Presidencialismo y sistema político
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Presidencialismo y sistema político

México y los Estados Unidos

  1. 184 páginas
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Este volumen reúne seis estudios de distinguidos historiadores y politólogos mexicanos y estadunidenses y de un italiano, en los que se analiza la evolución histórica e institucional del presidencialismo en México y en Estados Unidos, a la luz de su función en el sistema político.

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Información

VI. EL PRESIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS Y EL SISTEMA DE PARTIDOS

JAMES L. SUNDQUIST*
CON LA ELECCIÓN DE BILL CLINTON como presidente en noviembre de 1992, un ánimo público de profundo descontento con el desempeño del sistema estadunidense de gobierno —que venía en aumento por lo menos desde los últimos diez años— dio paso a otro de esperanza y optimismo.
La instalación de un nuevo presidente es siempre ocasión para cierto grado de conmoción y crecientes expectativas. Pero esta vez había razones epeciales. No sólo iba a ocupar la Casa Blanca un hombre nuevo con su familia, y se iba a hacer cargo de la rama ejecutiva un partido diferente, los demócratas, sino que la generación posterior a la segunda Guerra Mundial asumía por fin el poder. El tercero entre los más viejos presidentes de la historia de los Estados Unidos cedía su cargo al tercero entre los más jóvenes; la vejez, la complacida dejadez y la ranciedad en el liderazgo nacional iban a dar paso a la juventud y a la lozanía, acompañadas, según se esperaba confiadamente, de nueva energía y nuevas ideas para atacar los problemas del país. Nunca, desde la elección del todavía más joven John F. Kennedy en 1960 para suceder al presidente más viejo de la historia, Dwight Eisenhower, se había producido un cambio generacional tan brusco.
Pero tal vez lo más importante de todo, a juicio no sólo de observadores políticos y de estudiosos del gobierno sino del electorado en toda su extensión, según el barómetro de las encuestas practicadas el día de las elecciones, era que se trataba de un cambio fundamental en la estructura política del gobierno. Los Estados Unidos daban por fin cerrojazo a un periodo de 12 años en que el gobierno había estado dividido entre partidos encontrados, con presidentes republicanos y mayorías demócratas en el Congreso. En enero de 1993, los demócratas iban a tomar las riendas de los tres centros de poder —la presidencia, el Senado y la Cámara de Representantes— y con eso, se suponía, se iba a romper lo que era objeto de condena universal: un gobierno con “candado” —término nuevo en el vocabulario político del país—.
Hasta el día mismo en que Clinton fue elegido, el descontento público hacia el gobierno nacional no había sido nunca más alto. La calificación aprobatoria hacia el Congreso en las encuestas de opinión pública llegó en 1992 al punto más bajo de la historia, con menos de 20%. En cuanto al presidente Bush, una vez disipada la euforia surgida de su éxito en el Golfo Pérsico, su calificación se desplomó.
Para la primavera de 1992, un sólido movimiento de protesta contra todas las instituciones del gobierno nacional y sus dirigentes tomó forma en pos de un hombre del que apenas alguien había siquiera oído hablar, llamado Ross Perot: un millonario hombre de negocios que nunca había estado en la política ni ocupado cargo público alguno, pero que combatía tanto al Partido Republicano como al Demócrata, y por ello aparecía ante el furioso electorado como el candidato más viable para imponer un cambio fundamental. Durante algún tiempo muchas encuestas demostraron que realmente rebasaba a los presuntos candidatos de los dos grandes partidos, el presidente Bush y el entonces gobernador Clinton. Después de eso ocurrió que tomó un derrotero bastante extraño. En julio se retiró bruscamente de la carrera y sus organizaciones empezaron a venirse abajo, pero un par de meses más tarde cambió de idea y se convirtió formalmente en candidato, con una extraña explicación sobre la causa de su anterior abandono. Sin embargo, a pesar de esa excéntrica conducta, cuando llegó la hora de las elecciones de noviembre, un sorprendente 19% de los votantes rechazaron a los dos grandes partidos y —sabiendo perfectamente que desperdiciaban su voto porque no podía ganar de ninguna manera— apoyaron a Perot de todos modos. Ésta es la más alta cifra que un candidato de un tercer partido o independiente haya alcanzado en 80 años, desde Theodore Roosevelt en 1912 (y él era un ex presidente probado a fondo y de una excepcional competencia), y con mucho la más alta en la historia de los Estados Unidos para candidato alguno venido totalmente de fuera del sistema de partidos y que ascendió atacando a todo el sistema político. ¡Y si Perot hubiera librado una campaña congruente de principio a fin, en lugar de su irresolución de entrar y salir y volver a entrar, imagínense cuán superior al 19 % habría podido ser el voto de protesta!
En las elecciones, la ciudadanía expresó además su cólera al echar del cargo no sólo al presidente Bush sino también a un número excepcionalmente alto de miembros en funciones, de los dos partidos, que buscaban la reelección en el Congreso. La Cámara de Representantes que se reunió en 1993 tenía más de 25% de nuevos miembros, la más grande proporción en más de 40 años. Y, por último, el más vigoroso movimiento actual en pro de la reforma estructural es el que pretende limitar la duración del periodo en funciones de los miembros del Congreso —por lo general a un máximo de doce años—. Los votantes de 14 estados —todos los estados que sometieron a votación el problema en noviembre— aprobaron esas limitaciones por abrumadores márgenes, como expresión general de aversión a todos los políticos como clase.
Cuando los encuestadores y periodistas preguntaban al votante corriente cuál era la razón de esa gran hostilidad hacia su gobierno, en la respuesta abundaba la mención del escándalo y de la corrupción, pero otra palabra que afloró repetidas veces fue la de “candado”. Sencillamente, el gobierno no respondía a los problemas que el pueblo veía: una economía empantanada en la recesión, una evidente declinación a largo plazo (vista como tal, fuese cierto o no) en la capacidad del país para competir con Europa y sobre todo con el Japón en la economía mundial, la falta de acción de la nación para la creación de un sistema de salud que amparase a todo mundo, carencias en el sistema educativo, y así sucesivamente. El presidente republicano achacaba a las mayorías demócratas en el Congreso las fallas del gobierno, y los demócratas a su vez lo culpaban a él, pero el pueblo estaba cansado de excusas; sencillamente condenaba a las dos partes, se agrupó en torno a la improbable figura de Perot e hizo lo que pudo para echar del cargo a los aspirantes a la reelección, empezando por el propio presidente Bush.
Pero al hacerlo también corrigió, por lo menos a corto plazo, todo el sistema de gobierno. A la larga es concebible que el pueblo haya hecho de las elecciones de 1992 uno de los grandes momentos cruciales en la historia de los Estados Unidos. Eso se debe a la razón ya citada: puso fin, por lo menos durante los próximos cuatro años, al gobierno dividido dándole a un partido, el demócrata, el control tanto de la Casa Blanca como del Congreso. Y se alegró de hacerlo. Cuando la gente salía de las casillas en noviembre, 63% de los votantes encuestados en un muestreo nacional desusadamente grande opinó que era hora de unificar al gobierno bajo un solo partido. Después de años de decir a los encuestadores que por cuestión de principio preferían un gobierno dividido —porque cada partido podía frenar los excesos del otro— la mayoría habían acabado por concluir que en el meollo del problema del candado se hallaba el gobierno dividido, y quería un partido que fuera plenamente capaz y al que se pudiera hacer plenamente responsable de que se hicieran las cosas. Si esto refleja un cambio duradero de actitud, los Estados Unidos habrán entrado en una nueva era —y, según creo, mucho más prometedora— en su vida política.
Para explicar por qué es tan importante el regreso de los Estados Unidos a un gobierno de partido unificado en 1993, es necesario examinar la teoría del sistema de los Estados Unidos en su evolución a lo largo de dos siglos bajo la que es, con mucho, la constitución más antigua del mundo.

