Entre la realidad y la utopía Ensayos sobre política, moral y socialismo
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Entre la realidad y la utopía Ensayos sobre política, moral y socialismo

Ensayos sobre política, moral y socialismo

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Entre la realidad y la utopía Ensayos sobre política, moral y socialismo

Ensayos sobre política, moral y socialismo

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Reunión de ensayos destinados a explicar en lo posible las relaciones entre la ética y el poder, y entre la doctrina política y la utopía. En la primera parte se hace el análisis del concepto del poder derivado del pensamiento de Karl Marx y la segunda parte se ocupa de la moral y su complejo contexto. El libro culmina con un análisis de la utopía.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071625205
Categoría
Philosophy

PRIMERA PARTE
POLÍTICA

EL PODER Y LA OBEDIENCIA*

EL FETICHISMO DEL PODER

UN RASGO que resalta en el pensamiento de nuestro tiempo es su preocupación, casi su obsesión, por el poder. ¿Se trata de un tema por el que algún día doblarán las campanas como hoy doblan por los de la existencia en los años cuarenta-cincuenta, o la estructura en las décadas de los cincuenta y los sesenta? Tal vez, pero esto no disipa el hecho innegable del énfasis que hoy se pone en las reflexiones sobre el poder y las relaciones de dominación, énfasis tan vigoroso que oculta o vela otro gran tema: el de la explotación. Pues, ¿qué es, en definitiva, El capital, si no el tratado de la explotación (ciertamente, la capitalista), aunque el tema del poder —del poder político, estatal— no está ausente en la obra de Marx, pues incluso en El capital había previsto abordarlo? Pero, con todo, hay que reconocer que el gran tema de Marx es el de la explotación económica y, en particular, la de la clase obrera. Con él daba un giro copernicano el pensamiento social que, desde Maquiavelo a Hobbes y Hegel, reflexionaba sobre el poder mientras la explotación permanecía en la sombra. Incluso la ciencia económica de su tiempo la encontraba tan natural que consideraba innecesario descubrir su “secreto”, justamente el que Marx pretendió revelar.
El gran tema de Marx es, pues, el de la explotación. Posteriormente, sus seguidores verán que no sólo hay explotación de una clase, sino de una nación entera y no sólo de ésta o aquella nación sino de la mayor parte del planeta, o, como se le ha dado en llamar, del Tercer Mundo. Sin embargo, el tema de nuestro tiempo —como diría Ortega y Gasset— parece ser el de las relaciones de poder y no el de las de explotación. En favor de la preeminencia de ese status temático no faltan hechos reales que ahora nos limitamos a enumerar: a) creciente extensión de las funciones económicas, sociales y culturales del poder estatal; b) su autonomía creciente respecto a la sociedad civil; c) el peso cada vez mayor de las élites políticas o de las burocracias estatales en el ejercicio del poder; d) aparición de Estados fascistas o bonapartistas en los que el poder se ejerce al margen de las clases a cuyos intereses particulares sirven; e) la incapacidad o impotencia de la clase obrera para sacudirse la dominación de sus explotadores; f) el fortalecimiento del poder estatal y, por tanto, el mantenimiento de las relaciones de dominación en los países del Este donde fueron destruidos el poder burgués y las relaciones capitalistas de explotación y, finalmente, g) la elevación de la capacidad represiva del poder estatal en los países menos desarrollados, aunque no hay que olvidar que el Occidente desarrollado produjo ese inmenso poder represivo que fue el fascismo. Esto ha puesto en primer plano hoy, como ayer lo puso la lucha antifascista, la necesidad de democratizar el poder o de civilizar la dominación política, relegando a un segundo plano la naturaleza explotadora del sistema económico que engendra las terribles máquinas represivas que hoy funcionan tan eficazmente en América Latina (Centroamérica y el Cono Sur).
No faltan, pues, hechos y tendencias reales que explican esta preocupación actual por el poder, por la dominación. Y, sin embargo, como ya apuntábamos, no se trata de algo nuevo, ya que en el pasado era el pensamiento que regía hasta que Marx puso en primer plano el fenómeno de la explotación. Recorriendo el camino en sentido inverso, una parte del pensamiento actual enlaza, pues, con la teoría política burguesa clásica. Ahora bien, no se trata de una encrucijada: ¿Maquiavelo o Marx?, ¿dominación o explotación?, pues en definitiva no hay dominación sin explotación, de la misma manera que no hay explotación sin el dominio que permite mantenerla. Lo que está en juego en todo esto es el nexo entre relaciones de producción (económicas) y relaciones de poder (políticas). Mientras exista la explotación, subsistirá la relación de dominación entre gobernantes y gobernados. El capitalismo es un sistema de explotación, pero es también un sistema de dominación de la clase explotadora, si bien en las sociedades capitalistas más desarrolladas la explotación económica se refuerza con la intervención creciente y activa del poder estatal.
La separación de las relaciones de poder respecto de las relaciones de explotación, y la elevación de las primeras al plano de lo absoluto, hacen del poder un nuevo fetiche. A un nuevo fetichismo sucumbe gran parte del pensamiento actual, incluso cuando se presenta como liberador. En Marcuse, por ejemplo, la racionalidad del poder es tecnológica. El logos tecnológico se desarrolla de un modo inmanente y todopoderoso, cualesquiera que sean las relaciones de producción. Para Foucault lo esencial es también la relación de poder, pero entendido éste como una red de poderes. Este poder reticular o capilarizado está en todas partes y, por tanto, no se localiza en el aparato del Estado ni en su función represiva. Su inmanencia y omnipotencia es absoluta respecto de las relaciones de producción. Foucault reacciona a su vez contra la tendencia a ver esta red de poderes como una simple proyección del poder político. Pero Foucault no sólo desconoce el nexo que une a este poder con las relaciones de producción, así como su carácter de clase y el papel que desempeña en la lucha de clases, sino que ignora asimismo el papel central del poder estatal, confirmado hoy más que nunca, en ese tejido de poderes que, por otro lado, él ha contribuido agudamente a mostrar.

