Todos somos caníbales
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Todos somos caníbales

  1. 569 páginas
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Todos somos caníbales

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En Todos somos iguales frente a las tentaciones. Una antología general se incluyen muestras de las mejores incursiones en la novela, el cuento, el teatro y la crítica teatral de Federico Gamboa. Como parte de la serie Viajes al siglo XIX, continua con el objetivo de la colección: ofrecer a un público amplio una muestra representativa de la producción literaria de Federico Gamboa y servir como introducción a su variada y rica obra y a las transformaciones histórico-culturales que la hicieron posible.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071625908
Categoría
Literature

TODOS SOMOS CANÍBALES

“TODO AL REVÉS”

7 de agosto de 1989
HACE casi dos mil quinientos años, al visitar Egipto, Herodoto se asombraba frente a las costumbres opuestas a las que había podido observar en otros sitios. Los egipcios, escribe, se comportan en todo al revés de los demás pueblos. No sólo las mujeres se dedican al comercio mientras que los hombres se quedan en las casas y tejen, sino que éstos comienzan la trama por la parte inferior y no superior como en los otros países. Las mujeres orinan de pie, los hombres agachados, y no voy a proseguir con la lista.
Más cerca de nosotros en el tiempo, a finales del siglo XIX, el inglés Basil Hall Chamberlain, profesor en la Universidad de Tokio durante años, dio el título de Topsy-Turvidom, “el mundo al revés”, a un artículo de su libro en forma de diccionario, Things Japanese. Allí explicaba: “los japoneses hacen muchas cosas de forma exactamente contraria a lo que los europeos estiman natural y conveniente; a los propios japoneses, nuestras maneras les parecen igual de injustificables”. Sigue con una serie de ejemplos que hacen eco a aquellos citados por Herodoto 24 siglos antes a propósito de otro país, igual de exótico a los ojos de sus conciudadanos.
Sin duda, los ejemplos dados por Chamberlain no son igual de convincentes. La escritura japonesa no es la única en el mundo que se lee de derecha a izquierda. No sólo en Japón la dirección en la correspondencia se redacta colocando el nombre de la ciudad primero, seguido del nombre de la calle y el número y, por último, el nombre del destinatario. Las dificultades para ubicar los adornos en los vestidos de estilo europeo, que experimentaban las costureras de la era Meiji, no revelan necesariamente un rasgo del carácter nacional. Por el contrario, sí llama la atención que esas mismas costureras, para enhebrar sus agujas, empujen el ojo de la misma hacia el hilo, que queda inmóvil, en lugar de empujar el hilo dentro del ojo de la aguja; y que, para coser, empujen la tela sobre la aguja en lugar de pinchar la aguja en la tela como hacemos nosotros. En el Japón antiguo, se subía al caballo por la derecha y se hacía entrar al animal marcha atrás en la caballeriza.
El visitante extranjero siempre advierte con sorpresa que el carpintero japonés serruche haciendo un movimiento hacia sí mismo, no empujando la herramienta a nuestro modo; y que emplee del mismo modo el cepillo, también llamado cuchilla de dos mangos. En Japón, el alfarero activa el torno con el pie izquierdo, haciéndolo funcionar en el sentido de las agujas del reloj, contrariamente al alfarero europeo o chino, que lo hace con el pie derecho y, por consiguiente, en sentido inverso.
Porque estos usos no oponen únicamente a Japón con Europa: la línea de demarcación pasa entre el Japón insular y el Asia continental. Al mismo tiempo que muchos otros elementos de su cultura, Japón toma de China el serrucho que corta empujando; pero a partir del siglo XIV, ese modelo fue reemplazado por otro inventado in situ: la sierra que corta jalando. De igual modo, la garlopa que se empuja, venida de China en el siglo XVI, había cedido su lugar a modelos que se jalan. ¿Cómo explicar el carácter común de esas innovaciones?
Se podría tratar de resolver el problema caso por caso. Japón es pobre en minerales de hierro, y la sierra que se jala se conforma con un menor espesor de metal que la otra: ergo, razón económica. Pero ese argumento, ¿valdría para la garlopa? ¿Y cómo aplicarlo a las distintas formas de enhebrar una aguja y de coser que, sin embargo, proceden del mismo principio? Para encontrar una explicación particular a cada caso, habría que prestarse a un derroche de imaginación; no le encontraríamos salida.
Entonces, viene a la mente una explicación general. Si el japonés y la japonesa realizan los gestos laborales hacía sí mismos, hacia el interior y no hacia el exterior, ¿no será en razón de su predilección por la postura agachada, la cual les permite reducir el mobiliario al mínimo? Ante la ausencia de muebles de taller, el artesano sólo puede tomarse a sí mismo como punto de apoyo. La explicación parece tan simple que se ha invocado no sólo para Japón, sino también para otras regiones del mundo donde se hacían observaciones análogas.
A mediados del siglo XIX, J. G. Swan, próspero negociante de Boston que un día decidió abandonar a su familia para ir a encontrar lejos de su casa la simpleza primitiva, como hiciera Gauguin años después, señalaba que los indios de la costa noroeste de los Estados Unidos, ya muy aculturados, usaban el cuchillo únicamente cortando hacia sí mismos, “como hacemos nosotros para tallar una pluma de ganso”, y trabajaban agachados en el piso cada vez que tenían la ocasión. No se puede cuestionar que la postura de trabajo y el manejo de la herramienta estén ligados. Lo que queda por saber es si uno explica el otro —y en ese caso, ¿cuál?— o si esos dos aspectos de un mismo fenómeno tienen un origen que conviene investigar.
