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EL FUNDADOR DISRUPTIVO
EXACTAMENTE 40 años antes del banquete de la National Geographic en su honor, Alexander Bell había estado ocupado en su laboratorio, situado en la buhardilla de un taller en Boston, tratando, una vez más, de lograr transmitir la voz a través de un cable. Sus esfuerzos habían resultado inútiles y la compañía Bell era poco más que una típica empresa incipiente sin esperanza alguna.*
Bell era un profesor e inventor aficionado con poca inclinación a los negocios: su experiencia y trabajo consistían en dar clases a los sordos. Su principal inversionista y el presidente de la compañía Bell era Gardiner Greene Hubbard, un abogado de patentes y destacado crítico del monopolio telegráfico de Western Union. Hubbard fue el responsable del más valioso activo de Bell: su patente del teléfono, registrada incluso antes de que Bell tuviera un prototipo. Además de Hubbard, la compañía tenía un empleado: el asistente de Bell, Thomas Watson. Y eso era todo.1
Si el banquete de la National Geographic nos muestra a la compañía Bell en la cúspide de su monopolio, aquí la vemos en el extremo opuesto, donde comenzó: una conmovedora imagen de Bell y Watson trabajando en su pequeño laboratorio de buhardilla. Es aquí donde empieza el Ciclo: en un cuarto solitario donde uno o dos hombres intentan resolver un problema concreto. Son muchas las innovaciones revolucionarias que empiezan a tan pequeña escala, con los marginados, los aficionados y los idealistas en sus buhardillas o cocheras. Como un motivo musical, el tema que vemos aquí, por primera vez, en Bell y Watson, volverá a aparecer a lo largo de esta narrativa: en los orígenes de la radio, la televisión, la computadora personal, el cable, incluso empresas como Google y Apple. La importancia de estos momentos requiere que entendamos, de manera fundamental, la historia de los inventores solitarios.
A lo largo del siglo XX la mayor parte de los historiadores y teóricos de la innovación se hicieron un tanto escépticos con respecto a la importancia de las historias de creación tales como la de Bell. Estos pensadores llegaron a creer que el arquetipo del inventor heroico se había exagerado en la búsqueda de una narrativa convincente. Como escribe William Fisher: “Al igual que el ideal romántico de la autoría, la imagen del inventor ha resultado ser preocupantemente perdurable”.2 Estos críticos tienen, sin duda, algo de razón: incluso los más sorprendentes inventos generalmente los desarrollan dos o más personas simultáneamente. Si eso es cierto, ¿qué tan singular puede ser el genio de un inventor?
Al respecto, no podría haber un mejor ejemplo que la historia del propio teléfono. El mismo día que Alexander Bell estaba registrando su invención, otro hombre, Elisha Gray, se encontraba también en la oficina de patentes para registrar exactamente la misma innovación.* Dicha coincidencia le quita algo de lustre al momento eureka de Bell. Cuanto más examinamos esta historia, peor se ven las cosas. En 1861, 16 años antes que Bell, un alemán llamado Johann Philip Reis presentó un teléfono primitivo ante la Sociedad Física de Fráncfort, afirmando que, con la ayuda de la corriente galvánica, se podían reproducir a distancia los tonos de instrumentos e incluso, y hasta cierto punto, la voz humana. Durante mucho tiempo, Alemania ha considerado a Reis como el inventor del teléfono. Otro hombre, un electricista oriundo de un pequeño pueblo de Pennsylvania llamado Daniel Drawbaugh, afirmó en 1869 tener teléfono funcional en su casa. Presentó prototipos y 70 testigos que declararon haber visto o escuchado su invento en aquel momento. En el litigio ante la Corte Suprema en 1888 tres jueces concluyeron que había “pruebas abrumadoras” de que “Drawbaugh había producido y expuesto en su tienda, en el año 1869, un instrumento eléctrico mediante el cual transmitía el habla…”*3
Es justo afirmar que no hubo un solo inventor del teléfono, y esta realidad sugiere que aquello que llamamos invención, si bien no se trata de algo sencillo, es simplemente lo que sucede una vez que el desarrollo de una cierta tecnología llega al punto donde el siguiente paso se vuelve accesible a muchas personas. Para la época de Bell otros ya habían inventado los cables y el telégrafo, habían descubierto la electricidad y los principios básicos de la acústica. Lo que le quedaba a Bell era ensamblar las piezas: no es tarea fácil, por supuesto, pero tampoco sobrehumana. En este sentido, es más útil pensar en los inventores como artesanos que como milagreros.
