El lector literario
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El lector literario

Pedro Cerrillo

  1. 215 páginas
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El lector literario

Pedro Cerrillo

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Dos de las grandes aportaciones de El lector literario son los análisis que se ofrecen en torno al concepto y la conformación de "lo clásico" y "el canon", así como del paso histórico de la literatura oral a la literatura escrita. Asimismo, hace hincapié en el importante papel que juega la escritura y la lectura en el proceso de formación lectora, ejemplificando sus observaciones con interesantes experiencias de campo.

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Información

1. Funciones sociales (y educativas)
de la literatura

Desde que tenemos constancia de la vida humana en la tierra, la fascinación por crear, contar, leer y escuchar relatos e historias ha sido una constante de las personas, en cualquier espacio y en todos los tiempos.
Literatura. 1. Arte que emplea como instrumento la palabra. Comprende no sólo las producciones poéticas, sino también las obras en que caben elementos estéticos, como las oratorias, históricas o didácticas […] 3. Conjunto de las producciones literarias de una nación, una época o un género [Real Academia Española de la Lengua, 1992: 894].
La literatura es un producto de la creación del hombre que usa la lengua (lenguaje literario) con una finalidad estética y como resultado de la aplicación de convenciones, normas y criterios de carácter expresivo y comunicativo.
En el conjunto de la educación del hombre en una sociedad como la del siglo XXI, dominada por la moderna tecnología y los medios de comunicación, deberíamos preguntarnos qué papel cumple la literatura. Muñoz Molina dijo hace unos años que la literatura es un “lujo de primera necesidad” (1993: 44), probablemente porque hace posible un conocimiento crítico del mundo y de la persona.
Aunque han sido muchas las propuestas de interpretación de la naturaleza de la literatura, algunas de las realizadas en los últimos años han coincidido al afirmar el valor educativo de la literatura, considerándola una vía privilegiada para acceder al conocimiento cultural y a la interpretación de las diversas formas de vida del hombre y, con ellas, a la identidad propia de cualquier colectividad, puesto que la literatura, como conjunto de historias, poemas, tradiciones, dramas, reflexiones, tragedias, pensamientos, relatos, comedias o leyendas, hace posible la representación de nuestra identidad cultural a través del tiempo, registrando —además— la interpretación que la sociedad ha hecho del mundo, permitiéndonos conocer los progresos, las contradicciones, las percepciones, los sentimientos, los sueños, los sufrimientos, las emociones o los gustos de las personas en las diferentes épocas. Por ello, es difícil que la literatura desaparezca, porque es una parte importante de la humanidad, de la que ésta no podrá desprenderse, ya que nunca podrá desprenderse de su necesidad de contar y de contarse historias.
Quien tenga la responsabilidad de mediar entre libros y lectores (de manera especial, los profesores), y sobre todo si los lectores son niños, adolescentes o jóvenes, no debe olvidar que la lectura literaria posibilita en el lector la construcción de un mundo imaginario propio, dando respuesta así a la necesidad de imaginar que tienen las personas, una necesidad básica en todas las edades. Por otro lado, la lectura literaria ayudará al niño lector y al lector adolescente —es decir, a las personas en las primeras etapas de la vida— a captar ideas o sentimientos, a desarrollar la imaginación, a simular situaciones o estados de ánimo, a experimentar sensaciones o a viajar figuradamente a otras épocas o a otros mundos.
La incuestionabilidad del papel educativo de la literatura, también de su función social, fue precisada por diversos profesores universitarios (Emilio Alarcos, Rafael Lapesa o Manuel Alvar, entre otros) hace más de cuarenta años (vid. VV.AA., 1974); sirva como ejemplo que en la introducción a aquel texto Dámaso Alonso afirmaba que:
Las cuestiones culturales han de pensarse mirando hacia el futuro. Deseo más literatura en los planes de enseñanza y que sea preceptivo enseñarla, desde el principio, no con una retahíla de nombres y fechas, sino principalmente por la lectura y comentario de las obras maestras, en ediciones acomodadas a los distintos niveles. Hay que despertar hacia la lectura gustosa al que, sea por lo que fuere, no ha sentido el aguijonazo de la vocación. Hay que formar más profesores de literatura y para todos los grados de la enseñanza. Que el hombre […] del siglo XXI tenga una inteligencia cultivada, una mente clara, y que sepa expresarse en una lengua útil y eficaz para la relación con los demás [Alonso, 1974: 17].
En esos años, algunos de aquellos profesores coincidieron en la necesidad de precisar qué enseñar en literatura, de modo que se diera sentido a los conocimientos literarios, por un lado, y a que la lectura fuera practicada regularmente por un mayor número de personas, por otro. Como todo ello, pasado este tiempo, parece no haberse cumplido, aunque han surgido nuevas y autorizadas voces (vid. Villanueva, 1994: 12) que afirman el papel insustituible de la literatura en la recta formación de los ciudadanos, en el sentido “plural y democrático”.
En los últimos años se han señalado algunas características de las sociedades del nuevo milenio siendo coincidente en casi todas las opiniones estas tres: los modos de producción, las nuevas tecnologías de la comunicación y los sistemas de democracia política. Las tres son, en buena medida, una consecuencia de los profundos cambios que afectan a las sociedades postindustriales, de los que se derivan una serie de problemas que afectan también a la educación, por un lado, y algunos nuevos retos a los que se va a tener que enfrentar la sociedad, por otro, como la globalización, las comunicaciones, el desarrollo tecnológico, la intolerancia religiosa, el mestizaje cultural, los nacionalismos exacerbados, las grandes bolsas de pobreza o las migraciones.
