Última Tule
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Última Tule

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Última Tule

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Última Tule presenta ordenadamente varias meditaciones acerca de América, desde su "presagio" en los escritores y pueblos anteriores a Cristo hasta la imagen optimista que ha producido en algunos intelectuales contemporáneos que en el Nuevo Continente ven una esperanza "de que la especie humana se fecundice con el injerto de lo autóctono americano". Tule, la isla extrema hacia el occidente de Europa, y la Atlántida, prevista por los filósofos y buscada por los marinos, son antecedentes míticos del descubrimiento de América. Colón sería "el hombre de la Providencia" que un buen día coronó su constancia con el hallazgo de estas dilatadas tierras que habrían de llamarse América. A lo largo de estas páginas, Reyes se interna en la cuestión sin perder de vista sus múltiples aspectos y sin olvidar que, al lado de lo indígena, se afirma "la magna herencia ibérica".

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Información

Año
2019
ISBN
9786071661609
Categoría
Literature

I. El presagio de América

En libros misceláneos, escritos al azar de la vida; en lecturas públicas, preparadas al acaso de los viajes para distintos países y las más diversas ocasiones, andaban los motivos sueltos que aquí me propongo ordenar en texto único, sin que me importe el caer en repeticiones literales.* Los fragmentos, mal resguardados en publicaciones heterogéneas o en ediciones limitadas, ha tiempo que habían comenzado su jornada de olvido; o, en el mejor caso, habían comenzado a “servir de plumas para ajenas cornejas”, como se decía en otro siglo. Convenía por eso recogerlos; aparte de que su sola presentación en lectura seguida parece destacar algunas conclusiones latentes.
Más de una vez me vi en el trance de invocar la palabra que a todos nos pusiera de acuerdo: América, cifra de nuestros comunes desvelos. Buscando así, a bulto y a tanteos, en el arca de la conciencia, América era la primer realidad que se me ofrecía, el tesoro de mayor peso. Y, según la urgencia del caso, echaba yo mano de estos y los otros pasajes, hilvanándolos con cierta premura. De donde resultó un enjambre de versiones malavenidas; pero, al mismo tiempo, vino a delinearse poco a poco, en sucesivos retoques, un sentimiento general, fertilizado después por nuevas experiencias y reflexiones.
Sin duda el primer paso hacia América es la meditación sobre aquella marcha inspirada y titubeante con que el hombre se acercaba a la figuración cabal del planeta. El oscuro imán gravitaba sobre la mente humana, insinuándose por indecisos caminos. Nada más patético que esta resolución de la mitología en historia. Lo que tal proceso significa en el orden puramente geográfico no es más que el reflejo de lo que ha significado en el orden espiritual y como una función del ánimo.
Las páginas que aquí recojo adolecen seguramente de algunas deficiencias de información, a la luz de investigaciones posteriores, y ni siquiera aprovechan todos los datos disponibles en el día que fueron escritas. Pero ni tenía objeto entretenerse en la reiteración de datos que transformara en investigación erudita lo que sólo pretende ser una sugestión sobre el sentido de los hechos, ni tenía objeto absorber las nuevas noticias si, como creo, la tesis principal se mantiene. Además, el que pretende decir siempre la última palabra, cuando la conversación no tiene fin, corre el riesgo de quedarse callado. Y, como aconsejaba Quintiliano, hay que resignarse alguna vez a dar por terminadas las obras.

