Tomás Moro
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Tomás Moro

  1. 144 páginas
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Información del libro

Personaje sobresaliente en las pugnas que marcaron el tránsito de la antigua Inglaterra hacia concepciones nuevas que la convertirían en una nación moderna, Tomás Moro es una figura en la que se juntan varios aspectos del intelectual de su tiempo: abogado, humanista, miembro del Parlamento, mártir de la fe católica, canciller del rey y autor satírico.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071623003
Categoría
History

VI. “PERDER LA CABEZA SIN SUFRIR DAÑO”

EL PARLAMENTO que se reunió en enero de 1534 aprobó una ley para reglamentar la sucesión al trono. Declaró que el matrimonio de Enrique con Catalina era contra la ley de Dios, y totalmente nulo a pesar de cualquier permiso o dispensa. Estableció que la sucesión recayera en los vástagos del matrimonio con la reina Ana; en el hijo mayor sobreviviente, si lo hubiera, o si no, en la princesa Isabel. Se pasó por alto a María, hija de Catalina.
Se agregaron castigos severos a la ley. Cualquiera que difamara el matrimonio con la reina Ana o a los herederos reconocidos, era culpable de traición, lo que acarreaba la pena de muerte y la pérdida de todos los bienes. Todos los súbditos adultos del rey debían hacer el juramento público de observar y mantener “todos los efectos y contenidos en la presente ley”. Quienes se negaran a hacerlo eran culpables de ocultar el delito de traición, es decir, traición en segundo grado; la pena era cadena perpetua y confiscación de los bienes.
No se dejó a Moro demasiado tiempo en libertad después de ser aprobada la ley. El domingo después de la Pascua, fue con Roper a escuchar el sermón en San Pablo. Después de misa, Moro fue a ver a su hija adoptiva, que ahora vivía en su vieja casa de Bucklersbury. Ahí fue citado a comparecer al día siguiente en el palacio de Lambeth para hacer el juramento prescrito por la ley. Regresó inmediatamente a Chelsea para despedirse de su familia. Roper describe cómo al día siguiente les dijo adiós, después de asistir a misa.
Era siempre su costumbre, al despedirse de su mujer e hijos, a quienes quería tiernamente, hacer que lo acompañaran a su barca y ahí besarlos a todos y decirles adiós. Esta vez no toleró que ninguno fuera más allá del portón para seguirlo; lo cerró tras de sí, dejándolos a todos del otro lado, y con el corazón apesadumbrado, como dejaba ver su cara, tomó su barca conmigo y nuestros cuatro sirvientes rumbo a Lambeth; después de estar sentado quieto y triste un rato, me dijo al oído: “Hijo Roper, doy gracias a Nuestro Señor, la batalla está ganada”. [R 36.]
Moro se encontró en Lambeth con que era el único seglar entre un grupo de clérigos que habían sido citados para hacer el juramento. Moro fue el primero en ser llamado ante los comisionados. Se le mostró el juramento bajo el gran sello; pidió el texto de la Ley de Sucesión y lo leyó. Comparó cuidadosamente los dos y luego dio su respuesta. Como escribió a Margarita unos pocos días después:
Les demostré que mi propósito no era encontrar fallas ni en la ley ni en cualquiera de los hombres que la hicieron, ni en el juramento ni en cualquiera de los hombres que lo juraron, ni condenar la conciencia de ningún otro hombre. Pero en cuanto a mí mismo, de buena fe mi conciencia me conmovía de tal modo en esta cuestión que, aunque no me negaría a jurar la Ley de Sucesión, no podía hacer, sin embargo, el juramento que allí me ofrecían sin exponer mi alma a la eterna condenación. [L 217.]
En algunas ocasiones los historiadores han estado intrigados acerca de por qué, si Moro estuvo dispuesto a aprobar la Ley de Sucesión establecida, en cambio, se negó a prestar el juramento. ¿Era por el rechazo implícito de la autoridad papal en los comentarios concomitantes de la ley sobre dispensas de impedimentos matrimoniales? Quizá, pero la cuestión en realidad es muy sencilla. Moro estaba dispuesto a jurar la ley porque estaba dentro de la competencia del Parlamento decidir sobre eso; pero jurar acerca de la invalidez de un matrimonio del que estaba convencido que era perfectamente legal sería invitar a Dios a convalidar una falsedad.
