La Generación de la Ruptura y sus antecedentes
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La Generación de la Ruptura y sus antecedentes

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La Generación de la Ruptura y sus antecedentes

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Breve historia de la vanguardia de la pintura mexicana centrado en sus mayores exponentes. El texto va desde el muralismo, el modernismo hasta la generación de la ruptura como tal. Considera como maestros a Juan Soriano y a Vlady. En conclusión, condensa en breves páginas la entrada de México a la modernidad pictórica.

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Información

Año
2013
ISBN
9786071614414
Categoría
Arte
Categoría
Arte generale

TERCERA PARTE

Maestros y protagonistas

La participación de Vlady durante aquellos primeros años en los que se gesta la generación fue relevante. Asimismo, cuando surge el grupo Juan Soriano aporta ideas y libros en cuyas páginas centellean nuevas propuestas y nuevos nombres. Y entre 1955 y 1970 sus pinturas se relacionan con nuevas formas.
En efecto, este autor nacido en Guadalajara era aproximadamente diez años mayor que todos ellos. Sin embargo, después de haber realizado una obra realista e intimista de gran vigor, se incorpora al grupo durante un tiempo en el que producirá algunas obras de refinado despliegue compositivo, insertas en la zona de tránsito entre la abstracción y la neofiguración.
Tanto Vlady como Juan Soriano merecen un capítulo aparte en este trabajo. Según narra el pintor y curador Tomás Parra, la dinámica y generosa condición de dadores de ideas, orientaciones implícitas y explícitas, transmisión de conocimiento respecto a lo que habían gestado las vanguardias europeas en la primera mitad del siglo XX, que caracterizó a Vlady y Soriano, fue un punto disparador para los jóvenes creadores. Mediante viajes y residencias en el viejo continente ambos pudieron observar en directo las obras producidas allí. Y en sus maletas, quizá ligeras de vestuario, traían seguramente reproducciones que los artistas emergentes devoraron con avidez.

Vlady

Nacido como Vladimir Kybalchich (1920-2005) en Rusia —más precisamente en la San Peters-burgo de los zares, después llamada Petrogrado y, a partir de la implantación del sistema comunista, Leningrado—, el muchacho que pasó a la historia del arte mexicano bajo el nombre de Vlady llegó a México en 1943 junto con su padre, el poeta Victor Serge. La familia ya había soportado varios exilios dentro y fuera de la Unión Soviética, primero por la condición trots-kista de Serge; después, cuando se establecen en París, donde el poeta toma contacto con los surrealistas y el hijo ingresa a varios talleres —entre éstos el del chileno Roberto Mata—, escapando del nazismo. Es entonces cuando Victor Serge y Vlady cruzan el Atlántico rumbo a América e inician un azaroso periplo por varios sitios, entre ellos la isla Martinica, hasta que logran quedarse en México.
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Vlady. © Rogelio Cuéllar.
Si bien Vlady expone por primera vez en su propia casa, galería de la que hablaremos más adelante, entre 1959 y 1961 presenta una memorable muestra de pinturas en la sala Misrachi y muy pronto comienza a proyectarse internacionalmente: participa en las bienales de París, São Paulo, Tokio, Córdoba (Argentina) y en la Feria Mundial de Osaka.
Su pintura durante aquella época se caracterizaba por una paleta muy colorida con matizaciones de verdes, rojizos, azules y sepias, entre otros, en una articulación icónica donde lo orgánico, es decir, ese corpus visual que acusa distintos grados de cercanía y distancia respecto a la referencia corporal, accionaba el equilibrio que le permitía pasar a la abstracción. Y era densa la puesta de la materia, con la pincelada al descubierto, explicitada, datándose a sí misma. Hecha entonces a base de pinceladas de diversos recorridos, este recurso movilizaba el singular ritmo del espesor matérico.
Con la curaduría de Tomás Parra, en noviembre del año 2000 el Museo de Arte Moderno de México inauguró la primera retrospectiva de dibujos, acuarelas y obras gráficas hechas por Vlady que se llevó a cabo en este país. Allí, el multifacético hombre que desarrolló una tarea teórico-reflexiva en torno al arte del pasado y del presente exhibió su análoga versatilidad en el manejo de la línea; y es sorprendente tal cualidad.
La exposición incluía, en su primera fase, una serie de retratos precisos que captan lo medular de sus protagonistas, tanto como determinadas situaciones que permean esa condición vertebral; un ejemplo de esto último es la dolorosa imagen de Gironella, no el pintor, tampoco ningún familiar del mismo, sino un personaje real y, sospecho, secreto, sólo conocido en el interior de una historia igualmente en reserva. Los retratos recuperan instancias de esa historia, tan intensa como controvertida en su momento. Está el de Victor Serge, el de Boris Eltsin —quien fue el ideólogo de Lenin—, los de Tarov, Puig y Breton. Salvo el de Gironella, recostado en una cama con marcas de dolor en su rostro y en la postura del cuerpo, los demás se delinean con el solo contorno. Pero hay un retrato doble o triple de León Trotski que, mediante un logradísimo mecanismo de líneas sucesivas, connota simultáneamente su fulgurante presencia, su caída, la muerte posterior y su permanencia en la memoria colectiva.
Ese escalonamiento de líneas que de pronto asumen variadas direcciones mediante un corte angular continuo reaparece en otros dibujos, sea para difuminarse en figuras sin referencias o para perfilar elementos más o menos reconocibles. Pero también esas líneas de movimiento y caída electrizante, con una apenas perceptible modulación óptica, parecen dibujar la inapresabilidad del aire.
Abigarramiento y síntesis, grafía fecunda, realismo y distorsión, oscilación entre sensualidad y erotismo expreso, contrastes y claroscuros graduales, mancha, gesto y reducción silente de la línea, paisajes que van de la densa naturaleza tropical a la evanescencia del agua o la nube, todo cabe en el amplísimo imaginario que dibuja la mano prodigiosa de Vlady.

