La noche en blanco de Mallarmé
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La noche en blanco de Mallarmé

  1. 134 páginas
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La noche en blanco de Mallarmé

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Los poetas suelen situar en algún relato personal, y más o menos mítico, el origen de su tentativa literaria. Uno de los más estremecedores e influyentes relatos de este tipo es el que Mallarmé testimonió en sus cartas durante una crisis nerviosa que sufrió a los 23 años de edad: "La noche en blanco", a partir de la cual elaboró a lo largo de su vida la concepción de una obra pura. Este relato, que definió en la modernidad toda una tradición poética y de pensamiento, es el punto de partida del presente libro, donde la autora somete esa noche en blanco a un intenso cuestionamiento centrado en la duda acerca del alarde del poeta sobre su incapacidad de escribir. El resultado es una visión fresca y frontal, por momentos iconoclasta, pero también devota. Una luz oblicua sobre la efigie de Mallarmé.

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Información

Año
2010
ISBN
9786071602978

Apéndice 1

Nocturnalia

I

Elijo un principio al azar. En el libro La literatura y los dioses, Roberto Calasso cuenta el primer sueño —más bien, pesadilla— del que se tiene registro; perteneció a una mujer de Mesopotamia. “En mi sueño había ido al templo de la diosa Bêllit-ekallim; ¡pero la estatua de Bêllit-ekallim no estaba ahí! Tampoco las estatuas de las otras divinidades que normalmente están con Ella. Ante esta visión lloré y lloré.” Quizás a cada pesadilla le corresponde su antídoto, el sueño correcto; por consiguiente, a ésta de un templo vacío la seguiría su contrario, el sueño del templo abarrotado de dioses, que debe ser la pesadilla de alguien más. Lo memorable del “sueño de Mesopotamia” no es solamente que cumpla con la medida exacta de una fábula, sino que inaugure un hecho más elemental: el de alguien que narra su sueño. Del otro lado alguien más lo escucha y alguien —tal vez siempre es el mismo— lo escribe en unas tablillas de barro. De eso hace tres mil años. Ahora yo lo leo, casi como si fuera posterior: el último sueño. Según Calasso posee una estructura recurrente —un templo vacío que se vuelve el sucedáneo de cualquier ausencia y que llega hasta el cuarto vacío de Mallarmé— y postula una de esas reglas que a mí me resultan más intrincadas que el caos: a la presencia siempre la precede una pérdida. Toda imagen, explica Calasso, debe atenerse a esta condición. Yo añadiría: sólo si se quiere interpretar, en cuyo caso la simbología va transfiriendo su pobreza de una visión a otra. Yo prefiero no despojar a un misterio de su literalidad: un sueño así se sueña y es sucesivo. Para mí representa una especie de utopía: alguien cierra los ojos y le acaece un reino invertido; al despertar todavía es posible relatarlo porque los códigos continúan siendo propiedad de la vigilia.
Borges define a los sueños como una obra de arte, tal vez “la expresión estética más antigua”. A la materia onírica que, según él, es múltiple y simultánea se le sobrepone una textualidad que la hace comunicable. Su ejemplo es sencillo (para mí incluso atroz): uno sueña con un hombre e inmediatamente después con un árbol. “Al despertarme, puedo dar a ese sueño tan simple una complejidad que no le pertenece: puedo pensar que he soñado en un hombre que se convierte en árbol, que era un árbol.” La memoria tendrá algo que ver; quizá sólo retenga los sueños que poseen los componentes de una narración: principio, transcurso y desenlace, aunque sea apenas atisbado. Así, el arte no estribaría en saber contar, sino en saber soñar. Hay gente dotada para ello. Borges evidentemente era de ésos. Cada sueño que cuenta parece fundacional: un mito que acabará por conformar un género literario; es decir, otro cuento de Borges.
La infinidad de recursos y la falta de reglas también pueden convertir el relato de un sueño en su propia pesadilla. Además, vivir con su recuerdo a lo largo de los días podría erigirse en la premisa de otro sueño y así ad infinitum. La vigilia sería el recuento de la noche: para mí el mayor infierno, pues mis sueños son primitivos; cumplen apenas con los requisitos elementales. Incluso, he llegado a pensar que por algún motivo insondable carezco de esa parte del inconsciente y que mi conciencia desempeña un doble papel y duerme fingiendo que sueña. El resultado es pobre: el trazo de las 24 horas anteriores pasado por la criba previsible del absurdo y con un uso limitado de disfraces. A lo mucho he conseguido que tal pobreza sea un modelo de suspicacia, y escucho los sueños ajenos como si fueran síntomas de una hipocondria que conozco de sobra. Pero en el fondo padezco la falta y no dejo de esperar que alguna vez me toque uno de aquellos sueños que son el engranaje de un oráculo. La noche atravesada de ese modo será una iniciación.
