Jaime Torres Bodet
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Jaime Torres Bodet

Realidad y destino

  1. 221 páginas
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Jaime Torres Bodet

Realidad y destino

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Obra importante no sólo para conocer la trayectoria de Jaime Torres Bodet sino también los entresijos de su pensamiento y de una época en la historia de México de la cual fue protagonista. El autor, Fernando Zertuche, presenta un amplio panorama de la vida de este personaje, desde sus años de formación y el despertar de su precoz vocación literaria, su paso por la Universidad Nacional al lado de personajes como Ezequiel A. Chávez y José Vasconcelos, su carrera en el servicio exterior mexicano y como Secretario de Educación

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DISCURSOS: UNA SELECCIÓN

ADVERTENCIA
Durante su prolongada vida pública Jaime Torres Bodet redactó, mediante el género discursivo, mensajes, reflexiones, testimonios y convicciones personales. El discurso, así, se multiplicó en los años durante los cuales ocupó la titularidad de las secretarías de Educación Pública y de Relaciones Exteriores y la dirección general de la UNESCO. Como él lo confesó, esa forma de expresión se convirtió en “parte esencial” de su biografía.
Por ello, recogí una breve selección de sus discursos para complementar el recuento de acciones, valores y anhelos vitales del gran mexicano.
FERNANDO ZERTUCHE MUÑOZ
EL INSTITUTO FEDERAL DE CAPACITACIÓN DEL MAGISTERIO1
UNA DE las más nobles aspiraciones del magisterio federal encontrará, en el instituto que inauguramos, valiosa realización. Hace mucho, en efecto, que los maestros no titulados se hallaban en espera de una medida que les pusiese en condiciones de elevar el nivel de su exigua preparación y que, capacitándolos adecuadamente, les abriera los horizontes de un paulatino ascenso profesional.
Quienes han contemplado el fervor humano con que acuden esos maestros a los cursos organizados en varios centros de la República a fin de darles, aunque sea sucintamente, una oportunidad de mejoramiento, conservarán, como yo conservo, la impresión de un problema conmovedor: el de un grupo de hombres y de mujeres que se han consagrado a la enseñanza rural en los términos de una misión civilizadora pero que, poseyendo apenas –en su mayoría— un certificado de educación primaria, ven restringidas sus posibilidades pedagógicas por una limitación de la que, ciertamente, no tienen culpa.
En su ansia de completar por sí mismos su adiestramiento, muchos dedican sus horas libres a la lectura, al estudio, al aprendizaje. Mas no siempre los elementos de que disponen apresuran, como sería de ambicionarse, la satisfacción necesaria de sus deseos. Los libros a menudo resultan caros, difíciles de adquirir. En ocasiones, las ciudades se encuentran lejos de los poblados en que retiene a esos profesores el deber oficial de su actividad. Frecuentemente, su anhelo de redención tropieza con obstáculos tan enhiestos que la desesperanza cunde en los ánimos más erguidos. No es insólito, pues, que por falta de estímulos permanentes el maestro abdique, ya sea emigrando a trabajos más lucrativos, ya prosiguiendo —con rutinaria monotonía— el desempeño de unas funciones que no le brindan ni expectativas auténticas de progreso ni, siquiera, recursos espirituales para poder continuarlas con interés.
Afortunadamente, no son escasos los que logran sobreponerse a esta prueba en verdad desmoralizadora. Pero ello exige una vocación admirable de sacrificio. Y un sistema de educación nacional no debe fundarse sobre tanta miseria, sobre privaciones tan hondas y sobre la aceptación resignada de una existencia sin porvenir.
A la voz del pueblo —que demanda escuelas y más escuelas— se suma así la voz de los instructores que, para intentar con mayor eficacia las labores que les competen, piden más saber.