La historia de la ciencia está llena de ejemplos de aquello que el escritor Malcolm Gladwell denomina el “descubrimiento simultáneo”, un fenómeno tan extenso que representa más la norma que la excepción. Son pocos los que hoy en día conocen el nombre de Alfred Russel Wallace. Sin embargo, él escribió un artículo proponiendo la teoría de la selección natural en 1858, un año antes de que Charles Darwin publicara El origen de las especies. Leibnitz y Newton desarrollaron el cálculo simultáneamente. Y, en 1610, otros cuatro sujetos realizaron las mismas observaciones lunares que Galileo.4
Entonces, ¿podemos decir que la figura del inventor solitario y marginal es meramente una fantasía, el producto vacuo de mucho bombo y platillo sin ningún significado en particular? No. Yo diría que su importancia es enorme, pero no por las razones que generalmente imaginamos. Los inventores que recordamos son importantes no tanto como inventores sino como fundadores de industrias “disruptivas”, industrias que causaron conmoción en el statu quo tecnológico. Ya sea gracias a las circunstancias o a la pura suerte, se encuentran exactamente en el punto correcto para imaginar el futuro y crear una industria independiente que lo explote.
Centrémonos, en primer lugar, en el acto de la invención. Aquí la importancia del sujeto marginal se debe a que dicho personaje tiene el distanciamiento necesario para no participar en las corrientes de pensamiento prevalentes sobre el problema en cuestión. Esa distancia le brinda suficiente perspectiva como para entender el problema, pero con la suficiente lejanía para una mayor libertad de pensamiento; la libertad, por así decirlo, de la distorsión cognitiva de aquello que se opone a lo que podría ser. Esta distancia innovadora explica por qué muchos de los individuos que logran darle un vuelco a una industria suelen ser sujetos marginales, a veces incluso proscritos.
Para entender este punto necesitamos saber la diferencia entre dos tipos de innovación: la que “sostiene” y la que “causa disrupciones”, una distinción mejor descrita por el teórico de la innovación Clayton Christensen. Las innovaciones que sostienen comprenden mejoras que refinan el producto sin amenazar su mercado. La innovación que causa disrupciones, por el contrario, amenaza con desplazar un producto establecido. Es la diferencia entre la máquina de escribir eléctrica, que mejoró la máquina de escribir original, y el procesador de texto, que la suplantó.5
Otra ventaja del inventor marginal tiene que ver menos con su capacidad imaginativa que con el hecho de que se trata de un sujeto desinteresado. La distancia otorga la libertad de desarrollar inventos que podrían desafiar o destruir el modelo de negocios de la industria dominante. El sujeto marginal es a menudo el único que puede permitirse barrenar una nave perfectamente funcional para proponer una industria que podría desafiar el sistema de negocios establecido o sugerir un nuevo modelo de negocios. Aquellos que están más cerca (y, a menudo, que se alimentan) de las industrias existentes tienen la presión constante de no inventar cosas que puedan arruinar a quien los tiene empleados. El sujeto marginal no tiene nada que perder.
Es importante aclarar un punto: no es sólo la distancia, sino la distancia correcta, lo que importa; bien se puede estar demasiado lejos. Es posible que Daniel Drawbaugh en verdad haya inventado el teléfono siete años antes que Bell. Es posible que nunca sepamos la verdad, pero, aun si lo hizo, el asunto importa poco, dado que Drawbaugh no hizo nada con su invento. Estaba condenado a permanecer como inventor en lugar de fundador, ya que estaba demasiado lejos del campo de acción en el cual podía haber establecido una industria disruptiva. En este sentido, la alianza de Bell con Hubbard, un enemigo declarado de Western Union, el monopolio dominante, fue absolutamente crucial. Fue Hubbard quien convirtió el invento de Bell en un esfuerzo por derrocar a Western Union.
No estoy diciendo, de ninguna forma, que la invención sea únicamente territorio de sujetos solitarios y que el poder de invención de todos los demás se encuentre suprimido, pero este no es un libro sobre cómo mejorar lo innecesario. El Ciclo se alimenta de innovaciones disruptivas que desbarrancan lo que alguna vez fue una industria próspera, llevan a los poderes dominantes a la quiebra y cambian el mundo. Ese tipo de innovaciones son sumamente raras, pero es a partir de ellas que funciona el Ciclo.