Juan Soriano

Hasta mediados de la década de los años cincuenta Juan Soriano (Guadalajara, 1920-México, D. F., 2008) fue un sólido pintor realista, con algunas obras de enclave expresionista que no se encuentran entre sus mejores logros, tal vez porque no responden a la coloratura general de su obra. Y en su fase representativa cabe destacar el nutrido conjunto de retratos. Soriano fue, en efecto, un sagaz retratista que sabía imbuir en sus personajes cierta síntesis en la conformación de contornos y fisonomía, así como captar al retratado en una expresión profunda, muchas veces ausente, de replegado gesto abstraído.
Un conjunto de retratos cuya protagonista es Guadalupe Marín resalta como paradigma en el contexto de la etapa vanguardista explorada por Juan Soriano. En un gradual paso de la figuración a la neofiguración, tal conjunto desglosa el proceso que transforma la materia de la vida en materia de la pintura. En 1947 el pintor ejecuta una imagen vital y poderosa de la figura en cuestión. Catorce años después un nuevo óleo ofrecerá la metáfora visual de su sombra afantasmada, su abstracta silueta como recuerdo del aliento vital que latía en el primer, representativo retrato. Y en 1962 Lupe Marín es sólo un dibujo sobre un campo cromático habitado por veladuras y transparencias; doble habitabilidad: la de la silueta que evoca a la Marín y la de estas modulaciones tonales.
Otros cuadros de esta época son El pez luminoso (1956), las distintas versiones de Apolo y las musas (1954), Viaje a la isla de Creta (1954), Pájaro alucinado (1956-1957) y un autorretrato en verdes y sienas que eslabona a ultranza el símbolo de la pintura en su condición específica. Y es que ese autorretrato es un círculo con manchas: círculo que alude al centro, la cabeza como centro rector, esférica como ese otro centro que es el sol; todo ello para connotar desde un motivo central el carácter nuclear de la forma en la pintura abstracta. No obstante ello, durante esta feliz etapa de su trabajo Soriano no abandona nunca del todo cierta figuración que lo enclava en determinadas referencias personales y culturales.
Repetición y circularidad, abigarramiento algunas veces festivo y otras veces sombrío, articulación de las formas que suelen dejar espacio al plano de fondo y otras veces lo invaden haciendo de la estructura un todo que anula la división de zonas configuradas, colores intensos y evanescentes, andrógino desenfado para tocar un tema medular: La madre. Y también manchas que insinúan flores y se resignifican en manchas, deliberada ambigüedad entre lo verosímil y su borramiento para completar esta corta pero prolífica etapa en la obra de Juan Soriano.
¿Qué más? Los colores: rojos, verdes, violetas y amarillos intensos, lilas y morados encienden un alto registro lírico, una poética visual circular y en caída, en sucesión, nutrida conjugación de trazos y figuras abiertas (El pez luminoso), crecimiento de formas que no pierden su condición flotante sobre la tela, en suspenso, como si apenas rozaran el aire, el agua, la superficie, una fantasía sin fin que desborda los límites del cuadro. También aspereza a veces (Animal) y densidad nocturna (Avis aurea), como si la conciencia implícita e ineludible de la muerte sesgara la imagen. De ahí el tumultuoso caos sellado sobre el espesor de El ojo y el caos chispeante, a modo de implosión vital, que entrega, por ejemplo, La planta azul. En ocasiones el núcleo configurado se abre en explosión centrífuga; tal es el caso de El ojo azul y del retrato de María Zambrano. El ojo nombrado, definido por la arbitraria abstracción de la palabra escrita en el título se nombra desde esa otra acción abstractizante, y por lo tanto desfiguradora, del juego formal que vuelve a construirlo, distinto, desfasado.
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Juan Soriano. © Rogelio Cuéllar.