El gobierno ha escuchado esos dos clamores, iniciando con decisión la Campaña contra el Analfabetismo y autorizando un plan de institutos profesionales que le permita allegar, en lo sucesivo, una proporción razonable de catedráticos normalistas. Las normales rurales —que venían trabajando con un programa mínimo de tres años, como si la tarea del maestro rural fuese más sencilla que la del maestro primario urbano— irán extendiendo su ciclo a partir de 1945 hasta contar, en 1947, con los mismos seis grados que las normales establecidas en las ciudades.
Éstas, por otra parte, recibirán en breve un aliento confortador. Por lo que concierne al Distrito Federal, dos planteles —ejemplares realmente en su trazo— se hallan en curso de construcción, en los terrenos de San Jacinto. La cantidad asignada para su obra dará una idea de la importancia que les concede nuestro gobierno. Pero no deseamos concretarnos a lo que se haga en la capital. En San Luis Potosí se ha resuelto, asimismo, la edificación de una gran Normal. Y procederemos en igual forma en Oaxaca y en Guanajuato, porque aspiramos a descentralizar la preparación de los profesores y sentimos que, entre nosotros, la vida de la provincia, con su paz tan fecunda para el espíritu, tendrá que proporcionar —todavía por largo lapso— un ambiente sereno y propio, para establecimientos educativos del linaje que propugnamos.
Si afirmamos de tal manera la instrucción de las nuevas generaciones, ¿cómo íbamos a incurrir, por desistimiento, en el abandono de los millares de maestros sin título que están prestando servicios a la Federación? ¿Con qué derecho podíamos condenar al más duro estacionamiento, en la pobreza, en la duda y en la ignorancia, a esas legiones de hombres y de mujeres que han emprendido, durante lustros, la emancipación campesina llevada a cabo desde las aulas de la escuela rural?
Los maestros y las maestras no titulados podrán capacitarse, dentro de un periodo de seis años de estudios y por medio de los cursos que este instituto impartirá desde hoy por correspondencia.
La forma elegida para esos cursos no ha obedecido a un capricho, sino a una necesidad. Sabemos que nada remplaza completamente el contacto del alumno y del profesor, por la virtud esclarecedora de la presencia, del ejemplo, de la palabra. Pero no nos hallamos en aptitud ni de crear de una sola vez todos los centros que requeriría la capacitación de más de dieciocho mil maestros no titulados, ni, mucho menos, de desalojar a ese personal de los lugares en los que atiende a la enseñanza primaria de nuestro pueblo. Con sus limitaciones, inevitables, la instrucción por correspondencia vendrá a allanar las serias dificultades que confrontamos en cuanto a simultaneidad en los procedimientos, unidad en los métodos y dispersión en los educandos.
Redactadas por un cuerpo de distinguidos especialistas, las lecciones serán impresas por la Secretaría de Educación y enviadas, junto con un cuestionario preciso y claro, que los profesores-alumnos habrán de llenar en determinado plazo, a fin de que los correctores, que hemos designado en número suficiente, se percaten del desarrollo de sus estudios, rectifiquen los errores que adviertan y, mediante aclaraciones lógicas y oportunas, encaucen la continuidad del aprendizaje hasta aquel instante en que, concluida su preparación escrita, el profesor-alumno, durante los meses de vacaciones, pase a los centros orales donde completará su enseñanza y sustentará los exámenes relativos.
En ningún momento la acción que hemos proyectado supondrá gasto alguno para las personas que la aprovechen. Las lecciones se editarán por cuenta de la Secretaría y se distribuirán, con los cuestionarios, gratuitamente. Incluso los sobres en que estos últimos se devuelvan al instituto serán franqueados por el correo sin costo de ninguna naturaleza. En cambio, el Ordenamiento del 26 de diciembre de 1944 ofrece perspectivas económicas halagüeñas para quienes se acojan en sus legítimos beneficios, pues los profesores aprobados en los exámenes a que aludo recibirán, en el año siguiente a su promoción, un aumento de sueldos equivalente a la sexta parte de la diferencia que existe entre el salario inicial y el que corresponde a los profesores titulados.
