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La obra de Antonio Deltoro se ha caracterizado por su variedad que explora múltiples realidades temáticas. Poeta de notables recursos imaginativos, estos ensayos son una clara muestra de su erudición y admiración por otros poetas. Antonio Machado, Góngora, Eliseo Diego, Luis Ignacio Helguera, López Velarde, entre otros, encuentran en estas páginas nuevas interpretaciones y posibilidades de lectura.

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Información

Año
2013
ISBN
9786071614407

A LA MITAD DEL FORO

Invención y caída en los últimos poemas de Octavio Paz*

LA VIDA de Paz fue tan omnipresente en la nuestra que hoy, por algo muy humano y también muy mezquino, semejante a la justicia distributiva, hay quienes se empeñan, inútilmente, en pasarlo a la segunda fila, para ocupar la primera. Estos 15 tomos, que con el tomo 12 se completan ahora, son como una muralla china contra tal empresa.
Tengo entre mis libros más queridos, y entre los más frecuentados, muchos de Octavio Paz. Desde la publicación de sus Obras completas no sólo se ha multiplicado esta frecuentación, sino que se ha hecho mucho más sistemática: si quiero saber qué pensaba Paz de López Velarde, Villaurrutia, Machado, Mahoma, Montaigne, Borges, Buñuel, Neruda o Pessoa, voy al librero, tomo un volumen, busco en los índices onomásticos y de ahí me voy a otras partes y a otros tomos; pero me faltaban los territorios que presentamos esta tarde.
Este tomo 12 de las Obras completas de Octavio Paz incluye Versiones y diversiones, las construcciones y cajas de Marie-José Paz, y los poemas del poeta dedicados a ellas, otros poemas escritos en amistad con otros autores, y los libros y poemas de Paz escritos entre 1969 y 1996. En esta presentación me voy a concentrar —nunca me ha gustado abarcar demasiado— en Árbol adentro y en los poemas escritos después de este libro. No quisiera, sin embargo, pasar por alto las otras partes del segundo tomo de la obra poética de Paz. Hace tiempo conside raba seriamente llevar a la isla desierta Versiones y diversiones. Si a este libro enorme de traducciones agregamos Vuelta, Nocturno de San Ildefonso, Pasado en claro y Árbol adentro, y, como nota de complicidad amorosa y de color, los trabajos de Marie-José Paz, definitivamente éste es el tomo que me llevaría a la isla desierta.
Hace unos años leo con singular atención los libros finales de los poetas que admiro. En ellos suelen concentrarse, depuradas por el tiempo y como si fueran una sola, la sabiduría poética y la vital. El poeta ya consagrado no tiene que demostrar: escribe únicamente para sí y para la poesía, no para la novedad o para la historia de la literatura. Toma en cuenta al lector porque se toma en cuenta a sí mismo en lo esencial: en lo que tiene de común con todos los hombres. No está pendiente de los recursos verbales ni de los lustres del oficio; incluso puede echar mano de asonancias, rimas no canónicas, repeticiones de palabras; “descuidos” que un poeta menos maduro no se permitiría. La forma se vuelve una columna vertsebral (surge de dentro del poema, no de fuera; el poeta no la trae en la cabeza, se la va diciendo el poema), es un endoesqueleto y no un exoesqueleto, gana en hondura y en naturalidad lo que pierde en brillo y rareza: una simple palabra, de esas que utilizamos todos los días, de esas que nos acompañan de la infancia a la tumba, como “noche”, “agua”, “luna”, “mañana”, puede enlazar, en sus poemas, la belleza, la verdad, el misterio, la profundidad de pensamiento y la inteligencia cordial, pues está cargada de tiempo. Los últimos libros de poemas de Borges, el último de Lezama, la poesía final de Machado son ejemplos en los que la edad no ha disminuido sino aumentado, acendrándolas, las virtudes humanas y poéticas.
Entre los libros de poesía de Octavio Paz, el que más frecuento en tiempos recientes, el más hospitalario y acogedor, desde mi punto de vista, es el último: Árbol adentro. En él el viejo Paz es un poeta del alba y del despertar, de una horizontalidad matutina con los ojos abiertos que, desde la cama, sabe apreciar un día más. Un día más: cuando decimos “mañana” no sabemos si estamos pronunciando lo inalcanzable; en todo caso, aunque alcancemos la otra orilla en la habitación de siempre, con la mujer de siempre, al decir “mañana” nombramos lo desconocido.