1. LA TEORÍA CONSTITUCIONAL

Cuando 55 hombres se congregaron en Filadelfia en 1787 para redactar una nueva constitución para las 13 antiguas colonias británicas que se volvieron estados independientes en la revolución del decenio anterior, les obsesionaba el peligro de la tiranía. Habían vivido bajo lo que sentían como el despotismo del rey de Inglaterra, y después de la revolución habían sufrido bajo el mando, a veces arbitrario, de omnipotentes cuerpos legislativos en los nuevos estados. Así, pues, al reunirse en la Gran Convención estaban resueltos a diseñar un sistema que impidiera la concentración del poder absoluto en una sola persona —es decir, en el presidente como una especie de monarca elegido— o en cualquier grupo que pudiera llegar a controlar el cuerpo legislativo. De modo que diseminaron los poderes del gobierno. Empezaron por dividirlos entre el gobierno nacional y los estados. Dentro del gobierno nacional separaron los poderes en tres ramas: la legislativa, la ejecutiva y la judicial. Dentro de la rama legislativa o Congreso, dividieron el poder aún más en un Senado y una Cámara, elegidos por separado siguiendo distintos métodos en distintos momentos para asegurar su recíproca independencia. Luego, mediante una estructura de “frenos y contrapesos”, trataron de hacer posible que cada una de las instituciones separadas se protegiera de la intrusión de las demás.
Esa estructura ha servido maravillosamente bien en su primordial finalidad de ser una salvaguarda contra la tiranía. A través de dos siglos de vida constitucional del país, cada vez que ha aparecido en el horizonte, por tenue que fuera, algo parecido al despotismo, ya fuera del tipo ejecutivo o del legislativo, los frenos y contrapesos han funcionado para que las ambiciones de la institución transgresora fuesen frustradas por las otras instituciones. No hace falta ir más allá de la crisis constitucional por el escándalo de Watergate en 1974, cuando por primera vez en la historia se vio obligado a renunciar un presidente que abusó de ...

Índice

  1. Presentación
  2. Introducción
  3. I. La parábola del presidencialismo mexicano, por Alicia Hernández Chávez
  4. II. El presidencialismo y el sistema político mexicano: del presidencialismo a la presidencia democrática, por Luis F. Aguilar Villanueva
  5. III. Régimen presidencial, democracia mayoritaria y los dilemas de la transición a la democracia en México, por Alonso Lujambo
  6. IV. La presidencia estadunidense en perspectiva histórica, por William E. Leuchtenburg
  7. V. La representación y el presidencialismo estadunidense, por Sergio Fabbrini
  8. VI. El presidente de los estados unidos y el sistema de partidos, por James L. Sundquist