Una amiga japonesa, gran viajera, me contó un día que podía evaluar la contaminación del entorno de cada ciudad inspeccionando el cuello de la camisa de su marido. Me parece que ninguna occidental razonaría de ese modo: nuestras mujeres pensarían más bien que el cuello del marido está sucio. Atribuirían una causa interna a un efecto externo: su razonamiento iría de adentro hacia afuera. Mi amiga japonesa, en cambio, razona de afuera hacia adentro, ejecutando en pensamiento el mismo movimiento que, en la práctica japonesa, la costurera que enhebra una aguja y el carpintero que serrucha o aplana la madera.
Nada aclara mejor que ese ejemplo las razones comunes a los pequeños hechos sobre los cuales he llamado la atención. El pensamiento occidental es centrífugo; el de Japón, centrípeto. Eso ya se oye en el lenguaje de la cocinera, que no dice, como nosotros, “sumergir” en el aceite sino “elevar”, “levantar”, “retirar” (ageru) fuera del aceite; y, en términos más generales, en la sintaxis del idioma japonés, que construye las frases por determinaciones sucesivas, yendo de lo general a lo particular y ubicando el sujeto en último lugar. Cuando el japonés se ausenta de su casa, a menudo dirá algo así como itte mai­rimasu, “yéndome regreso”, locución donde itte, gerundio del verbo ikimasu, reduce el hecho de salir a una circunstancia en la cual se afirma la intención principal de regresar. Es cierto que, en la literatura japonesa antigua, el viaje aparece como una experiencia dolorosa, un desgarro para ese “interior”, uchi, hacia el cual uno siempre aspira a volver.
Los filósofos occidentales oponen el pensamiento del Lejano Oriente al propio, en razón de una actitud distinta en lo que atañe a la noción de sujeto. Según formas variables, el hinduismo, el taoísmo, el budismo niegan lo que para Occidente constituye una evidencia primera: la noción del yo, de la cual las mencionadas doctrinas se esmeran en demostrar su carácter ilusorio. Para ellas, cada ser no es sino un arreglo precario de fenómenos biológicos y psíquicos, sin elemento duradero alguno como sería un “yo”: mera apariencia destinada a disolverse de modo ineluctable.
Pero el pensamiento japonés, siempre original, se distingue tanto de las demás filosofías del Lejano Oriente como de la nuestra. A diferencia de las primeras, no aniquila al sujeto. A diferencia de la segunda, se niega a hacer de él el punto de partida de toda reflexión filosófica, de toda empresa de reconstrucción del mundo a través del pensamiento. Incluso se ha llegado a decir que en un idioma, como el japonés, reacio al empleo del pronombre personal, el “Pienso, luego existo” de Descartes es rigurosamente intraducible…
En lugar de hacer del sujeto una causa, como hacemos nosotros, el pensamiento japonés ve en él más bien un resultado. La filosofía occidental del sujeto es centrífuga; la de Japón, centrípeta, coloca al sujeto al final de la pista. Esta diferencia entre las actitudes mentales es la misma que hemos visto aflorar a la superficie en las formas opuestas de emplear las herramientas: como los gestos que el artesano siempre ejecuta hacia sí mismo, la sociedad japonesa hace de la conciencia de sí un término. Eso resulta de la manera en la que los grupos sociales y profesionales cada vez más restringidos se encajan unos dentro de otros. Al prejuicio de autonomía del individuo occidental responde en Japón una necesidad constante por parte del individuo de definirse en función de su o sus grupos de pertenencia, a los cuales designa con la palabra uchi; que significa no sólo “casa”, sino, en la propia casa, la habitación del fondo, por contraste con aquellas que conducen a ella o la rodean.
Ese centro hacia el cual se tiende y al cual se aspira, no puede brindarlo la realidad segunda y derivada que el pensamiento japonés concede al yo. En el seno de un sistema social y moral concebido de semejante forma, no existe un orden absoluto, tal como podía asegurar en China el culto organizado de los antepasados y el ejercicio de la piedad filial. En Japón, los viejos pierden toda autoridad y ya no cuentan cuando dejan de ser jefes de familia. También en ese ámbito, lo relativo predomina sobre lo absoluto: familia y sociedad operan un perpetuo reajuste. A esa profunda tendencia se puede atribuir la desconfianza con respecto a la teoría (tatemae) y la primacía dada a la práctica (honne).
Pero si la vida japonesa está dominada por el sentido de lo relativo y de la no permanencia, ¿no implica eso que cierto absoluto deba encontrar un lugar en la periferia de la conciencia individual, dándole a ésta un armazón ausente al interior de ella misma? Acaso de ahí venga el rol que desempeña en la historia del Japón moderno el dogma del origen divino del poder imperial, la creencia en la pureza racial, la afirmación de una especificidad de la cultura japonesa en relación con las demás naciones. Todo sistema, para ser viable, necesita cierta rigidez que puede ser interna o externa a los elementos que la componen. ¿Acaso Japón no debe en parte a esa rigidez externa, tan desconcertante para los occidentales porque invierte la forma en que conciben la relación entre el individuo y su entorno, el hecho de haber podido superar las pruebas que padeció en el transcurso de los siglos XIX y XX y de haber encontrado, en la flexibilidad preservada en el interior de las conciencias individuales, un medio para los éxitos que recoge hoy en día?

