La oración
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La oración

  1. 320 páginas
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La oración

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Índice
Citas

Información del libro

Cuando Elena de White escribió acerca de la oración y su poder, y de la necesidad que el cristiano tiene de orar, se valió de su propia experiencia. La obra especial que le fue asignada la llevó, muchas veces, a caer sobre sus rodillas en busca de fuerzas provenientes de Dios. Este libro no solo incluye sus declaraciones más conocidas sobre el tema de la oración, sino que también contiene algunas que no lo son tanto. Las citas aparecen según los puntos que cubren todos los aspectos principales del asunto. Los últimos cuatro capítulos contienen declaraciones extensas sobre tópicos particulares como la fe y la oración, la importancia y el privilegio de orar, y el Padrenuestro y la oración en la vida cristiana.

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Información

Año
2020
ISBN
9789877981698
Categoría
Religion

Capítulo 1

Dios nos invita a orar

Vinculándonos con Dios mediante la oración. Es algo maravilloso que podamos orar eficazmente; que seres mortales indignos y sujetos a yerro posean la facultad de presentar sus peticiones a Dios. ¿Qué facultad más elevada podría desear el hombre que la de estar unido con el Dios infinito? El hombre débil y pecaminoso tiene el privilegio de hablar a su Hacedor. Podemos pronunciar palabras que alcanzan el trono del Monarca del universo. Podemos hablar con Jesús mientras andamos por el camino, y él dice: Estoy a tu diestra.
Podemos comulgar con Dios en nuestros corazones; podemos andar en compañerismo con Cristo. Mientras atendemos a nuestro trabajo diario, podemos exhalar el deseo de nuestro corazón, sin que lo oiga oído humano alguno; pero aquella palabra no puede perderse en el silencio, ni puede caer en el olvido. Nada puede ahogar el deseo del alma. Se eleva por encima del trajín de la calle, por encima del ruido de la maquinaria. Es a Dios a quien hablamos, y él oye nuestra oración.
Pedid, pues; pedid y recibiréis. Pedid humildad, sabiduría, valor, aumento de fe. Cada oración sincera recibirá una contestación. Tal vez no llegue ésta exactamente como deseáis, o cuando la esperéis; pero llegará de la manera y en la ocasión que mejor cuadren a vuestra necesidad. Las oraciones que elevéis en la soledad, en el cansancio, en la prueba, Dios las contestará, no siempre según lo esperabais, pero siempre para vuestro bien (Obreros evangélicos, pp. 271, 272).
Jesús nos invita a orar. El Señor nos da el privilegio de buscarlo en forma individual en oración ferviente, o de descargar el alma ante él, sin ocultar nada a Aquel que nos ha invitado: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. ¡Oh, cuán agradecidos debemos sentirnos de que Jesús esté dispuesto a llevar todas nuestras dolencias, y lo puede hacer, fortaleciéndonos y sanando todas nuestras enfermedades si ha de ser para nuestro bien y para su gloria! (El ministerio médico, p. 20).
“Venid a mí”, es su invitación. Cualesquiera que sean nuestras ansiedades y pruebas, presentemos nuestro caso ante el Señor (El Deseado de todas las gentes, p. 296).
Presentemos a Jesús todas nuestras necesidades. Son pocos los que aprecian o aprovechan debidamente el precioso privilegio de la oración. Debemos ir a Jesús y explicarle todas nuestras necesidades. Podemos presentarle nuestras pequeñas cuitas y perplejidades, como también nuestras dificultades mayores. Debemos llevar al Señor en oración cualquier cosa que se suscite para perturbarnos o angustiarnos: Cuando sintamos que necesitamos la presencia de Cristo a cada paso, Satanás tendrá poca oportunidad de introducir sus tentaciones. Su estudiado esfuerzo consiste en apartarnos de nuestro mejor Amigo, el que más simpatiza con nosotros. A nadie, fuera de Jesús, debiéramos hacer confidente nuestro. Podemos comunicarle con seguridad todo lo que está en nuestro corazón (Joyas de los testimonios, t. 2, p. 60).
Abramos el corazón a un amigo. Orar es el acto de abrir nuestro corazón a Dios como a un amigo. No es que se necesite esto para que Dios sepa lo que somos, sino a fin de capacitarnos para recibirlo. La oración no baja a Dios hasta nosotros, antes bien nos eleva a él. Cuando Jesús estuvo sobre la tierra, enseñó a sus discípulos a orar. Les enseñó a presentar a Dios sus necesidades diarias y a echar toda su solicitud sobre él. Y la seguridad que les dio de que sus oraciones serían oídas, nos es dada también a nosotros (El camino a Cristo, p. 92).