En Árbol adentro y en los poemas escritos después hay pocos atardeceres, pocos crepúsculos vespertinos y muchas inauguraciones del día, cada vez más inesperadas y bienvenidas. Los grados de libertad aumentan. Los experimentos ya asimilados por toda una vida responden a una vivacidad que no ha dejado de buscar y que encuentra aquí frutos cargados de frescura y libertad aun en la víspera. Hay poemas que discurren asombrosamente en un cauce donde la prosa y el verso conviven para dar cuenta de la multitud y la diversidad azarosa de todo. Tres fueron escritos antes en prosa que en verso (Paz mismo en una nota nos lo dice); me gustan por una libertad y un vigor que saben, en la manos expertas de Paz, a la juventud del siglo XX. Denotan un desenfado poético admirable ligado a la sabiduría de los años. Son libertades y juegos de un poeta maduro y sonriente. Un ejemplo: “Hablo de la ciudad”, catarata emparentada con Whitman y Álvaro de Campos. Anoto de pasada: curiosamente, cuando Paz habla de toda la ciudad utiliza el versículo; en cambio, usa el verso corto cuando habla del barrio, de la plazoleta o del cuarto, lo mismo que cuando apunta al instante. Quizás porque hablar de la ciudad obliga a la proliferación y al caos, a la enumeración de cosas y estados de ánimo, de situaciones y esquinas, de hospitales y muros. Entre otros poemas escritos en versículos están: “Refutación de los espejos”, dedicado a Lezama, y el juguetón, vivaz y lúcido en extremo dedicado a la pintura de Miró: hay mucho juego en Árbol adentro y mucho erotismo, y también hay mucha amistad. Me conmueve, a este respecto, el poema dedicado a Kostas Papaioanu: una elegía contagiada de la trágica historia del siglo recientemente pasado y, al mismo tiempo, plena de juvenil alegría. Este poema me es tan entrañable como los dos poemas en prosa dedicados por Borges en su último libro, Los conjurados, a su amigo de juventud Abramowicz: en los tres poemas la presencia de la amistad y de la vida se ve potenciada por la ausencia y la muerte. En el otro extremo, en cuanto a la extensión del verso, hay poemas de una puntería que no necesita sino de unos cuantos versos para dar en el blanco, próximos al epigrama o el haikú; a veces son como una semilla por la que se pudiera ver el follaje.
Pero los poemas que más releo de este libro son los de la última sección: poemas amorosos que celebran el cotidiano renacer del mundo, la mujer aún dormida, la luz naciente, la resurrección de la mirada. En ellos se reúne lo inédito, un nuevo día, con una larga existencia: no es el despertar de un recién llegado a la vida; es el de un catador del tiempo y del amor, que sabe que cada amanecer inaugura un mundo que, con el mismo milagro, se repite y resucita. Estos poemas están abiertos al alba y al abismo, al nacimiento y a la caída; trazan un gran arco temporal que, no obstante que lleva una gran carga de experiencia y reflexión (casi toca con un extremo la muerte), toma su frescura, ligereza y vivacidad de las primeras horas de la mañana y de la presencia de un nuevo día que no acabará de comenzar hasta que se despierte la mujer amada. Tienen la claridad de una luz que medita y de un pensamiento vivo y transparente hecho de tiempo. Hay en la obra de Paz algo de vigor permanente; no hay nunca el monólogo del hombre abrumado ni la queja de la víctima. La filosofía más abstracta está teñida por las luces del amanecer o del mediodía. La noche está vista como tránsito entre la luz y la luz a la luz de las estrellas, nunca desde el hoyo profundo sin salida, como castigo o como infierno. Puertas al alba, se podría titular, paradójicamente, la última poesía de Octavio Paz (“Al alba busca su nombre lo naciente”), que está escrita bajo la protección de un nuevo día, todavía lejano del crepúsculo vespertino, pero en la cercanía de la muerte. Paz va del mediodía a la noche y el amanecer sin pasar por la tarde. Árbol adentro, junto a Pasado en claro y los pocos poemas posteriores a estos libros, me plantean una pregunta: ¿Cómo la poesía de Paz se fue cargando de tiempo sin perder ni un ápice de su característica vivacidad?
Los poemas de Árbol adentro más directamente vinculados con la muerte no ocupan, como sería previsible, la última sección, sino la tercera de las cinco secciones en las que se divide este libro, y están agrupados, significativamente, bajo el título “Un sol más vivo”, como si la muerte los iluminara. Hay en la edición de este libro contenida en el tomo que presentamos unas líneas introductorias tituladas por Paz “Árbol que habla”. En ellas nos dice Paz que la última rama de este árbol de cinco ramas, de este árbol que habla y que crece hacia adentro, “se inclina sobre un manantial y aprende las palabras del comienzo”. Ésta, creo yo, es la fuente de la vivacidad final de la poesía de Paz, una vivacidad que aprende.