William Hazlitt se quejaba de que casi nunca le era dado soñar con la cara que más quería. “He pensado con angustia en la misma persona desde hace años, incesantemente, al grado de que la cara de ella está siempre presente y me acecha la conciencia perpetua de una pasión decepcionada y, sin embargo, no he llegado a soñar con esta persona más de una o dos veces…” A mí me ocurre algo similar. En mis sueños hay muy pocas caras de gente cercana; en cambio, abundan las desconocidas. No sé de dónde provengan; tal vez mi escasa imaginación onírica no sepa elaborar más que retratos; o tal vez sólo sea capaz de proporcionar los personajes, pero no la trama, y por eso deambulan las caras por mis sueños sin nada que hacer. Rara vez se repiten. Hay un señor —yo lo veo como el primer modelo de un señor— que ha aparecido en varias ocasiones. Nunca le sucede nada y a mi sueño tampoco: conviven o son testigos el uno del otro. La acción consiste en mirar. Las otras caras, por su lado, las anónimas, se limitan a pasar, como lo hacen durante el día en la calle. Quizá de ahí vengan y se metan en mi cabeza porque para dormir es necesario llenar ese paisaje austero cada noche, aunque sea con rostros acarreados. Quizás, asimismo, alguna vez se mezclen de tal manera que el resultado conserve cierta densidad a la luz del día y por fin yo pueda contar legítimamente un sueño.
Mientras tanto presto atención a los ajenos, si bien no sé qué tan receptivo sea mi inconsciente —ya dudoso— a las influencias o qué tan dispuesto esté a las imitaciones. A mí me extraña su escasez de costumbres; parece regirse por una afinidad con el vacío y no acumula ni aprende. Sueña, pues, como si nadie lo hubiera hecho antes, ni siquiera yo. Desde ahí resulta tenue el vínculo del día con la noche, su transcurso paralelo. Supongo que ha de ser posible preparar de antemano el contenido de los sueños. Dalí, por ejemplo, armó un instructivo: cierta música, la visión de una telaraña pegada a un vidrio, ciertos ruidos. Yo he hecho mis humildes intentos (no con la telaraña, por supuesto), pero sin la menor consecuencia. Incluso, lo que leo antes de dormir nunca resurge en mis sueños. Quizá por eso el Kubla Khan de Coleridge representa para mí un enigma doble: el poema y el sueño de un poema cuya textura se resuelve en la petición de un sueño. La tercera estrofa, donde Coleridge proclama la añoranza de aquella atmósfera en que podría volver a escuchar los versos de la cúpula del placer, apunta hacia la figura peculiarmente completa del texto perdido: “Si reviviera en mí/Su sinfonía y su canción”.
Coleridge tuvo su sueño en 1797, pero no lo reveló hasta 1816, “a manera de glosa o justificación —escribe Borges— del poema inconcluso”. Un lapso tan largo difícilmente se libra de sospechas. La menos imaginativa es igualmente la más cruel: que Coleridge inventó no sólo el poema, sino también el sueño donde oyó el poema. De Quincey, en su homenaje a Coleridge en Recollections of the Lakes and the Lake Poets, reconoció que las acusaciones de plagio contra su maestro eran verdaderas. A fin de cuentas, Coleridge tradujo entero un texto de Schelling y lo firmó como suyo. Junto a esto, la fabricación de un sueño es un acto inocente. Sin embargo, no sólo sería imposible probar su falsedad o su veracidad, sino que además habría que admitir que tales criterios no son aplicables a un régimen onírico. Entre el Coleridge que soñó un poema y el Coleridge que inventó que soñó un poema hay una diferencia de táctica, pero el potencial es el mismo: el de una poética derivada de un sueño y el de un poema perseguido por su parte desaparecida y, por lo tanto, poderosísimo desde su naturaleza de fragmento. Lo que no se lee —el texto ausente— determina lo que se lee y, hasta cierto punto, construye su palimpsesto. Así Kubla Khan traerá siempre implícita la nostalgia de su propia perfección, la cual, en otro mundo (aquel que vendrá) ya en sí va a constituir un hallazgo literario.
Calasso, entonces, tendría razón: la ausencia condiciona la presencia. Sin embargo, lo contrario también es cierto y luego lo contrario de lo contrario hasta que ya no importe. Mejor desechar las premisas o elegir directamente la más distante de la verdad y cercana al sueño mismo. El templo vacío y el poema inconcluso acerca de un palacio podrían ser los hechos, y su recurrencia, la búsqueda de una salida: onírica y nocturna, pues en esos términos surgió el dilema. Ambos son, además, sueños escritos; en uno se lee lo que se soñó; en el otro, se sueña lo que se va a leer. Y en las dos instancias pesa lo incompleto, cuya prolongación o, incluso, conclusión tal vez acabe siendo el sueño de alguien más: un tema que se hereda porque le falta el final. Como esa pesadilla en la que uno cae desde muy alto y se despierta antes de tocar el suelo. Alguna vez quizá suceda que no se interrumpa la caída y, si todo se cumple según mi superstición, ya no volverá a repetirse el sueño que, previsiblemente, será la materia de otra añoranza, de otro de esos “antes” imantados: aquella época en que la humanidad soñaba que se caía, hasta que un día se cayó.