Dios nos da la bienvenida a su trono. Nos acercamos a Dios por invitación especial, y él nos espera para darnos la bienvenida a su sala de audiencia. Los primeros discípulos que siguieron a Jesús no se satisficieron con una conversación apresurada en el camino; dijeron: “Rabí… ¿dónde moras?… Fueron, y vieron dónde moraba, y se quedaron con él aquel día” (Juan 1:38, 39). De la misma manera, también nosotros podemos ser admitidos a la intimidad y comunión más estrecha con Dios. “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente” (Salmos 91:1). Llamen los que desean la bendición de Dios, y esperen a la puerta de la misericordia con firme seguridad, diciendo: “Tú, Señor, has dicho que cualquiera que pide, recibe; y el qué busca halla; y al que llama, se le abrirá” (El discurso maestro de Jesucristo, pp. 107, 108).
Un privilegio extraordinario. Cuando están en dificultades, cuando son asaltados por fieras tentaciones, tienen el privilegio de la oración. ¡Qué exaltado privilegio! Los seres finitos, de polvo y ceniza, admitidos por la mediación de Cristo en la cámara de audiencia del Altísimo. Con tales prácticas, el alma es colocada dentro de una sagrada proximidad con Dios y es renovada en conocimiento y verdadera santidad y fortalecida contra los asaltos del enemigo (Conducción del niño, p. 441).
La oración es una necesidad espiritual y un privilegio. Los que han profesado amar a Cristo no han comprendido la relación que existe entre ellos y Dios… No comprenden cuán grandes privilegios y necesidades son la oración, el arrepentimiento y el cumplir las órdenes de Cristo (Mensajes selectos, t. 1, p. 156).
La oración nos capacita para vivir en la luz de su presencia. Es nuestro privilegio abrir el corazón y permitir que los rayos de la presencia de Cristo entren en él. Hermano mío, hermana mía, dad el rostro a la luz. Poneos en contacto verdadero y personal con Cristo, para que podáis ejercer una influencia elevadora y vivificadora. Que vuestra fe sea fuerte, pura y firme. Que la gratitud a Dios llene vuestro corazón. Cuando os levantáis en la mañana, arrodillaos junto a vuestro lecho, y pedid a Dios que os fortalezca para cumplir los deberes del día y hacer frente a sus tentaciones. Pedidle que os ayude a poner en vuestra obra la dulzura del carácter de Cristo. Pedidle que os ayude a pronunciar palabras que inspiren esperanza y ánimo a los que os rodean, y que os acerquen al Salvador (Hijos e hijas de Dios, p. 202).
Nuestras oraciones nunca molestan a Dios. No hay tiempo o lugar en que sea impropio orar a Dios. No hay nada que pueda impedirnos elevar nuestro corazón en ferviente oración. En medio de las multitudes y del afán de nuestros negocios, podemos ofrecer a Dios nuestras peticiones e implorar la divina dirección, como lo hizo Nehemías cuando hizo la petición delante del rey Artajerjes. En dondequiera que estemos podemos estar en comunión con él. Debemos tener abierta continuamente la puerta del corazón, e invitar siempre a Jesús a venir y morar en el alma como huésped celestial.
Aunque estemos rodeados de una atmósfera corrompida y manchada, no necesitamos respirar sus miasmas, antes bien podemos vivir en la atmósfera limpia del cielo. Podemos cerrar la entrada a toda imaginación impura y a todo pensamiento perverso, elevando el alma a Dios mediante la oración sincera. Aquellos cuyo corazón esté abierto para recibir el apoyo y la bendición de Dios, andarán en una atmósfera más santa que la del mundo y tendrán constante comunión con el cielo.
Necesitamos tener ideas más claras de Jesús y una comprensión más completa de las realidades eternas. La hermosura de la santidad ha de consolar el corazón de los hijos de Dios; y para que esto se lleve a cabo, debemos buscar las revelaciones divinas de las cosas celestiales.
Extiéndase y elévese el alma para que Dios pueda concedernos respirar la atmósfera celestial. Podemos mantenernos tan cerca de Dios que en cualquier prueba inesperada nuestros pensamientos se vuelvan a él tan naturalmente como la flor se vuelve al sol.
Presentad a Dios vuestras necesidades, gozos, tristezas, cuidados y temores. No podéis agobiarlo ni cansarlo. El que tiene contados los cabellos de vuestra cabeza, no es indiferente a las necesidades de sus hijos. “Porque el Señor es muy misericordioso y compasivo” (Sant. 5:11). Su amoroso corazón se conmueve por nuestras tristezas y aún por nuestra presentación de ellas. Llevadle todo lo que confunda vuestra mente. Ninguna cosa es demasiado grande para que él no la pueda soportar; él sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del universo. Ninguna cosa que de alguna manera afecte nuestra paz es tan pequeña que él no la note. No hay en nuestra experiencia ningún pasaje tan oscuro que él no pueda leer, ni perplejidad tan grande que él no pueda desenredar… Las relaciones entre Dios y cada una de las almas son tan claras y plenas como si no hubiese otra alma por la cual hubiera dado a su Hijo amado (El camino a Cristo, pp. 72, 73, versión 2003).