FENOMENOLOGÍA DEL PODER

El poder político es, en primer lugar, dominio que se asienta en definitiva en la violencia. Su lugar o preeminencia se da en una relación de fuerzas. De ahí su función coercitiva puesta de manifiesto sobre todo por el marxismo clásico. Pero el poder no sólo establece su dominio por esta vía; aspira a su reconocimiento por los dominados y, justamente por ello, el dominio se busca, también, particularmente en las sociedades capitalistas desarrolladas, supuestamente democráticas, por la vía del consenso. Aunque se admita con Foucault la existencia de una amplia red de poderes que se localizan en la fábrica, la escuela, la iglesia, la familia, los hospitales, las prisiones, etcétera, el poder estatal sin perder su lugar central, y por el contrario elevándolo, tiende a socializarse, a penetrar por todos los poros del cuerpo social y, de este modo, a prevalecer sobre todos los poderes.
Reconocida la importancia que tiene para el poder estatal contemporáneo la vía del consenso, y reconocida asimismo la extensión creciente de sus funciones económicas y sociales —lo que no excluye junto a su socialización cierta capilarización—, volvamos de nuevo sobre esa naturaleza coercitiva del poder estatal que ciertas alternativas políticas actuales olvidan y ocultan incluso en nombre del marxismo. El que se trate de un poder legitimado por la ley en las llamadas democracias occidentales o de un poder despótico o dictatorial no sujeto a ninguna ley, no establece una distinción cualitativa en su naturaleza. Tanto en un caso como en otro, el poder se asienta en definitiva en la fuerza y en las instituciones destinadas a ejercerla. No es casual que a estas instituciones se les llame precisamente fuerzas (armadas, del orden, de seguridad, etcétera), justamente porque se trata de dominar lo que puede resistirlas o contrarrestarlas. La dominación encuentra siempre oposiciones latentes o efectivas, resistencias reales o posibles, que requieren del ejercicio de la fuerza. En esta relación entre dominadores y dominados lo decisivo es la fuerza, independientemente de que ésta permanezca en estado potencial como amenaza, o en acto como consumación. La historia hasta ahora ha sido relación de fuerzas en conflicto, lucha del siervo y del señor —decía Hegel—, o lucha de clases, como dijeron Marx y Engels en el Manifiesto comunista.
Puesto que el poder es dominio y el dominio es inseparable de la fuerza, el poder es uno y trino. Un poder que, en virtud del consenso o apoyo total de la sociedad, no requiriese del dominio haría innecesaria la fuerza. Una fuerza a su vez cuyo ejercicio fuera innecesario, sería absurda. Un dominio que ante la agudización de las resistencias u oposiciones no recurriera a la fuerza, entrañaría la renuncia a ejercer el poder, cosa hasta ahora desmentida por toda la historia real.
Poder, dominio y fuerza no pueden separarse. Haberlo proclamado a los cuatro vientos fue el paso escandaloso dado por Maquiavelo en su tiempo. Haber proclamado la naturaleza coercitiva del poder, aunque vinculándolo con un interés particular, de clase, y haber asociado a un nuevo poder la transformación radical de la sociedad, fue la nueva perspectiva que Marx abrió a la de Maquiavelo. El autor de El príncipe es realista: no hay poder sino por la fuerza; un poder que no domina no es poder. Marx, al señalar su carácter de clase, relativiza el poder. Ciertamente, para él es un mal, pero los poderes que se van pasando —como en una carrera de relevos— la antorcha del dominio, habrán de llegar a un poder último que cree las condiciones para el no-poder. Nietzsche identifica voluntad de poder y voluntad de dominio. Rechaza que los débiles escamoteen la relación de fuerza y que, pasando por encima de la identificación de dominio y poder, traten de minarlo con la compasión sin resistirlo.