En un ensayo dedicado a Paz por Guillermo Sucre en su libro La máscara, la transparencia, se citan unas frases del autor de Libertad bajo palabra que vienen como anillo al dedo para responder mi pregunta: “No la vida eterna, sino la eterna vivacidad es lo que importa”; “La verdad original de la vida es su vivacidad y esa vivacidad es consecuencia de ser vida mortal, finita: la vida está tejida de muerte”. Y añade el crítico venezolano: “la vivacidad no es meramente un tema sobre el cual Paz poetiza. Ella está en el carácter mismo de su obra”. Uno de los verbos clave de la poesía de Paz es el verbo inventar (“Contra el silencio y el bullicio invento la palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día”). Todos los verbos suponen, por el hecho de serlo, una acción, pero éste es particularmente activo. La vivacidad de la vida y del lenguaje en la poesía de Paz están potenciados por la constante meditación de lo que significa inventar y de quién o qué inventa. Hay un poema de Árbol adentro que está atravesado de principio a fin por este verbo y que tiene una extraordinaria vivacidad que nace de saber que se está vivo todavía, que se vive siempre entre la vida y la muerte, al borde. Pero este verbo, por el mismo paso del tiempo, fue ganando profundidad y reflexión en la vida y en la obra de Paz (a los poetas, las palabras que repiten frecuentemente les marcan un camino: les rehacen el rostro). Repetir el verbo inventar, más que una paradoja, es otra manera de abordar el tema paciano de la continuidad y de la ruptura. El poema al que aludo, “Primero de enero”, nos dice que cuando compartimos la noche en la cama con alguien que amamos, el día no comienza por entero a nuestros ojos sino cuando se abre el otro par: comienza en un cuarto con cuatro ojos abiertos.
PRIMERO DE ENERO
Las puertas del año se abren,
como las del lenguaje,
hacia lo desconocido.
Anoche me dijiste:
mañana
habrá que trazar unos signos,
dibujar un paisaje, tejer una trama
sobre la doble página
del papel y del día.
Mañana habrá que inventar,
de nuevo,
la realidad de este mundo.
Ya tarde abrí los ojos.
Por el segundo de un segundo
sentí lo que el azteca,
acechando
desde el peñón del promontorio,
por las rendijas de los horizontes,
el incierto regreso del tiempo.
No, el año había regresado.
Llenaba todo el cuarto
y casi lo palpaban mis miradas.
El tiempo, sin nuestra ayuda,
había puesto,
en un orden idéntico al de ayer,
casas en la calle vacía,
nieve sobre las casas,
silencio sobre la nieve.
Tú estabas a mi lado,
aún dormida.
El día te había inventado
pero tú no aceptabas todavía
tu invención en este día.
Quizá tampoco la mía.
Tú estabas en otro día.
Estabas a mi lado
y yo te veía, como la nieve,
dormida entre las apariencias.
El tiempo, sin nuestra ayuda,
inventa casas, calles, árboles,
mujeres dormidas.
Cuando abras los ojos
caminaremos, de nuevo,
entre las horas y sus invenciones
y al demorarnos en las apariencias
daremos fe del tiempo y sus conjugaciones.
Abriremos las puertas de este día,
entraremos en lo desconocido.
El tiempo es un continuo, y nosotros, que somos sus accidentes, lo fragmentamos a nuestra imagen y semejanza, y, al fragmentarlo, como el dios de Machado, cuya verdadera creación es la separación, el vacío, la muerte, la nada, lo inventamos. En “Primero de enero” el sol aparece en el horizonte como todos los días y, sin embargo, para nosotros, que hemos reinventado el tiempo al fragmentarlo, ese día es un umbral. La noche del 31 de diciembre sentimos que estamos en el borde: inseguros entre la muerte y la resurrección, como los aztecas cada 52 años, y al día siguiente sentimos que el tiempo fluye con nuevos bríos.