Un anticipo del cielo. Descansad completamente en las manos de Jesús. Contemplad su gran amor, y mientras meditáis en su abnegación, su infinito sacrificio hecho en nuestro favor a fin de que creyéramos en él, vuestro corazón se llenará de santo gozo, tranquila paz e indescriptible amor. Mientras hablamos de Jesús, mientras lo invocamos en oración, se fortalece nuestra confianza de que es nuestro Salvador personal y amante, y su carácter aparecerá cada vez más hermoso… Podremos disfrutar de ricos festines de amor, y al creer plenamente que somos suyos por adopción, podremos gustar del cielo por anticipado. Esperad en el Señor con fe. Mientras oramos, él atrae nuestra alma y nos hace sentir su precioso amor. Nos aproximamos a él, y podemos mantener una dulce comunión con él. Vemos con claridad su ternura y compasión, y el corazón se quebranta y enternece al contemplar el amor que nos es dado. Ciertamente sentimos que hay un Cristo que mora en el alma. Vivimos en él, y nos sentimos a gusto con Jesús. Las promesas llenan el alma. Nuestra paz es como un río; ola tras ola de gloria inundan el corazón, y, sin duda, cenamos con Jesús y él con nosotros. Tenemos la sensación de que comprendemos el amor de Dios y descansamos en su amor. Ningún lenguaje puede describir esto; está más allá del conocimiento. Somos uno con Cristo; nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Sentimos la seguridad de que cuando se manifieste Aquel que es nuestra vida, entonces también seremos manifestados con él en gloria. Con profunda confianza podemos llamar a Dios nuestro Padre (Comentario bíblico adventista, t. 3, pp. 1165, 1166).
La oración refresca el alma. Nuestra vida ha de estar unida con la de Cristo; hemos de recibir constantemente de él, participando de él, el pan vivo que descendió del cielo, bebiendo de una fuente siempre fresca, que siempre ofrece sus abundantes tesoros. Si mantenemos al Señor constantemente delante de nosotros, permitiendo que nuestros corazones expresen el agradecimiento y la alabanza a él debidos, tendremos una frescura perdurable en nuestra vida religiosa. Nuestras oraciones tomarán la forma de una conversación con Dios, como si habláramos con un amigo. Él nos dirá personalmente sus misterios. A menudo nos vendrá un dulce y gozoso sentimiento de la presencia de Jesús. A menudo nuestros corazones arderán dentro de nosotros mientras él se acerque para ponerse en comunión con nosotros como lo hizo con Enoc. Cuando ésta es en verdad la experiencia del cristiano, se ven en su vida una sencillez, una humildad, una mansedumbre y bondad de corazón que muestran a todo aquel con quien se relacione que ha estado con Jesús y aprendido de él (Palabras de vida del gran Maestro, p. 100).
Un lugar de refugio que siempre está abierto. El camino hacia el trono de Dios siempre está abierto. No podéis estar continuamente arrodillados en oración, pero vuestras peticiones silenciosas pueden ascender constantemente a Dios en busca de fuerza y dirección. Al ser tentados, podéis huir al lugar secreto del Altísimo. Sus brazos eternos os rodearán (En lugares celestiales, p. 86).
El secreto del poder espiritual. La oración es el aliento del alma. Es el secreto del poder espiritual. No puede ser sustituida por ningún otro medio de gracia, y conservar, sin embargo, la salud del alma. La oración pone al corazón en inmediato contacto con la Fuente de la vida, y fortalece los tendones y músculos de la experiencia religiosa. Descuídese el ejercicio de la oración, u órese espasmódicamente, de vez en cuando, según parezca propio, y se perderá la relación con Dios. Las facultades espirituales perderán su vitalidad, la experiencia religiosa carecerá de salud y vigor…
Es algo maravilloso que podamos orar eficazmente; que seres mortales indignos y sujetos a yerro posean la facultad de presentar sus peticiones a Dios. ¿Qué facultad más elevada podría desear el hombre que la de estar unido con el Dios infinito? El hombre débil y pecaminoso tiene el privilegio de hablar a su Hacedor. Podemos pronunciar palabras que alcancen el trono del Monarca del universo. Podemos hablar con Jesús mientras andamos por el camino, y él dice: Estoy a tu diestra (Mensajes para los jóvenes, pp. 247, 248).
La oración secreta, el alma de la religión. No descuidéis la oración secreta, porque es el alma de la religión. Con oración ferviente y sincera, solicitad pureza para vuestra alma. Interceded tan ferviente y ardorosamente como lo haríais por vuestra vida mortal, si estuviese en juego. Permaneced delante de Dios hasta que se enciendan en vosotros anhelos indecibles de salvación, y obtengáis la dulce evidencia de que vuestro pecado está perdonado (Joyas de los testimonios, t. 1, pp. 56, 57).