Volvamos a Bell en su laboratorio de Boston. Sin duda poseía algunas capacidades esenciales, incluyendo conocimientos sobre acústica. Su cuaderno de laboratorio, el cual se puede leer en línea, esboza cierto grado de diligencia. Pero su mayor ventaja no era ninguna de estas cosas, sino el hecho de que el resto del mundo estaba obsesionado con tratar de mejorar el telégrafo. Para la década de 1870 tanto inventores como inversionistas habían entendido que podía existir algo como un teléfono, pero parecía una cosa remota e impráctica. Los hombres serios sabían que lo que realmente importaba era una mejor tecnología telegráfica. Los inventores se desbocaban por construir un “telégrafo musical”, un dispositivo que pudiera enviar varios mensajes por una sola línea al mismo tiempo. El otro santo grial de la época era un dispositivo para imprimir telegramas en casa.*
Bell no era inmune a la seducción de dichas metas. Uno debe empezar por algún lado, y él también comenzó sus experimentos en busca de un mejor telégrafo; sin duda, eso es lo que sus patrocinadores creían estar financiando. Gardiner Hubbard, su principal inversionista, se mostró inicialmente escéptico con respecto al trabajo de Bell sobre el teléfono. Eso nunca iba a ser “más que un juguete científico”, dijo Hubbard. “Sería mejor que te sacaras esa idea de la cabeza y siguieras adelante con tu telégrafo musical, el cual, si tiene éxito, te hará millonario.”6
Sin embargo, cuando llegó el momento, Hubbard reconoció el potencial del teléfono para destruir a su enemigo personal, la compañía de telégrafos. En cambio, Elisha Gray, el rival de Bell, se vio obligado a mantener sus investigaciones telefónicas en secreto para que no se enterara su principal patrocinador, Samuel S. White. De hecho, si no hubiera sido por la oposición de White, hay suficientes razones para suponer que Gray hubiera creado un teléfono funcional y que lo habría patentado mucho antes que Bell.7
La incapacidad inicial de Hubbard, White, y todos los demás de reconocer la promesa del teléfono da muestra de un patrón que se repite con una frecuencia por demás vergonzosa para la raza humana. “Y ello es así porque todo hábito y conocimiento, una vez adquirido —escribió Joseph Schumpeter, el gran teórico de la innovación— se arraiga tan profundamente en nosotros, como un terraplén ferroviario en la tierra.” Schumpeter creía que nuestras mentes eran, en esencia, demasiado desidiosas como para buscar nuevas avenidas de pensamiento cuando las viejas aún podían servirnos. “La propia naturaleza de los hábitos fijos de pensar, y su función ahorradora de energía, se funda en el hecho de que han llegado a ser subconscientes, dan sus resultados automáticamente y a prueba de crítica, y aun de contradicción, por parte de los hechos individuales.”8
Los hombres que soñaban con un mejor telégrafo, se podría decir, habían quedado mentalmente trastocados por la demanda tangible de un mejor telégrafo. Mientras tanto, la demanda de un teléfono era puramente teórica. Nada, salvo la cuchilla del verdugo, estimula tanto a la mente humana como montañas de dinero en efectivo, y las recompensas obvias que esperaban a cualquier promotor del telégrafo eran distracción suficiente para quien estuviera dispuesto a pensar vagamente en la posibilidad de la telefonía, un asunto que ayudó a Bell. Para él, la emoción de lo nuevo era algo imbatible y sabía que, en su laboratorio, se estaba acercando a algo milagroso. Él, casi solo en el mundo, jugaba con poderes mágicos nunca antes vistos.
El 10 de marzo de 1876 Bell logró transmitir su voz a cierta distancia por primera vez. Después de derramar ácido sobre sí mismo exclamó en su aparato telefónico: “Watson, ven aquí, te necesito”. Cuando se dio cuenta de que había funcionado, pegó un grito de alegría, hizo una danza de guerra india y vociferó, otra vez por el teléfono: “¡Dios salve a la Reina!”*9
EL PLAN PARA DESTRUIR A BELL
Ocho meses después, ya tarde en la noche de la elección presidencial de 1876, un hombre llamado John Reid corría desde las oficinas del New York Times a la sede de la campaña republicana en la Quinta Avenida. En su mano sostenía un telegrama de Western Union con la posibilidad de decidir quién sería el próximo presidente de los Estados Unidos.
Mientras Bell trataba de arreglar los desperfectos de su teléfono, Western Union, el principal y más peligroso (aunque, por el momento, inconsciente) rival de la telefonía, tenía asuntos más apremiantes: lograr que su candidato obtuviera la presidencia de los Estados Unidos. Aquí nos topamos con el primer gran monopolista de comunicaciones de la nación, cuyo reinado nos ofrece la primera lección histórica sobre el poder y el peligro del control concentrado del flujo informativo. El elegido de Western Union era un tal Rutherford B. Hayes, un desconocido político de Ohio descrito por un periodista contemporáneo como “un insignificante de tercera”. Pero la compañía y su socio de noticias, la Associated Press, querían poner a Hayes en la presidencia por varias razones. Hayes era amigo cercano de William Henry Smith, un antiguo político que ahora fungía como el operador político clave en la Associated Press. Hablando más generalmente, desde la Guerra Civil, el Partido Republicano y la industria telegráfica habían gozado de una relación especial, en parte porque algunas de las que finalmente se convirtieron en las líneas de Western Union habían sido construidas por el ejército de la Unión.
El objetivo, pues, era poner a Hayes en la presidencia, pero ¿cómo habría de ayudar el telegrama en manos de Reid?
Regularmente se acusa a las industrias de los medios y las comunicaciones de tratar de influir...