Los inicios de la Generación de la Ruptura

Una casa en la que vivían Vlady y su esposa Isabel fue el centro de reunión de los primeros artistas que gestaron el movimiento. Esa vivienda poseía varios cuartos que se utilizaron como estudios y pronto extendió sus funciones para convertirse en espacio de exposiciones. Así nació la Galería Prisse. Su nombre está ligado a cierta anécdota graciosa: un día llegó un sueco al lugar y, mientras observaba las obras que enseguida compraría, un gato entró a la sala y su atractivo —que parecía querer competir con los cuadros— distrajo la atención del sueco, quien comenzó a llamarlo ¡prisse, prisse! Fue Alberto Gironella quien propuso que la galería se llamara Prisse. Sus miembros fundadores: Vlady, Gironella, el refugiado español Josep Bartolí y el dibujante Héctor Xavier. Enrique Echeverría se acercó por breve tiempo pero después se marchó becado a España. Poco más tarde se incorporó José Luis Cuevas. Corría el año 1952 y el lugar era epicentro de reuniones no sólo para pintores sino, además, para poetas, narradores e intelectuales en general. Fue en ese año cuando expusieron colectivamente allí Vlady, Gironella y Enrique Echeverría, entre otros artistas. Gironella incluso se estrenó como expositor individual en la Prisse. Ahí mostró su primera paráfrasis plástica, titulada La condesa de Uta, pintura significativa si consideramos que las paráfrasis ocupan un lugar fundamental en la producción de este artista.
Cuevas expuso en Prisse en 1953, el mismo año en el que concluyó la intensa, dinámica actividad de este espacio, al que solían asistir, en medio de lecturas literarias y discusiones sin fin, Arturo Souto, José de la Colina, Salvador Elizondo, Horacio López Suárez —profesor de literatura de la UNAM— y un grupo de poetas españoles acompañados a veces por León Felipe. En un año y meses, el tiempo que logró mantenerse activa la Prisse, se realizaron diez exposiciones. Todas sin fines de lucro.
La segunda sala que agrupó las nuevas propuestas fue Proteo, fundada en 1954 por un canadiense llamado Parizeau, pero Alberto Gironella la dirigió durante un tiempo. Dos años más tarde, en 1956, se abre la galería de Antonio Souza, justo enfrente de la Proteo, en la calle Génova.
Según palabras de Manuel Felguérez recogidas en el libro de Rita Eder sobre Gironella, “en ese momento las dos galerías, la Proteo y la Antonio Souza, estaban dando la pelea por el nuevo arte. En la Proteo exponían entre otros Goeritz, Gironella, Echeverría, Vlady y Rojo. El grupo de la Souza era una mezcla de pintores ya consagrados, por ejemplo: Tamayo, Gerzso, Soriano y algunos jóvenes. Si bien no éramos de la misma galería pertenecíamos al mismo núcleo, precisamente en el momento de la pelea contra la Escuela Mexicana de Pintura”.1
Ahora bien, el espacio en el que se consolidó definitivamente la Generación de la Ruptura fue la Galería Juan Martín, fundada en 1961 y situada primero en la Cerrada de Hamburgo, Zona Rosa, y después en la calle de Amberes, cuando la Zona Rosa era epicentro de exhibiciones artísticas y no el decadente paraje citadino en el que se ha transformado ahora.