Cada oración sincera es oída. Hasta entonces los discípulos no conocían los recursos y el poder ilimitado del Salvador. Él les dijo: “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre” (Juan 16:24). Explicó que el secreto de su éxito consistiría en pedir fuerza y gracia en su nombre. Estaría delante del Padre para pedir por ellos. La oración del humilde suplicante es presentada por él como su propio deseo en favor de aquella alma. Cada oración sincera es oída en el cielo. Tal vez no sea expresada con fluidez; pero si procede del corazón ascenderá al santuario donde Jesús ministra, y él la presentará al Padre sin balbuceos, hermosa y fragante con el incienso de su propia perfección.
La senda de la sinceridad e integridad no es una senda libre de obstrucción, pero en toda dificultad hemos de ver una invitación a orar. Ningún ser viviente tiene poder que no haya recibido de Dios, y la fuente de donde proviene está abierta para el ser humano más débil. “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre—dijo Jesús— esto haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré”.
“En mi nombre”, ordenó Cristo a sus discípulos que orasen. En el nombre de Cristo han de permanecer siguiéndole delante de Dios. Por el valor del sacrificio hecho por ellos, son estimables a los ojos del Señor. A causa de la imputada justicia de Cristo son tenidos por preciosos. Por causa de Cristo, el Señor perdona a los que le temen. No ve en ellos la vileza del pecador. Reconoce en ellos la semejanza de su Hijo en quien creen (El Deseado de todas las gentes, pp. 620, 621).
Los ángeles toman nota de nuestras oraciones e influyen para nuestro bien. Cuando os levantáis por la mañana, ¿sentís vuestra impotencia y vuestra necesidad de fuerza divina? ¿Y dais a conocer humildemente, de todo corazón, vuestras necesidades a vuestro Padre celestial? En tal caso, los ángeles notan vuestras oraciones, y si éstas no han salido de labios fingidores, cuando estéis en peligro de pecar inconscientemente y de ejercer una influencia que induciría a otros a hacer el mal, vuestro ángel custodio estará a vuestro lado, para induciros a seguir una conducta mejor, escoger las palabras que habéis de pronunciar, y para influir en vuestras acciones.
Si no os consideráis en peligro y si no oráis por ayuda y fortaleza para resistir las tentaciones, os extraviaréis seguramente; vuestro descuido del deber quedará anotado en el libro de Dios en el cielo, y seréis hallados faltos en el día de prueba (Joyas de los testimonios, t. 1, pp. 347, 348).
Como Moisés, podemos disfrutar la comunión íntima con Dios. Esa mano que hizo el mundo, que sostiene las montañas en sus lugares, toma a este hombre del polvo, este hombre de poderosa fe; y, misericordiosa, lo oculta en la hendidura de la peña, mientras la gloria de Dios y toda su benignidad pasan delante de él. ¿Podemos asombrarnos de que “la magnífica gloria” resplandecía en el rostro de Moisés con tanto brillo que la gente no le podía mirar? La impresión de Dios estaba sobre él, haciéndole aparecer como uno de los resplandecientes ángeles del trono.
Este incidente, y sobre todo la seguridad de que Dios oiría su oración, y de que la presencia divina lo acompañaría, eran de más valor para Moisés como caudillo que el saber de Egipto, o todo lo que alcanzara en la ciencia militar. Ningún poder, habilidad o saber terrenales pueden reemplazar la inmediata presencia de Dios. En la historia de Moisés podemos ver cuán íntima comunión con Dios puede gozar el hombre. Para el transgresor es algo terrible caer en las manos del Dios viviente. Pero Moisés no tenía miedo de estar a solas con el Autor de aquella ley que había sido pronunciada con tan pavorosa sublimidad desde el monte Sinaí; porque su alma estaba en armonía con la voluntad de su Hacedor.
Orar es el acto de abrir el corazón a Dios como a un amigo. El ojo de la fe discernirá a Dios muy cerca, y el suplicante puede obtener preciosa evidencia del amor y del cuidado que Dios manifiesta por él (Testimonios selectos, t. 3, pp. 384, 385).
Oremos con santa audacia. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho”. Presentad esta promesa cuando oráis. Tenemos el privilegio de ir ante Dios con santa osadía. Si le pedimos con sinceridad que haga brillar su luz sobre nosotros, nos oirá y contestará (Conducción del niño, p. 472).
El cielo está abierto a nuestras peticiones y se nos invita a ir “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16). Debemos ir con fe, creyendo que obtendremos exactamente las cosas que le pedimos (En lugares celestiales, p. 80...