La pérdida no siempre es parcial. Descartes, por ejemplo, en un sueño extravió un par de libros. Le ocurrió el 10 de noviembre de 1619, en vísperas del nacimiento de su “ciencia admirable”. En el sueño se le aparecieron un diccionario y una antología de poesía. El primero representaba las ciencias reunidas y el segundo, de acuerdo con la propia interpretación de Descartes, el símbolo de la unión entre la filosofía y la sabiduría: “pues no creía que fuese motivo de asombro el ver que los poetas, incluso cuando tontean, abundan en sentencias más graves, más sensatas y mejor expresadas que las que encontramos en los escritos de los filósofos”. Junto a la mesa donde estaban los libros, apareció un hombre que le presentó unos versos cuyo inicio decía Est et non: “Descartes le dijo que sabía lo que era y que aquella pieza formaba parte de los Idilios de Ausonio…” En el instante en que se disponía a abrir el libro todo se esfumó. La lectura quedó postergada y dejó sólo un curioso relato donde Descartes puso a la poesía por encima de la razón y, acto seguido, despertó. El libro de poemas —ni más ni menos que el compendio de la verdad— se lo dejó a la noche, y a nosotros nos puso en la disyuntiva de adivinar el secreto: tal vez la noche con sus fragmentos y sus libros se transfiere de un inconsciente a otro e incluye los textos que cada quien va soñando y extraviando; o tal vez no consiste en otra cosa más que en la historia de sus diversas apariciones y en la rememoración que uno elabora a posteriori, donde se van llenando las páginas de una obra cuyo pasado y cuyo futuro dependen de que uno no deje de soñarla.
A Descartes el sueño le permitió poner cada cosa en su lugar, incluyendo las prerrogativas del desconocimiento y de la imaginación, desde las cuales toda verdad sería concebible, a pesar de que a la vigilia le tocara el modesto papel de razonarla a partir de un relativismo autorizado; sin embargo, su noche impecable nos dejó una puerta abierta. Yo la aprovecharé para proponer una conexión que espero no sea demasiado descabellada: el libro errante del sueño de Descartes con el Primero sueño de Sor Juana. Uno surgió, como ya señalé, en 1619; el otro muchos años después, entre 1685 y 1692. Ambas versiones oníricas embonan al principio y al final de un mismo siglo; la de Descartes bajo la especie convencional de una conciencia dormida, la de Sor Juana bajo la de un libro con un poema acerca de un sueño o, más bien, una pesadilla, pues su tributo a la razón resultó desmedido: el barroco pensando en los términos más desquiciantes de la escolástica; Aristóteles recitado en hipérbaton y consumido por el fervor de una inteligencia que tiene relaciones ilícitas con el concepto y, por ende, lo viste hasta convertirlo en un mecanismo hermoso pero agobiante: “la aparatosa máquina del mundo”; seguramente, la condena de un estilo.
¿Qué es la noche de Sor Juana? Su vasto universo remite a la piedra y al metal. Aunque el poema está lleno de pájaros, no es ligero: apenas hay movimiento y el alma en su trayecto se topa con un destino funesto, ya que se propone conocer el mundo en un viaje regido por las tinieblas, pero al mismo tiempo aspira a un universo organizado aristotélicamente. El entendimiento, principal protagonista del poema, no sabe avanzar sin ojos; desea ver pero carece de la luz de los sentidos. No deja de ser paradójico: un viaje nocturno que no busca la fe, sino el conocimiento racional. Asombrosamente, Sor Juana le aplica a la noche los hábitos del día, y su alma deambula en una travesía nocturna que no le corresponde. Al final la razón y el sueño, que nunca pudieron separarse, naufragan en “la mental orilla”. Luego comienza el día, y la noche se prepara abultando sus sombras para lanzarse de nuevo sobre el crepúsculo. Esta escueta cronología, día-noche-día, es la única certeza con la que despierta Sor Juana.
Los destinos fueron desiguales. A Descartes le bastó con el sueño porque ya habitaba la zona mensurable de la filosofía, desde la que cualquier concesión a la poesía era un acto magnánimo de humildad. Sor Juana partió del margen opuesto: como si ella hubiera consumado el libro que soñó Descartes y demostrado así, en contra de su voluntad, que la verdad no estaba ahí. En su caso, las intenciones filosóficas se tropezaron con la magnitud del poema que debía servir como una suerte de cascarón que terminaría por quebrarse a fuerza de rodar en dirección contraria a su naturaleza. Pero a fin de cuentas ganó la literatura: Primero sueño es la no-visión, como diría Paz, de un conocimiento imposible que se salva gracias a su retórica. Quizás ésa es ya una forma de verdad. Quizá también, más sutil, no a otra cosa se refería Descartes. Yo, por mi parte, sugeriría que ambos pecaron de realismo, pues Sor Juana supo que soñar con una filosofía desembocaba en el artificio enrevesado de imaginarla y, por lo tanto, sacrificarla tan pronto el lenguaje cambiara de punto de vista; y Descartes que, al encerrar su sueño dentro de los cotos explicativos de la razón, le negaba verosimilitud a la circunstancia iluminadora del poema. Despertar, para los dos, fue regresar al inicio: al de una poeta que quiso desentrañar la metáfora del mundo y al de un filósofo que intentó reconstituirla.