Los comisionados le dijeron que era la primera persona que se negaba a hacer el juramento; le mostraron la lista de todos los miembros de las cámaras de los Lores y de los Comunes que habían jurado en la última sesión del Parlamento, y luego lo enviaron fuera de la sala con la esperanza de que pensara mejor su negativa. Vio, a través de una ventana, pasar por el jardín al clero londinense para hacer el juramento; casi todos estaban muy alegres, palmeándose la espalda unos a otros y pidiendo cerveza en la despensa del arzobispo. Vuelto a llamar ante los comisionados, se le preguntó por qué era tan obstinado que no sólo no quería jurar sino incluso decir qué parte del juramento iba contra su conciencia.
Moro respondió que temía haber disgustado mucho al rey al negarse a jurar. “Si diera a conocer las razones, exasperaría aún más a Su Alteza, lo que no querría de ningún modo, sino que preferiría atenerme a todos los peligros y daños que pudieran venirme antes de dar otra ocasión de disgusto a Su Alteza.” Las palabras estaban elegidas con cuidado. Moro, al negarse a hacer el juramento, se exponía a ser encarcelado y sus bienes confiscados; decir que no quería hacerlo porque consideraba válido el matrimonio con Catalina sería traición según la ley y se acarrearía la pena de muerte. Ofreció que gustoso pondría por escrito las razones de su negativa si el rey prometía que esto no causaría ofensas ni lo pondría en peligro de caer bajo ninguna ley. Los comisionados respondieron que ni aun las letras patentes del rey podían exceptuarlo de la ley. “Bueno —dijo Moro—, si no puedo declarar las causas sin que corra peligro, entonces no es obstinación dejarlas sin declarar” (L 220).
El arzobispo Cranmer, comisionado en jefe, arguyó entonces que como Moro había dicho que no censuraba a nadie que hubiera jurado, él no podía considerar como asunto cierto que fuera erróneo jurar. Luego continuó: “Pero, entonces, se sabe con seguridad y como algo sin duda que uno está obligado a obedecer a su soberano el rey”. Moro se sorprendió al oír este argumento del arzobispo de Canterbury y dudó cómo responder. Pero insistió en que no estaba obligado a obedecer al rey en una cuestión que iba en contra de su conciencia, siempre y cuando él se hubiera tomado el trabajo de ver que su conciencia estuviera bien informada. De hecho, si el argumento de Cranmer era concluyente, “entonces tenemos lista una manera para evitar todas las perplejidades. Pues en cualquier cuestión en que tengan duda los doctores, los mandamientos del rey resuelven todas las dudas en cuanto a qué partido tomar” (L 221).
El secretario Cromwell era otro de los comisionados. Moro nos dice que Cromwell “juró que hubiera preferido que su único hijo perdiera la cabeza antes que yo negara el juramento. Seguramente, Su Alteza el rey abrigará grandes sospechas de mí y pensará que todo el asunto de la monja de Canterbury fue concebido por mí”. La negativa de Moro fue registrada por escrito para ser enviada al rey. Moro pidió que se tomara nota de que aunque él no hizo el juramento, “nunca alejé a hombre alguno de él y jamás aconsejé a nadie a negarlo, ni jamás puse, ni lo haré, escrúpulo alguno en la cabeza de algún hombre, sino que los dejé atenidos a su propia conciencia. Y creo de buena fe, que ésta es una buena razón para que todos me dejen atenido a la mía” (L 222).
Durante cuatro días Moro fue puesto bajo la custodia del abad de Westminster mientras los comisionados consideraban si se le podía permitir jurar únicamente lo de la sucesión. Pero el rey insistió en un juramento completo. Se le presentó de nuevo el 17 de abril y otra vez lo rechazó. El mismo día, el obispo Fisher se negó de igual manera: también estaba dispuesto a jurar acerca de la sucesión, pero no “todos los efectos y contenidos de esta presente ley”.
Moro y Fisher fueron enviados sin dilación a la Torre. Roper recuerda la primera visita de su esposa a su padre, después de haber estado prisionero durante un mes aproximadamente.
Creo, Meg —dijo sir Tomás—, que los que me pusieron aquí creen que me han causado un gran disgusto. Pero te aseguro, a fe mía, mi buena hija, que si no hubiera sido por mi esposa y por vosotros, mis hijos, a quienes considero lo más importante que me ha sido confiado, no hubiera dejado, desde hace tiempo, de encerrarme en una habitación tan estrecha como ésta y tan demasiado estrecha. No encuentro razón, gracias a Dios, Meg, para considerar que estoy en peor situación aquí que en mi propia casa. Pues creo que Dios me vuelve un niño travieso, y me sienta sobre sus rodillas y me acaricia. [R 37.]