¿ACASO NO EXISTE UN ÚNICO
TIPO DE DESARROLLO?

13 y 14 de noviembre de 1990
DURANTE muchos años nos hemos preguntado cómo una pequeña agricultura familiar y dispersa, como la que practican los actuales campesinos mayas, habría podido alimentar, en tiempos precolombinos, a los cientos o miles de trabajadores que hubo que reunir en el lugar para construir los gigantescos monumentos de México y Centroamérica. El problema se ha agudizado aún más desde que el desarrollo de las excavaciones arqueológicas nos ha enseñado que los asentamientos mayas no se reducían a residencias reales o a centros religiosos. Eran auténticas ciudades que se extendían sobre varios kilómetros cuadrados y contaban con decenas de miles de habitantes: señores, aristócratas, funcionarios, sirvientes, artesanos… ¿de dónde provenía su subsistencia?
Desde hace unos 20 años, la fotografía aérea comienza a aportarnos respuestas. En la región maya y en varias regiones de Sudamérica, que se creía que habían sido ocupadas por sociedades muy rústicas, las imágenes tomadas desde aviones revelan los vestigios de sistemas agrícolas de una asombrosa complejidad. Uno de ellos, en Colombia, abarcaba 200 000 hectáreas de tierras inundables. Entre el comienzo de la era cristiana y el siglo VII, se excavaron allí miles de canales de drenaje, entre los cuales se cultivaba la tierra en taludes elevados por el hombre, de varios cientos de metros de largo, irrigados de manera permanente y preservados de las inundaciones. Esa agricultura intensiva a base de tubérculos, asociada a la pesca en los canales, podía alimentar a más de 1 000 habitantes por kilómetro cuadrado.
En la frontera entre Perú y Bolivia, a orillas del lago Titicaca, recientemente se han descubierto acondicionamientos análogos que se extienden sobre más de 80 000 hectáreas, los cuales estuvieron en uso desde el primer milenio antes de nuestra era hasta el siglo V. A raíz de la sequía y los largos periodos de helada debidos a la altitud —cerca de 4 000 metros por encima del nivel del mar—, hoy en día...

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  1. PORTADA
  2. ÍNDICE
  3. PRÓLOGO
  4. EL SUPLICIO DE PAPÁ NOEL 1952
  5. TODOS SOMOS CANÍBALES