Llamado Nerval
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Llamado Nerval

  1. 120 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Gérard de Nerval recurrió a los sueños y fantasías para mostrar los nexos entre la realidad y lo sobrenatural, que de alguna manera reflejaban el estado mental que lo condujo al suicidio. Florence Delay nos cuenta esta vida mediante un texto que entrevera el ensayo y la novela, basado en manuscritos, cartas, discursos psiquiátricos, literarios y biográficos dedicados al autor de Las quimeras.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071624697

II. “YO SOY EL OTRO”

AÑO DE MI VIDA 1994, como diría el vizconde, una morena de ojos negros se me acercó y me hizo una pregunta que me conduciría directamente adonde no pensaba ir. La escena transcurre en París, calle de la Sorbonne, en la biblioteca de literatura general y comparada donde se desarrolla mi seminario. Vuelvo a ver cómo se acerca y me plantea..., pero no, no es que fuese una pregunta, más bien era una especie de afirmación: “Usted seguramente habrá leído Les Faux Saulniers de Nerval”. Ojos azules contra ojos negros. Confieso que no, incluso el sentido del título se me escapa. “Pues, vaya”, murmura pensativa.
En el café-tabac de la Sorbonne, donde a veces continuamos la clase, me explica algo más. Les Faux Saulniers (Los contrabandistas de sal) apareció primero como folletín. Más tarde, Gérard lo dividió y lo distribuyó de otra manera: la primera parte del relato fue a parar a Las hijas del fuego, con el título de Angélica, y la segunda a Los iluminados, con el título Historia del abate de Bucquoy. Pero lo que ella considera incomparable es la versión original, y si esa tarde me lo comenta es porque tiene sus motivos. Piensa que esa obra podría aclarar maravillosamente las ramificaciones del seminario que yo dirijo (“El modelo, la copia, la invención”).
En Francfort, Gérard hojea un libro sobre un curioso personaje de finales del reinado de Luis XIV y cree ver en él el argumento del folletín histórico que ha prometido al diario Le National. El precio que el librero exige le parece demasiado elevado y piensa que podrá encontrar la obra, que pretende “copiar”, en cualquier biblioteca de París y, si no en la Nacional. Ahora bien, no la encuentra por ninguna parte. ¿Qué hacer? Debe enviar su entrega cada semana, con una “exactitud militar”, y cualquier invención novelada está prohibida por la ley, en concreto por una enmienda, la enmienda Riancey (así llamada por el bisabuelo de Montherlant que la propuso), que prohíbe a los periódicos publicar novelas por entregas, so pena de multa. Durante la búsqueda del libro entrevisto en Francfort, que se va transformando en investigación, va a dar con unos documentos concernientes a la tía abuela del abate, una tal Angélica. Angélica, tú sabes.
Una sonrisa se iba dibujando en el rostro de la estudiante a medida que percibía cómo su relato me cautivaba. Al día siguiente compré el tomo de la Pléiade que incluye Los contrabandistas de sal, ya que no está publicado en edición corriente. Pero ella tenía otro motivo para insistir, fuera del seminario: esa historia de correr de biblioteca en paisaje, tras un personaje real que se nos escapa constantemente, ¿no le recuerda nada? De pronto reconocí, con feliz asombro, mi propia situación: llevaba meses de biblioteca en paisaje, corriendo tras una joven de principios del siglo XVII que se me escapaba constantemente. Y acababa de escribir un libro sobre aquello. Desde mi pequeño mundo, bendije los altos cielos. Si hubiese leído antes Los contrabandistas de sal, no habría emprendido mi propia investigación. Para emprender algo más vale ser ignorante que pusilánime. Pero el regalo que esa tarde recibía era de otra índole. Al introducirme en su Nerval, esa joven, sin saberlo, había liberado al otro. Del mismo modo que en primavera el agua de los torrentes, liberada del hielo, se desborda, toda la obra de Nerval me desbordó. Su lectura me hizo crecer y me consoló.
PRESENTE DORADO
Y lo leí de un tirón —bueno, no, teniendo en cuenta el número de páginas, lo más probable es que hiciera alguna etapa, que me detuviese alguna noche, por ejemplo, entre el relato de la búsqueda del libro sobre el sire abate y la obra finalmente caída del cielo: la historia del dicho abate contada en directo—. Digamos pues que lo leí sin un minuto de reflexión hasta el final en que Gérard, elegantemente, regala a la Biblioteca Nacional el ejemplar que acaba de adquirir en subasta, después de que un representante de la misma pujase contra él.
—Espera, espera —dirás—. Conozco la escena, la he leído antes que tú, en Angélica. Gérard no regala el ejemplar a la Nacional, sino a la Biblioteca Imperial.