II

La clave estribaría en conciliar el sueño. El templo vacío, la estrofa interrumpida, el libro errante, el poema onírico son episodios de lo que yo llamaría las noches llenas, donde soñar equivale a ver una serie de anécdotas truncas que transmigran en la cabeza. Sin embargo, hay otras, las noches en blanco, las de los ojos abiertos donde no se duerme y donde el insomnio, desde sus “cumbres peladas”, erige víacrucis y teorías; noches extremas, desprovistas del atajo de los sueños y sujetas a las revelaciones que pueden durar de la primera oscuridad al atisbo del amanecer; noches que conforman ya todo un canon (en el que figura la Noche de Tournon de Mallarmé) y que, asombrosamente, también suponen páginas o libros cuyo surgimiento linda con la promesa de su propia desaparición en un silencio pleno y luminoso, como si sólo por medio de lo escrito se recalara en esa quimera de la expresividad: el todo inefable.
En la cúspide de este canon yo colocaría, casi como un génesis, la noche detallada y propedéutica de San Juan de la Cruz. En su peregrinaje místico predominó la versión literaria y su búsqueda metódica de Dios desembocó finalmente en la poesía. Los datos, por conocidos que sean, no son menores. Durante el verano de 1578 San Juan estuvo encarcelado en Toledo; en la negrura de su celda comenzó a adivinar algún contorno de claridad entre las sombras y quiso comunicar el significado de aquel contraste, pero no tenía materiales para escribir. Por fortuna, apareció un nuevo guardián que accedió a darle papel y tinta. Fue entonces cuando San Juan empezó las canciones del alma: “Por un agujero pequeño le entraba un rayo de luz y sol. Con que se consoló y pudo escribir la declaración de aquellas noches espirituales, que él compuso, que empiezan: ‘En una noche oscura’…”
San Juan dividió su desierto nocturno en tres etapas. En la primera, equivalente a las horas anteriores a la medianoche, dejaban de verse los objetos sensibles y el alma perdía sus sentidos. En la segunda, la pura medianoche, el alma ya ciega y sin el uso de la razón iba avanzando con la guía de su fe: era la parte más negra y la prueba definitiva. En la tercera, el “antelucano”, se aproximaba el resplandor del día, comparable a la divinidad; el alma ya h...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Tournon
  4. Apéndice 1: Nocturnalia
  5. Apéndice 2: La rue de Rome
  6. Apéndice 3: Resonar/Callar
  7. Apéndice 4: Filosofía de Mallarmé
  8. Apéndice 5: A veces tengo ganas de irme de mendigo a África
  9. Obras consultadas