Quiero detenerme aquí en un aspecto que juzgo muy importante: el de los programas que regirán la instrucción por correspondencia a cargo de este instituto. Dichos programas fueron considerados por la Comisión Revisora y Coordinadora que constituimos en abril próximo pasado. Su propósito es el de ahondar en todo lo posible en la formación humana de la cultura magisterial, avivando al mismo tiempo que el amor por la ciencia, el sentido de la belleza, el rigor ético de la conducta, el culto de la paz, de la democracia y de la justicia, y la comprensión de los imperativos sociales que son augurio y también amparo de toda actitud constructiva frente al destino.
Porque siendo el ideal del educador el de libertar, el de libertar las almas de la esclavitud lacerante de la ignorancia, y coincidiendo en el verdadero maestro, como coinciden, la paciencia del sabio, la adivinación del poeta y la energía del hombre en acción, su función emancipadora resultaría frustránea si no se concilia, en los seres que lo ejercitan, con el dominio de las pasiones el respeto de la persona y la constante y ardiente adhesión al bien.
En la hora meridional de la Grecia clásica, Sócrates demostró que la libertad no estriba exclusivamente en escapar al yugo de los tiranos; ni, siquiera, en saber vencer los obstáculos exteriores; sino en saber vencerse a sí propio y romper las cadenas que atan al individuo al egoísmo de los instintos, a las veleidades del apetito y a la vehemencia confusa de la animalidad.
A pesar de los siglos que desde entonces han transcurrido, aquellas limpias exhortaciones siguen teniendo patética validez. En el fondo, el denominador común de todas las cuestiones educativas es de carácter moral. Abrigando esa convicción, en los nuevos programas hemos tratado de robustecer convenientemente el equilibrio de aquellas asignaturas que contribuyen a suscitar, además de un ineludible proceso técnico, la conciencia histórica, ética y cívica de los profesores; de suerte que, al terminar su preparación, no lleven éstos únicamente una vaga imagen de nuestras instituciones sino una confianza democrática depurada por el examen de los asuntos fundamentales de nuestra tierra y una voluntad de equidad y servicio humano que oriente y acendre su inteligencia.
Hombres y mujeres íntegros y probos quiere el gobierno que se gradúen en los cursos de este instituto. Que, en su desenvolvimiento, no sea nunca un menguado utilitarismo límite de la ciencia, ni la ciencia escollo jamás para la virtud. Que lo que aprendan no quede superficialmente adherido a su entendimiento, sino incorporado entrañablemente a su actividad. Y que, al aprestarse a remediar las diferentes angustias que su ministerio haya de proponerles, sepan distinguir con exactitud entre la fórmula que esclaviza, porque hace de nuestro prójimo el siervo —callado y ciego— de un sistema automático irremediable, y la fórmula que redime, porque convierte el trabajo de cada quien en camino de luz, de esperanza y de libertad para todos nuestros hermanos.
EL PROBLEMA DE LA EDUCACIÓN ES EL PROBLEMA DEL HOMBRE1
¿Q oportunidad mera que esta ceremonia —en la que celebramos el Día del Maestro— para hablar de los ideales de la enseñanza en nuestro hemisferio?
El problema de la educación tiene que ser entendido como el problema del hombre, del hombre en sí. Ahora bien, cuando volvemos los ojos a los desastres de los que apenas si mutilada, turbia y maltrecha, ha conseguido salvarse nuestra cultura, tenemos que confesar, sin ambigüedades, que el problema a que me refiero, el del hombre mismo, el del hombre en su integridad, es precisamente el que más descuidaron, durante siglos, las grandes fuerzas filosóficas, políticas y sociales.
En nombre del individuo se ha desdeñado y escarnecido a los individuos, a las multitudes innumerables que sangran y que trabajan, viven y mueren sin saber por qué nacen y por qué sufren, desnutridas por la herencia de la miseria, cegadas por la ignorancia, confusas en el oprobio, errantes en la iniquidad.