—Sí. Porque entre la publicación en folletín de Los contrabandistas de sal que estamos comentando y la publicación en libro de Angélica que leíste, Francia cambió de régimen. El príncipe presidente Luis Napoleón se convirtió en el emperador Napoleón III, y de ahí el cambio de adjetivo. Pero ésa no es la cuestión. Imagínate qué suerte para mí, que no conocía casi a Nerval. Y para ti, que si sólo has leído una hija del fuego, que es una hija del aire, y un iluminado, que es un espíritu libre, siempre te faltará lo que les une: el aire de familia. La tía abuela Angélica y su sobrino nieto el abate son dos prisioneros que se evaden, dos empecinados de la libertad. Y Gérard se les parece como una gota de agua. El abate, “que nunca renunciaba a una opinión”, acaba escapando de la Bastilla. Gérard se atribuye la misma obstinación: “A pesar de las digresiones naturales a mi forma de escribir, nunca renuncio a una idea”. En cuanto a Angélica, que confunde la libertad con el amor, se obstina en amar a La Corbinière que no es su tipo, igual que Gérard a su corista Swann Odette y Robert Desnos a su cantante Yvonne George. Por eso, ahora me toca a mí aconsejarte que leas las cosas tal como surgieron del azar vagabundo, de la tinta fresca y las prisas, entre un 24 de octubre y un 22 de diciembre en Le National.
Me gusta imaginarme a algún antepasado tuyo o mío —poco importa, con tal de que estuviese suscrito a ese periódico— divirtiéndose con La muerte de Rousseau, contada por Sylvain, el amigo de infancia que enseñó a Gérard a espantar a las urracas de sus nidos, y preguntándose cuál va a ser la siguiente digresión de este Sr. de Nerval (al que quizá ya haya escrito, como buen lector, a propósito de la ortografía o la heráldica), sin darse cuenta de que la mención habitual “mañana la continuación” ha sido sustituida por un “próximamente la continuación”. Y la cara que pone al día siguiente, durante el descanso dominical, cuando abre el periódico, todo contento, y descubre, en el sitio y en lugar del folletín esperado, la siguiente “nota de redacción”:
Deseoso de poder ofrecer, por fin, a nuestros lectores la Historia del abate de Bucquoy, el Sr. Gérard de Nerval desea consagrar todo su tiempo a la persecución de su inalcanzable héroe. Nos rendimos a los deseos del historiador y suspendemos el curso del relato, hasta el día en que haya recuperado el libro, que ya no podrá seguir escapando por mucho tiempo a su perseverante búsqueda.
Cuando nosotros volvemos la página, nuestro antepasado ha esperado diez días.
Primer encanto: vivir la vida al mismo tiempo que Gérard. Acompañarlo a la biblioteca, tomar el ferrocarril o el ómnibus con él y su amigo bretón, de quien sólo sé que luce ¡una barba republicana! Pasear por el bosque y cantar “para allanar el camino y poblar la soledad”. Después, pasar juntos una noche de octubre, bebiendo un poco de más. Primer encanto: la forma en que nos hace compartir con él, en París o Senlis (El Cairo, Viena, allí donde va), los acontecimientos más anodinos a los que él confiere, mediante no sé qué tretas, una medida de tiempo diferente, una aureola. La anciana señora se aleja suspirando, lleva una jaula con un canario dentro. El vendedor de pájaros lo ha rechazado. Escena corta, apenas unas líneas, que se prolonga infinitamente. Todavía se aleja suspirando, la anciana que roza la miseria, que ya sólo tiene un pájaro que vender. Una aureola de ternura envuelve su indigencia. Gérard le habría comprado ese canario, pero ha entregado todo su dinero a un librero a cambio del Elogio de un Bucquoy ¡que ni siquiera es el Bucquoy que anda buscando! Sin ser culpable siente remordimientos. Es muy suyo. Pero la actualidad apremia, no hay tiempo para el remordimiento, es un sentimiento demasiado lento. La siguiente entrega ya está aquí. La historia de la foca espera.
Cualquiera que sea el episodio o el personaje que transita por él (el arqueólogo sospechoso, el adormecedor de pájaros, el bibliófilo que no lee sus libros “por miedo a cansarlos”, los policías susceptibles, la campanilla encantada, el ratón Moricaud, la foca que murió de amor, el corro de las niñas), deja tras de sí esas huellas doradas que nos devuelven a un tiempo no presente. “No se discute con un paleógrafo, se le deja hablar.” La ocurrencia adquiere un aire de máxima. Un aire nos transporta a la Edad Media. En otoño, “sobre un islote, en una laguna de las que el Oise y el Aisne forman al desbordarse”, las brumas transparentes y coloridas pintan el viaje a Citera. Una orla dorada bordea o desborda el instante. Entiendo “dorado” en un sentido antiguo, de pequeña verdad que hay que guardar, palabra de oro o tesoro de trasgo. El soneto “Versos dorados” le dará otra dimensión maravillosa, inspirada en el “Todo es sensible” de Pitágoras. Pero, por ahora, es su prosa la que va iluminando a través del follaje, la vida tan sensible, y hasta el alma concreta de los animales. ¡Cómo! ¿Nimbados el canario, la foca, el ratón? Claro que sí. Y hasta las larvas de gusano se transforman en los criaderos donde “los capullos estrellan como de olivas de oro los apretados racimos”. Como si la inquietud de Gérard (esa que le obliga a moverse tanto) se acompañase del don, aún más profundo, de la quietud. Quietud en armonía con el mundo, con la posesión poética de lo vivo. Sus ojos grises espolvorean de oro una realidad que oye, capta y transmite con extraordinaria acuidad. Como si en el fondo, no existiese diferencia entre aquí, allá, ahora y antes. ¿Los creía semejantes? Sí, más aún, hermanos.