En “Primero de enero”, una palabra tan usual y conocida como “mañana” es la que nombra lo desconocido; es la que designa las puertas del año y del lenguaje. Forma ella sola un verso, el único que comienza a la derecha de los demás. Es la palabra gozne del poema y, dicha por los labios de una mujer, es, a la vez, la esperanza en el renacer y el renacimiento. Después de esta palabra suspendida en la incertidumbre de un espacio vacío que comienza por dos puntos (dos puntos que son como dos puertas), se retoma la equivalencia entre el lenguaje y el tiempo, y, de paso, se toca el tema de la escritura y la vida como invención. El poema está cargado de casi todas las formas del tiempo, desde el segundo hasta el año, y, no obstante, es inaugural, ligero; está hecho de repeticiones de sonidos y de palabras que nos dan la continuidad y la variación mediante su disposición irregular en la página. Estas repeticiones de rimas y de palabras (tiene cinco variaciones del verbo inventar y cuatro del verbo abrir, además de que se repiten: “mañana”, “apariencias”, “desconocido”, etcétera.). Éstos son el tipo de “descuidos” a los que me refería al principio y que sólo se alcanzan con la madurez y la edad. Los descuidos de un maestro.
El poema entra de lleno, desde su título, en el gran tema del tiempo y en la batalla del lenguaje para dar cuenta de su transcurrir, de su sustancia y de su esencia, que son las nuestras también, puesto que somos formas del tiempo. ¿Qué manera mejor para hablar del tiempo, cuando se tienen ochenta y tantos años, que colocarse en su ápice anual, en el primero de enero? ¿Qué manera mejor de comenzar un nuevo día, de entrar a lo desconocido, que acompañado por los ojos de la mujer amada y del lenguaje?
Otro verbo característico de Paz es el verbo caer. Sus últimos poemas son, más que nunca, poemas de la vivacidad y de la caída. Parte de la atracción que él sentía por la poesía de Quevedo, al que consideraba más como un antecedente que como un antepasado, consistía en que pensaba que era una poesía moderna: de la caída.
En 1996 la revista Vuelta y El Colegio Nacional publicaron un cuadernillo titulado Reflejos y réplicas: Diálogos con Francisco de Quevedo. En él Paz describe, a sus 82 años, un itinerario de lecturas. Dice, por ejemplo, antes de referirse a Quevedo, que la poesía de Machado la leyó tarde: “Llegué al poeta que admiro, al de Nuevas canciones y los poemas finales, cuando había transcurrido más de la mitad de mi vida. No lo lamento: Machado es un poeta para adultos”. Creo, haciendo coro a Paz, que gran parte de la poesía contenida en este tomo es una poesía para adultos; que ya sabe vivir, sin perder la curiosidad y el contacto con el origen, en la libertad a la que se refiere este epígrafe de Montaigne, utilizado para la primera parte de “Ejercicio preparatorio”: “La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. Quien ha aprendido a morir ha desaprendido a servir”. La segunda parte de este poema tiene un epígrafe de Cervantes referente a la cordura de Don Quijote en el último trance. Como Borges, Paz espera aprehender a la hora de la muerte su rostro verdadero, como Borges recuerda a Don Quijote y a Cervantes.
Octavio Paz hizo grande, con su vida y su obra, su muerte: nos ayudó a bien vivir, y leer su última poesía nos ayudará a bien morir: “Pido / no la iluminación: / abrir los ojos, / mirar, tocar al mundo / con mirada de sol que se retira; / pido ser la quietud del vértigo, / la conciencia del tiempo / apenas lo que dure un parpadeo…” ¿El instante de la muerte es el último instante de conocimiento o es el primero? Paz no quiere perderse ese instante: quiere morir con los ojos abiertos.
Al viejo Octavio Paz le interesaba cada vez más el origen porque le interesaba cada día más el fin. Hacía lecturas de cosmogonía, y el último poema de este tomo, que puede leerse como un testamento, y al que sirve como introducción el cuadernillo antes mencionado, trata no sólo de su muerte personal, sino del big bang, del origen y de la muerte del universo. Parte del lúgubre verso de Quevedo “ ‘¡Ah de la vida!’ … ¿Nadie me responde?” y culmina con la serenidad de estos versos: “Y mientras digo lo que digo / caen vertiginosos, sin descanso, el tiempo y el espacio. Caen en sí mismos. / El hombre y la galaxia regresan al silencio. / ¿Importa? Sí —pero no importa: / sabemos ya que es música el silencio / y somos un acorde del concierto”. ¿Esto no es finalizar una vida marcada por la admiración y la discusión c...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Un trayecto por las piedras azules
  4. EL GUARDIÁN DEL SILENCIO
  5. FAVORES RECIBIDOS
  6. A LA MITAD DEL FORO