El mundo, desde sus orígenes, nos ha ofrecido continuos ejemplos de la necesidad que el hombre ha tenido de comunicar mensajes a los demás hombres: desde las pinturas rupestres hasta las redes sociales, pasando por las inscripciones romanas, los pliegos de cordel medievales, la fotografía, el libro, el periódico, el teletipo, el teléfono o internet; todos ellos, y algunos otros, han sido vehículos que permitieron —y que permiten— la comunicación de ideas, de historias, de noticias o de sentimientos. Pero ha sido la cultura del libro, particularmente la literatura, la que ha permitido a las personas disfrutar, reír, emocionarse, llorar, pensar, sentir o soñar con textos de muy distinto tipo y escritos en épocas diferentes.
Sin los libros hoy no podríamos saber por qué en el siglo XIV el Arcipreste de Hita escribía en primera persona picantes aventuras de amor impropias de su condición de clérigo; ni cuáles fueron las razones por las que Cervantes dedicó casi todo su talento creativo a componer novelas, un género que, en su época, no aportaba la popularidad, el dinero y el prestigio que daban la poesía y el teatro; o por qué Sor Juana Inés de la Cruz y Góngora son excelentes ejemplos de la misma poesía barroca, pero escrita desde los dos lados del Atlántico; o por qué los artistas europeos de la primera mitad del siglo XIX, los románticos, reaccionaron con fuerza contra la forma de entender el arte de los “ilustrados” del siglo anterior; o cómo la prensa contribuyó en su momento a que el sufragio universal fuera un derecho irrenunciable de los ciudadanos; o por qué las sociedades de la segunda mitad del XIX se fascinaron con los avances científicos de la época (fotografía, máquina de vapor o ferrocarril), propiciando un primer y tímido desarrollo industrial; o por qué no eran disparatados los excéntricos viajes propuestos por Julio Verne hace más de cien años; o cómo vivía, sentía y pensaba, a mediados del siglo XX, una niña como Pippi Mediaslargas, en una sociedad gobernada por una absurda idea, impuesta por los pedagogos del momento: la de que a la infancia había que separarle realidad y fantasía.
¿Qué otra manifestación artística hace posible que compartamos, como lectores, las preocupaciones de los castellanos medievales por la reconquista de sus territorios del modo en que las recogió la literatura épica? ¿O que nos emocionemos con los sueños de Sor Juana Inés de la Cruz o Quevedo, las dudas de Unamuno o Borges, las soledades de Juan Ramón Jiménez, las angustias de Juan Carlos Onetti, las pasiones de Neruda o Lorca, los pensamientos de Octavio Paz, las preocupaciones sociales de Lygia Bojunga o el mundo mágico de Rulfo, que pueden leerse en sus respectivas obras? ¿O que nos sintamos partícipes de la vida de ciudades que, de modo muy particular, nos han mostrado algunos autores en sus novelas: Londres en Dickens, Madrid en Pérez Galdós, París en Julio Cortázar, Barcelona en Juan Marsé, Ciudad de México en Carlos Fuentes, La Habana en Cabrera Infante, Estambul en Orhan Pamuk, o Nueva York de Paul Auster? También la literatura infantil y juvenil, en los últimos cincuenta años más claramente, ha sabido mostrar la mayoría de los caminos por los que transitaba la vida de los hombres, aunque a veces fueran trágicos: hay escritores que cuentan a los jóvenes lectores, incluso a los más pequeños, el drama de la infancia pobre y marginada (Janer Manila en Samba para un menino da rua), el sufrimiento en los campos de refugiados (Elena O’Callaghan en El color de la arena), las persecuciones (Judith Kerr en Cuando Hitler robó el conejo rosa), la maldad (Francisco Hinojosa en La peor señora del mundo), la lucha del pueblo saharaui (Ricardo Gómez en El cazador de estrellas) o las dictaduras contemporáneas (Antonio Skármeta en La composición).
Sin las palabras, sin los textos, sin los poemas, sin la literatura, es imposible entender el amor, la tristeza, la alegría o la amistad, es decir, la vida. En los siguientes versos del “Poema 12” de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda (1973: 27) podemos comprobarlo:
Para mi corazón basta tu pecho,
para tu libertad bastan mis alas.
Desde mi boca llegará hasta el cielo
lo que estaba dormido sobre tu alma.
Es en ti la ilusión de cada día.
Llegas como el rocío a las corolas.
Socavas el horizonte con tu ausencia.
Eternamente en fuga como la ola.
He dicho que cantaban en el viento
como los pinos y como los mástiles.
Como ellos eres alta y taciturna.
Y entristeces de pronto, como un viaje.
Acogedora como un viejo camino.
Te pueblan ecos y voces nostálgicas.
Yo desperté y a veces emigran y huyen
pájaros que dormían en tu alma.

FUNCIÓN SOCIALIZADORA DE LA LITERATURA

En todos los momentos de la historia de la humanidad, la literatura ha cumplido una función socializadora, hablando y reflexionando sobre el mundo (sus avances, injusticias, peligros, diferencias, culturas, historias) y sobre las personas (sus sentimientos, emociones, sueños, pasiones, tristezas, ilusiones, alegrías, derrotas), haciendo posible que el lector percibiera, por medio de los ojos del escritor, es decir de “otro”, formas diferentes de expresar estados de ánimos comunes a todas las personas, sin diferencias de condición, raza, cultura, lengua o ideología. Invito a leer el poema “Recuerdo infantil” en el que Antonio Machado refiere la cotidianeidad de una clase escolar (aula, alumnos, maestro), de manera personalísima y precisa:
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha de carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección;
“mil veces ciento, cien mil,
mil vece...

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