1. EN EL SUELO, EN EL CIELO Y EN TODO LUGAR

Desde que el hombre ha dejado constancia de sus sueños, aparece en forma de raro presentimiento la probabilidad de un nuevo mundo. Ya la fantasía andaba prefigurándolo desde unos 3000 años antes de Cristo, cuando el mitológico Anubis presidía a los muertos en alguna misteriosa parte del Occidente. La idea de que al Occidente quedaba cierta región por descubrir —la cual adoptará unas veces la fisonomía placentera de un reino bienaventurado, y otras la fisonomía de un mar tenebroso— viene desde los más remotos documentos egipcios, y ahonda sus raíces antropológicas en el misticismo del crepúsculo vespertino. Ya se la esconde en el seno tembloroso de los océanos, ya se la proyecta hasta el mismo Sol.
A medida que los periplos fenicios exploran el Mediterráneo occidental o aun el secreto Atlántico —de donde traían estaño y ámbar—, o al paso que, más tarde, las islas atlánticas se entregan a los navegantes europeos, el misterio se va alejando como la sombra de una nube viajera, y busca refugio en la bruma de los horizontes marinos. Tal es el sentido del “Plus Ultra” que vence a las Columnas de Hércules. La vaga noción que aletea en la más vetusta poesía, ora como amenaza o como promesa, cruza después las sirtes de la literatura clásica, florece en la portentosa Atlántida de Platón, herencia recogida por ilustres abuelos en labios de los sacerdotes saítas; arrulla la imaginación de los estoicos; viaja por las letras latinas, donde Séneca, en su Medea anuncia que se abrirán los mares revelando continentes inesperados; y llevando a cuestas su carga movediza y cambiante, su Mar de Sargazos, su océano innavegable y de poco fondo, sus Ínsulas Afortunadas, se enriquece por toda la Edad Media con las leyendas utópicas: la Isla de San Balandrán o de los Pájaros —primera hipótesis de la Isla de los Pingüinos—, la de las Siete Ciudades, la Antilia o Ante-Isla y el Brasil —nombres éstos que después recogerá la geografía—; enciende el halo con que la veneración envuelve las sienes de Ramón Lull, el Doctor Iluminado, a quien se atribuye sentido profético en su Nueva y compendiosa geometría; y es embarcada al paso en la nave de los poetas renacentistas, para depositar finalmente sus acarreos de verdad y de fábula en manos de Cristóbal Colón, cuando éste, hacia 1482, abre las páginas de la Imago Mundi. La obra del Cardenal Aliaco, su breviario, lleva al margen las notas febriles del Descubridor, y es centón de cuantos atisbos podían juntarse sobre los paraísos ofrecidos al ansia de los hombres.
Los rasgos dispersos de alguna verdad desbaratada querían recomponerse en el alma. La Tierra cuchicheaba al oído de sus criaturas los avisos de su forma completa, la entidad platónica recordada como en un sueño. Y así, antes de ser esta firme realidad que unas veces nos entusiasma y otras nos desazona, América fue la invención de los poetas, la charada de los geógrafos, la habladuría de los aventureros, la codicia de las empresas y, en suma, un inexplicable apetito y un impulso por trascender los límites. Llega la hora en que el presagio se lee en todas las frentes, brilla en los ojos de los navegantes, roba el sueño a los humanistas y comunica al comercio un decoro de saber y un calor de hazaña.
Y lo mismo que el presagio se dibuja en el suelo, también se refleja sobre la pauta celeste. Acordaos de aquella adivinación de estrellas nunca vistas, que vienen intimando luces desde las lucubraciones de Aristóteles hasta las de Alfonso el Sabio; que ya se anunciaron a Lucano; que irradian en la constelación de las Cuatro Virtudes Cardinales —imagen anticipada de la Cruz del Sur—, desde el seno de las noches dantescas; y que, después del Descubrimiento, se derraman profusamente por los ámbitos de la poesía, de suerte que al par centellean en la Araucana de Ercilla y en la Grandeza mexicana de Valbuena, en el De Orbe Novo de Pedro Mártir de Anglería, en Os Lusiadas de Camoēns, en las Epístolas de La Boëtie, o en el soneto herediano de Los trofeos.§