Índice

  1. Tapa
  2. Prefacio
  3. 1 - Dios nos invita a orar
  4. 2 - Nuestra necesidad de la oración
  5. 3 - Dios escucha las oraciones
  6. 4 - La oración y la ganancia de almas
  7. 5 - Las promesas de Dios concernientes a la oración
  8. 6 - La oración de fe
  9. 7 - La oración y la obediencia
  10. 8 - La oración que vence
  11. 9 - El poder de la oración
  12. 10 - Razones para orar
  13. 11 - Oraciones respondidas
  14. 12 - Oración y reavivamiento
  15. 13 - Hombres y mujeres de oración
  16. 14 - La oración diaria
  17. 15 - El ejemplo de Jesús en la oración
  18. 16 - La oración privada
  19. 17 - La oración en el círculo del hogar
  20. 18 - La oración y la adoración
  21. 19 - Las actitudes en la oración
  22. 20 - Orando en el nombre de Jesús
  23. 21 - La dirección divina a través de la oración
  24. 22 - La oración por los enfermos
  25. 23 - La oración pidiendo perdón
  26. 24 - La oración intercesora
  27. 25 - Los ángeles y la oración
  28. 26 - Oraciones falsas
  29. 27 - Satanás y la oración
  30. 28 - La oración en los últimos días
  31. 29 - El privilegio de la oración
  32. 30 - El Padrenuestro
  33. 31 - Recibir para dar
  34. 32 - La fe y la oración