¿Se puede rebasar la perspectiva del dominio? O con palabras de Gramsci: “¿Se quiere que haya siempre gobernantes y gobernados o bien se quiere crear las condiciones para que desaparezca la necesidad de la existencia de esa división? Es decir, ¿se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que ésta es sólo un hecho histórico que responde a determinadas condiciones?” La respuesta será diametralmente opuesta si la dominación se concibe como algo natural o inherente a la esencia humana (concepción que inspira la teoría política burguesa del poder desde Maquiavelo) o si se contrapone a ella —como hacen Marx y Engels— una concepción histórico-social.
Pero volvamos de nuevo al mecanismo del poder poniéndolo en relación con el otro término que sólo existe por él y para él: la obediencia. Ya sea que se le conciba como perspectiva irrebasable o como instrumento que al ser relativizado histórica y socialmente llegará a abolirse a sí mismo, el poder —decíamos— es siempre dominio apoyado en la fuerza. Este dominio que surge al superar con su fuerza a otra fuerza, requiere una garantía, una prueba constante de su reconocimiento por parte de los dominados. Esta prueba de que la otra fuerza está vencida o dominada es la obediencia. En la relación de poder unos mandan y otros obedecen con la particularidad de que los primeros son pocos y los segundos, muchos.
Si el mando es la cualidad del que ejerce el poder, la obediencia es la cualidad del dominado, la prueba objetiva de que su fuerza está doblegada.
Esto no quiere decir que, en la relación de dominación, no le quede al dominado otra alternativa. Le queda la de la desobediencia que puede oscilar entre el rechazo pasivo del poder y la lucha activa por su destrucción. Así, pues, a la obediencia que le reclama el poder, el dominado puede responder con la desobediencia, que asume históricamente formas que van desde la resistencia pasiva a la lucha activa, violenta. Pero en las situaciones normales, en las que el poder ejerce un control pacífico o relativamente violento sobre toda la sociedad, la relación de fuerza entre dominadores y dominados toma la forma de relaciones de mando por un lado y de obediencia por otro.
El poder sólo existe si domina y sólo domina si es obedecido. Necesita la obediencia como el aire que respira y, por ello, la genera y reclama ya que es la garantía de su existencia. Esta obediencia es también histórica al adoptar formas que van desde la obediencia generalizada o total, que imponen los regímenes despóticos tradicionales o los fascistas y autoritarios contemporáneos hasta la obediencia legalizada y regulada, características de las democracias burguesas que —con sus libertades formales— abren cierto margen legal a la desobediencia. En estas sociedades capitalistas democrático-burguesas, la obediencia, a nivel político, no es pues general ni tiene siempre un carácter natural y espontáneo, aunque el poder la desee y se esfuerce en ello.
Ahora bien, a nivel económico, o sea, en la posición del explotado (el obrero) que vende su fuerza de trabajo, la obediencia sí tiene un carácter natural y espontáneo. Sin necesidad de la coerción extraeconómica (propia de los sistemas de explotación esclavista o feudal) ni de la ley que traza la frontera entre lo obedecido y lo desobedecido, el obrero obedece de un modo natural y espontáneo al patrón que lo explota; es decir, vende obedientemente su fuerza de trabajo en virtud de que como tal, por el automatismo de la producción, se sustrae al dominio de fuerzas extraeconómicas. No es esta obediencia natural y espontánea la que tenemos presente ahora al considerarla en su relación con el poder político. Con respecto a ella, nos preguntamos ahora: ¿qué es obedecer?, ¿qué formas adopta la obediencia?, ¿cuál es su mecanismo? Hagamos un poco de fenomenología de la obediencia.

FENOMENOLOGÍA DE LA OBEDIENCIA

La obediencia sólo existe como término de una relación; el otro es el poder. Su función es pasiva, o reacti...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. PRIMERA PARTE POLÍTICA
  4. SEGUNDA PARTE SOCIALISMO
  5. TERCERA PARTE UTOPÍA
  6. Índice