2. LOS EJES DEL DESCUBRIMIENTO

Los rasgos de la Tierra se van completando conforme giran los ejes de la atención geográfica. La historia de Europa nace en torno a la cuenca del Mediterráneo, y singularmente en aquel rincón oriental donde por primera vez la audacia helénica sufre, combate y al fin derrota las ambiciones de los sagrados imperios orientales. Fuera del campo verificable, más allá de lo que miran los ojos, se extienden el terror y el mito. Hay sospechas de que al norte los hombres se vuelven de nieve y al sur se vuelven de carbón. El suelo firme es sin duda una grande isla rodeada de agua. El cinturón de la hidrosfera abraza la litosfera. Sobre ellas, el capelo transparente de la atmósfera, que tiene abajo su correspondencia simétrica en el Tártaro. Los viajes se encargan de perturbar con sus extravagancias este orbe cerrado. La ambición militar y el sueño filosófico de la “homonoia” ensanchan el mundo hasta la India, al irresistible empuje de Alejandro; pero el centro no se desplaza todavía de aquel mar que fue la verdadera patria del griego. El duelo entre el Oriente y el Occidente mediterráneos, entre el mundo clásico y Cartago, no pudo resolverse desde Siracusa y bajo un príncipe helénico, desde que fracasó la intentona política de Platón bajo Dionisio II. Roma hereda el duelo. Las conquistas romanas remontan después hacia el Norte, y luego las invasiones del Norte descienden sobre Roma. Europa ha crecido por arriba, pero las manecillas del mundo europeo siguen fijas en el Mediterráneo. Lentamente, los ejes se alargan hacia el Atlántico, y se reafirman por completo en el otro apoyo del Occidente, cuando el descubrimiento de América vino a cerrar, por decirlo así, la cuenca del Océano. Más tarde, se revelarán las tierras polares —tanteadas ya desde fines del siglo XVI—, y en tanto, las exploraciones interiores van estableciendo topografías precisas donde antes los mapas se conformaban con monstruos y dragones.
Desde el siglo XII, en que los vascos abordaban los bancos de Terranova, y pasando por las inciertas exploraciones de bretones y normandos, hasta el siglo XV, en que la cultura renacentista da estado escrito a las vagas tradiciones orales, los hallazgos se suceden, y son particularmente activos en la última década del siglo XV. La cara de la Tierra se va completando rasgo a rasgo. La costa occidental del África se va entregando a los navegantes y se deja descifrar poco a poco. Del Oriente llegan arrebatadoras narraciones. Pronto aquellas noticias dispersas, que al principio eran meras curiosidades, se resuelven en una sinfonía de inquietudes. La ruta para las Indias comienza a ser una preocupación, desde que Constantinopla cae en poder del turco. Esto interrumpe el tránsito de mercancías orientales, a la vez que atrae sobre Europa el derrame de la filología bizantina. En otros siglos, la caída de Mileto bajo la invasión pérsica trajo sobre Italia y Atenas a los filósofos jonios. Como Atenas debió su florecimiento a la ruina de Mileto, Italia debe más tarde a otra catástrofe semejante su imperio espiritual en los albores de los tiempos modernos. Mientras media humanidad se embriaga con las sorpresas del Renacimiento, la otra —mundo de traficantes y aventureros— vive enloquecida de acción, anhelando siempre por las aromáticas islas de las especias.
Los viajes son la grande empresa pública y privada del siglo XV. Las ideas geográficas flotan en el aire como partículas de polvo. Todo piloto es descubridor. Para unos, descubrir no es más que ver tierras, y así no es extraño que aleguen ambiciosos títulos que la posteridad escatima. Para otros, descubrir es colonizar o, por lo menos, fincar el cambio pacífico de mercancías, o bien la captura de esclavos a mano armada. Se da con relativa frecuencia el caso de tierras descubiertas dos o tres veces, como se da el de regiones que, encontradas por azar o naufragio, no pudieron ser identificadas más tarde.
Portugal y España se alzan con la empresa, la cual pronto adquiere carácter de misión apostólica, porque el espíritu nunca abandona definitivamente las creaciones de la materia. El Papa divide entre las dos monarquías las tierras halladas y por hallar. A la cruzada medieval sucede la cruzada de América.
De Italia, cuyo genio mercantil casi había alcanzado las elegancias de su poesía, salen de tiempo en tiempo cartógrafos más o menos improvisados, para ponerse al servicio de las dos coronas, y hasta al de Inglaterra, que por muy poco perdió la ocasión del descubrimiento americano. Y en aquel ambiente cargado de posibilidades, donde todo comenzaba a parecer factible, se destaca de pronto la figura de Colón, asistido por los Pinzones, los Dioscuros del Nuevo Mundo, a quienes la hazaña debe más de lo que suele decirse.
Cristóbal Colón no es un hombre aislado, caído providencialmente del cielo con un Continente inédito en la cabeza. Es verdad que hablaba de tierras incógnitas “como si las trajera guardadas en un cajón”, según el pintoresco decir de Martín Alonso. Pero ni es el primero que habla de ellas, ni en esto y otras muchas cosas hacía más que colar el río de una tradición secular, para quedarse con las arenas de oro. Enfocando la mirada a Colón, podemos contemplar toda una muchedumbre de sabios y de prácticos, de cuerdos y locos, que lo preparan, lo ayudan y lo siguen. La concepción heroica de la historia en Carlyle no admite más que una objeción, y es que hubo muchos más héroes de los que soñó su filosofía. Es justo poner un poco de orden en esta apoteosis, desenredando los hacecillos que van a juntarse en la frente de Colón, entre los antecedentes del 12 de octubre.