Una causa de tristeza para Moro en prisión fue que nadie de su familia se unió a su posición contra el juramento ni la entendió por completo. Tampoco podía explicarles sus razones sin correr el riesgo de que sus palabras lo pusieran al alcance de las traiciones recién decretadas. Roper y Margarita prestaron el juramento, siguiendo el ejemplo del obispo Tunstall. Incluso Margarita escribió una carta a su padre urgiéndolo a que cediera e hiciera el juramento. Moro contestó, herido:
Si no hubiera estado, mi muy querida hija, en una posición firme y segura desde hace buen tiempo (confío en la misericordia de Dios), tu lamentable carta no me hubiera confundido poco, seguramente mucho más que todas las otras cosas que he oído, no pocas veces terribles para mí. Pero con seguridad ninguna me tocó tan cerca, ni me fue tan triste como verte, mi muy querida hija, trabajar de forma tan vehementemente lastimosa para persuadirme de aquello de lo que te he dado tan precisas respuestas antes, por pura necesidad de respeto a mi propia alma. [L 224.]
Después de esto, Margarita dejó de intentar disuadir a su padre de su conducta. “Pero vivimos con la esperanza —pone al final de su siguiente carta— de recibirte pronto nuevamente. Ruego a Dios de todo corazón que así sea, si ésta es Su Santa voluntad.”
A su madrastra, la dama Alicia, le fue difícil ser paciente con su esposo. Roper describe en un inolvidable pasaje la primera visita que ella hizo al prisionero en la Torre.
Maese Moro —dijo ella—, me maravilla que usted, que hasta este momento siempre ha sido considerado como un hombre tan sabio, haga ahora el tonto y yazga aquí en esta prisión estrecha e inmunda, y esté contento de estar así encerrado entre ratones y ratas, cuando podría estar afuera en libertad, y con el favor y la buena voluntad del rey y de su consejo, si sólo hiciera lo que han hecho todos los obispos y la gente más educada de este reino. Y viendo que usted tiene en Chelsea una casa muy buena, su biblioteca, sus libros, su galería, su jardín, su huerto y todas las demás cosas necesarias a su alcance, donde podría ser feliz en mi compañía, la de sus hijos y la de sus servidores, me pregunto, en el nombre de Dios, qué pretende demorándose aquí tanto.
Después de haberla escuchado un rato en silencio, le dijo de modo alegre: —Le ruego, buena doña Alicia, que me diga una cosa.
—¿De qué se trata? —preguntó ella.
—¿No está esta casa tan cerca del cielo como la mía? —dijo él.
A lo que ella contestó con su acostumbrado modo familiar, al no gustarle la forma de plática: —Bla, bla, bla.
—¿Cómo dice, doña Alicia? —dijo él—. ¿No es así?
—Bone Deus, bone Deus, hombre, ¿nunca abandonará esta actitud? —dijo ella.
—Muy bien, doña Alicia; si es así, está muy bien —dijo él—. No veo ninguna razón de peso por la que debería regocijarme mucho tanto de mi casa como de cualquier cosa que me pertenezca allí, ya que si después de estar enterrado siete años me pusiera en pie y viniera aquí, de nuevo, no dejaría de encontrar a alguien que me ordenara retirarme y me dijera que nada de eso era mío. ¿Qué razón tengo entonces para que me guste una casa que olvidaría tan pronto a su dueño? [R 41.]
Mientras estuvo en la Torre, Moro escribió su obra piadosa más popular, el Diálogo de consuelo frente a la tribulación. Es una conversación imaginaria entre dos húngaros, Antonio y su sobrino Vicente, acerca de la amenaza de martirio debido al avance del turco Solimán el Magnífico hacia Hungría. Es una meditación sobre la perspectiva de una muerte dolorosa, llena de alusiones bíblicas y que busca en la doctrina católica temas de consuelo. Está escrita en un estilo más sencillo y familiar que las obras de controversia. Así, meditando sobre las lágrimas de Cristo a causa de Jerusalén, Moro escribe:
Podemos ver con cuán tierno afecto Dios, en toda su bondad, desea reunirnos bajo la protección de sus alas, y cuán a m...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Reconocimientos
  4. Nota sobre las abreviaturas
  5. Introducción
  6. I. El joven humanista
  7. II. La república de Utopía
  8. III. El canciller del rey
  9. IV. Un defensor de la fe
  10. V. Los problemas del canciller
  11. VI. “Perder la cabeza sin sufrir daño”
  12. VII. El hombre para todas las estaciones
  13. Sugerencias para lecturas adicionales