La exposición inaugural de la Juan Martín reunió a Enrique Echeverría, Lilia Carrillo, Leonora Carrington, Manuel Felguérez, Gunther Gerzso, Alice Rahon y Remedios Varo. Una combinación de surrealistas extranjeros, algunos de ellos refugiados de la Guerra Civil española y de la persecución nazi (me refiero a Carrington, Alice Rahon y Remedios Varo), con artistas de generaciones mayores (los recién nombrados y Gunther Gerzso) y con jóvenes emergentes (Echeverría, Carrillo, Felguérez). Pero luego la Galería Juan Martín se concentraría sobre todo en la Generación de la Ruptura.
En 1964 la Galería Pecanins también comienza a cumplir un papel difusor al exhibir obras de artistas nacionales, catalanes y latinoamericanos. Todo lo hasta aquí expuesto en lo que se refiere a espacios privados. La Ruptura nació en las galerías porque la Escuela Mexicana tenía cooptados los sitios públicos. Pero en 1965 comienza a abrirse el panorama para los jóvenes artistas que se enfrentaban a los esquemas oficiales. Se realiza el Salón ESSO, patrocinado por esta transnacional petrolera estadunidense y convocado por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). En este salón confluyeron conservadores y renovadores. No faltó el escándalo: el jurado, formado por defensores de las dos tendencias, otorgó los premios a Fernando García Ponce y Lilia Carrillo. En el jurado estaba Juan García Ponce, el crítico principal de la Ruptura, y la protesta se centró en el hecho de haber premiado a su hermano. Pero por supuesto, detrás de esta protesta, quizá justificable, persistía la batalla. En 1966 la colectiva Confrontación 66 convocada por el INBA fue el espacio de otro enfrentamiento en el que ganaron los rupturistas.
Como se sabe, 1968 es el año en el que se produce un importante movimiento estudiantil y la matanza del 2 de octubre, en coincidencia con las Olimpiadas. A través del Instituto Nacional de Bellas Artes el Estado convoca a la Exposición solar, cuya sede sería el Palacio de Bellas Artes. Los jóvenes de la Generación, a la que se unieron otros artistas como Helen Escobedo, convocan por oposición al primer Salón Independiente, que tuvo dos ediciones más en las que participaron extranjeros como Saura, Bonevardi y Seguí. El primer Salón se realizó en el Instituto Isidro Fabela, mientras que el segundo y el tercero tuvieron su sede en el Museo Universitario de Ciencias y Arte de la UNAM.
Cabe agregar otro hecho fugaz, aunque no menos importante, promovido por Mathias Goeritz en 1960: el movimiento de filiación dadaísta Los Hartos, que incluyó un manifiesto y en el que participaron José Luis Cuevas y Pedro Friedeberg, entre otros.
1 Rita Eder, Gironella, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1981, p. 41.

Los integrantes del grupo, uno a uno

Gilberto Aceves Navarro

Quienes conocen los nombres o figuras que conformaron el núcleo inicial de la Generación de la Vanguardia o de la Ruptura se preguntarán qué hace aquí Gilberto Aceves Navarro y, en efecto, él no formó parte de ese grupo. Sin embargo, lo incluyo porque sus propuestas estéticas así como su edad coinciden con las de la generación. Y como decidí organizar esta parte del ensayo por orden alfabético, Aceves ocupa el primer lugar.
Extraordinario dibujante, Aceves Navarro parece tener...

Índice

  1. Portada
  2. Contenido
  3. Introducción
  4. Primera Parte
  5. Segunda Parte
  6. Tercera Parte
  7. Bibliografía
  8. Láminas