3. EL MISTICISMO GEOGRÁFICO Y LOS COLONES DESCONOCIDOS

Se admite que, desde época muy remota, América pudo ser objeto de ciertas visitas informales, visitas que el mundo no estaba aún preparado para aprovechar y ni siquiera para interpretar en su justo sentido, aunque indudablemente dejan su rastro en la imaginación. Pero desde luego, hay que distinguir la noción del descubrimiento propiamente tal y la cuestión de los orígenes americanos, que erróneamente suele confundirse con ella, sobre todo a propósito de las posibles inmigraciones del Pacífico.
Entre los impulsos que determinan la aparición histórica de América, unos son terrenos y prácticos, otros fantásticos e ideales. No sólo la verdad, la misma mentira (como en el Donogoo-Tonka de Jules Romains, equivocación de un sabio que acaba por convertirse en hecho) cuaja de repente en comprobaciones teóricamente inesperadas. El misticismo geográfico, las aventuras de los Colones desconocidos o involuntarios, los nuevos ensanches de la tierra, el humanismo militante, el imperativo económico, todo ello desemboca en el Nuevo Mundo. No son ajenos al descubrimiento los sueños de Ofir y Catay. La Atlántida, resucitada por los humanistas, trabajó por América. El Cipango y la Antilia representan aquí el paso de la quimera a la realidad, del presagio al hecho. Y todavía después, la mentira —que tantas veces ha guiado oscuramente a los exploradores— seguía haciendo de las suyas, cuando se buscaban en nuestro continente la Fuente Juvencia, el País del Oro y el Reino de las Amazonas.
Ya nos hemos referido al misticismo del Occidente, aquella vaga inclinación antropológica por seguir la ruta del Sol hasta más allá de donde nos alumbra. Este extraño imán del Occidente —“que allende una ilusión resulta Oriente”, como en la palabra del poeta— late entre los testimonios más antiguos de la fábula mediterránea, y lanza por la fantasía de la Edad Media su escuadra de islas fascinadoras, ora edénicas, ora —invertido el espejismo— infernales. Los portugueses y otros pueblos marinos las buscan con afán o bien las rehúyen con cautela. Lunares de tentaciones, aparecen en las cartas de marear de los siglos XIV y XV, y son, en su engañoso deslumbramiento, causa de naufragios, viajes desatentados, encuentros casuales, preocupación y murmuración de la gente.
Respecto a los Colones involuntarios, el asunto tiene dos aspectos: el pacífico y el atlántico. Aquél se deshace en vagas conjeturas étnicas y lingüísticas; éste parece inciertamente fundado en inmemoriales epopeyas e ingeniosidades arqueológicas. Aquí no nos importa tanto su dosis de veracidad comprobada...

Índice

  1. Noticia
  2. I. El presagio de América
  3. II. En el día americano
  4. III. En la VII Conferencia Internacional Americana
  5. IV. Capricho de América
  6. V. El sentido de América
  7. VI. Notas sobre la inteligencia americana
  8. VII. El erasmismo en América
  9. VIII. Utopías americanas
  10. IX. Paul Valéry contempla a América
  11. X. Ciencia social y deber social
  12. XI. Valor de la literatura hispanoamericana
  13. XII. Significado y actualidad de “Virgin Spain”
  14. XIII. Para inaugurar los “Cuadernos Americanos”