudiantes del colegio
  103. Carácter sagrado de los votos
  104. Testamentos y legados
  105. Relaciones entre los miembros de iglesia
  106. Dispépticos mentales
  107. Casamientos antibíblicos
  108. Obreros fieles
  109. El laberinto del escepticismo
  110. Influencia de las compañías
  111. La iglesia triunfará
  112. Sencillez en el vestir
  113. Anillo de compromiso
  114. Formación del carácter