Por exaltar los fueros de un ente abstracto, no pocos pensadores se olvidaron del ser concreto —que no es, por cierto, el hombre económico de los clásicos, ni el protagonista teórico de los “derechos del hombre y del ciudadano”, ni el ejemplar biológico que se estudia sobre las planchas de disección de los hospitales—, sino aquel a quien podríamos designar, recordando a Unamuno, “nada menos y nada más” que como todo el hombre. El que tomó la Bastilla, y no declamó en la tribuna de la Asamblea Legislativa. El que defendió Verdún y no recibió el bastón de mando de mariscal. El que murió en Abisinia, asesinado por los secuaces de Mussolini, y no fue sepultado solemnemente bajo las coronas de la retórica ginebrina. El que sucumbió en las plazas de Stalingrado o en las costas de Normandía o en el camino de Birmania o entre las blancas torres de Túnez, sin que su cuerpo sirviera para poblar un sepulcro más a la gloria de algún soldado desconocido…
Y, por otra parte, al conjuro de ese hombre-cifra o, mejor aún, de las masas informes en que se pierde y de las varias acciones y reacciones que determinan los movimientos de dichas masas, se ha pretendido también pasar por encima de sus derechos imprescriptibles como persona, ignorar su valor secreto, pero profundo e insobornable, y uncirlo al carro de una máquina oscura de destrucción.
Grande es, sin duda, la tragedia del mundo contemporáneo; pero lo que moralmente le da grandeza es la tragedia de cada hombre, de todo el hombre y de todos los hombres que hacen el mundo. La tragedia del labrador chino que hunde hoy, todavía, un arado inútil en la tierra minada por los obuses. La del granjero holandés, que intenta echar a andar su molino sobre la planicie inundada por el rencor de los agresores. La del obrero de Francia, de Bélgica o de Noruega que, salido de un campo alemán de concentración, vuelve a su fábrica destruida y allí, entre los escombros, busca y no escucha la voz del motor amigo, compañero de producción en la paz de antaño. Y, entre todas esas tragedias, la nuestra propia, la del indio de México, estoico, triste, que acaso no combatió en esta guerra enorme, que no estuvo tampoco preso entre las alambradas de púas de los germanos; pero a quien, por espacio de años y años, la tranquilidad y el progreso ajenos fueron despojo, pobreza, incuria, sarcasmo y ruina.
Y son esos, todos esos dolores individuales, los que hacen, en realidad, el dolor del mundo. Y ninguna de las múltiples soluciones que se proponen para aliviar el dolor del mundo sería correcta, eficaz y justa si no pudiera llevar un poco de luz de aurora y una renovación auténtica de esperanza a todos los hombres y a cada hombre, en su soledad patética y angustiosa.
Frente a esa soledad os alzáis vosotros, maestros mexicanos y americanos; sembradores tenaces de una semilla que redime cuando germina y que no germina sino abonada por el desinterés y la libertad.
¿Qué traéis para enardecer el impulso débil y para reavivar la ilusión marchita de los humildes, de los que callan, de los que dudan?
No creáis que la escuela puede cambiarlo todo de un solo golpe, por el solo ejercicio de la enseñanza —¡qué más quisiéramos!— y, sobre todo, no déis nunca por cerrado y por concluido el saber humano, que es camino abierto, continuo atisbo, experiencia eterna, y no toméis con dedos de idolatría sus conclusiones, considerando cada fortuito descubrimiento como un fetiche y tratando a los educandos como si fueran mecánicas entel...

Índice

  1. Portada
  2. Nota preliminar
  3. I. Formación y juventud (1902-1924)
  4. II. El escritor y la diplomacia (1925-1940)
  5. III. Nuevas responsabilidades (1941-1946) Secretario de Educación Pública (1943-1946)
  6. IV. El representante mexicano (1946-1958)
  7. V. Secretario de Educación Pública, segunda oportunidad (1958-1964)
  8. VI. Años finales (1965-1974)
  9. Epílogo
  10. Discursos: una selección
  11. Archivos y bibliohemerografía