Cuando Archambault de Bucquoy, en una taberna de Borgoña donde la comida está demasiado salada (de ahí vendrán todos sus problemas), se declara quietista, ¿está bromeando? Todos sus cambios de estado han perseguido la quietud: fue deísta, después cartujo, entró en la Trapa, se salió, se convirtió al Dios de San Pablo, fundó y dirigió una comunidad de nombre bastante radical, El Muerto (“ese nombre simbolizaba para él el olvido de los dolores de la vida y el deseo de descanso eterno”), pero aquello no duró, tanto mejor. Por último, al despertar de un desmayo, cuando lo rescatan del foso de agua que rodea la prisión de La Fère, murmura que la Providencia lo ha abandonado. ¡Inmediatamente se hace sospechoso de calvinismo! Entonces, ¿por qué ha renunciado a vivir como un santo? Porque, a pesar de mil esfuerzos de contemplación, no ha “conseguido hacer milagros”. Razón indiscutible. Quizá la divina Providencia lo ha llevado a la cárcel para hacer milagros y de ese modo entrar en una leyenda dorada que no es la prevista, pero sí la de los grandes evadidos. Casanova, gran técnico de la evasión, leyó su Historia y utilizó una de sus estratagemas para escapar de la prisión de los Plomos, en Venecia. Sea cual fuere la jaula o el calabozo, el abate consigue abrir la puerta, atraviesa los barrotes. Incluso de la Bastilla, de donde era imposible escaparse, según afirmaba un dicho popular. Antes que Latude. Su energía es verdaderamente milagrosa, jamás se acobarda, salvo una vez. Como Gérard.
¿Me permiten que incluya aquí un milagro del cual yo sería la autora, gracias a él? Era la primavera de nuestro primer y segundo encuentro, es decir, año 1994. Yo estaba firmando en una librería próxima a Saint-Sulpice un librito taurino (en cuyo título aparece una flor, una rosa no, un clavel) cuando pasó por allí un cineasta al que no reconocí inmediatamente, pues apenas lo conocía. Contenta, le hice una pregunta. Cuando no estoy contenta evito hacerlas. —¿Está trabajando en algo? —Sí. —¿Preparando una película? —Sí. —¿La Historia del abate de Bucquoy?
Creo que hasta omití el signo de interrogación. El espanto heló su mirada a tal punto que se le empañaron las gafas. Llevaba semanas trabajando en esa historia para convertirla en una película. Yo admiraba otra obra suya, Los últimos días de Immanuel Kant, basada en el relato homónimo de Thomas de Quincey, y lejos de ser una pitonisa tan sólo me dejaba llevar por mi propia aventura que de Thomas de Quincey me había conducido a Gérard de Nerval... Pensaba que mi aventura era también la suya. ¿Cuándo veremos al abate en el cine, evadiéndose eternamente?
Ni siquiera la actualidad política llega a ser efímera en Los contrabandistas de sal. La cantidad de policías y sospechosos, de verificaciones de identidad, y la censura, hacen más que sugerir el gobierno de un príncipe presidente hostigado por una paradoja: “¡Una república gobernada por un príncipe!” Toda esa policía y esas verificaciones de identidad que hacen temblar a Gérard (“En aquel entonces yo estaba sin papeles”) no son solamente el dictado de un príncipe ni de un pasado. El siguiente pasaje, elegido al azar entre tantos otros, muestra cómo, incluso cuando él mismo se halla directamente implicado (se refiere a la censura de Léo Burckart bajo el gobierno anterior), Gérard no puede quedarse en la anécdota personal y desborda el tiempo que narra.
No habiendo visto nunca a un ministro de cerca, examinaba el bello rostro, algo cansado, de Montalivet. Pertenecía a la escuela política ligada al viejo monarca, que podríamos llamar el partido de los hombres gordos. Luis Felipe, llevado por sus instintos, habría sacrificado todo por esos hombres que le ofrecían una visión halagadora de la prosperidad pública. Del mismo modo que a Julio César le molestaban los flacos, él desconfiaba de los temperamentos nerviosos como el de Thiers, o biliosos, como el de Guizot. Le fueron impuestos y fueron su perdición... ya fuese queriendo o sin querer.
La rapidez del discurso político, su claridad, ...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Llamaron a la puerta…
  4. I. Con Jean Delay
  5. II. “Yo soy el otro”
  6. III. Combinaciones de la vida