Filosofía de las formas simbólicas, II
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Filosofía de las formas simbólicas, II

El pensamiento mítico

  1. 324 páginas
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Filosofía de las formas simbólicas, II

El pensamiento mítico

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Segunda parte de la obra cumbre de Ernst Cassirer, el presente volumen emprende la crítica de la conciencia mítica, paso esencial de lo que ya Kant llamaba "revolución copernicana" en el más amplio contexto.

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Información

Año
2017
ISBN
9786071637505

Cuarta parte

La dialéctica de la conciencia mítica

LAS CONSIDERACIONES hechas hasta aquí, de acuerdo con la tarea general que se propone la filosofía de las formas simbólicas, han tratado de presentar al mito como una energía unitaria del espíritu; como una forma de concepción que se afirma en toda la diversidad del material objetivo de las representaciones. Desde este punto de vista hemos tratado de descubrir las categorías fundamentales del pensamiento mitológico, no como si se tratara de esquemas del espíritu regidos y establecidos de una vez por todas, sino en el sentido de que hemos tratado de reconocer en ellas determinadas direcciones originarias de conformación. Tras la incalculable multiplicidad de configuraciones mitológicas, tuvo que ponerse de manifiesto de ese modo una forma unitaria de creación y la ley según la cual opera esa fuerza. Pero el mito no sería una forma verdaderamente espiritual si esta unidad suya sólo significara una simplicidad exenta de contradicción. El desenvolvimiento de su forma fundamental y su expresión en motivos y configuraciones siempre nuevos se lleva a cabo no a modo de un simple proceso natural, no a modo del apacible crecimiento de un embrión preexistente y preconfigurado que sólo necesitara determinadas condiciones exteriores para desprenderse y manifestarse claramente. Las distintas etapas de su desarrollo no se suceden de manera simple, sino que más bien se contraponen, frecuentemente en aguda antítesis. El progreso consiste no sólo en seguir desenvolviendo y completando ciertos rasgos básicos, ciertas peculiaridades de etapas anteriores, sino en negarlas y anularlas por completo. Y esta dialéctica puede mostrarse no solamente en la transformación de los contenidos de la conciencia mitológica, sino que también domina su “forma interna”. La dialéctica también alcanza a la función de la configuración mitológica en cuanto tal, transformándola desde dentro. Esta función sólo puede operar creando progresivamente nuevas formas, como expresiones objetivas del universo interior y exterior, tal como éste se aparece a la mirada del mito. Pero al avanzar por este camino llega a un punto de viraje en el cual la ley que la rige se convierte en problema. A primera vista esto parece francamente extraño, pues no se suele creer que la “ingenuidad” de la conciencia mitológica sea capaz de semejante análisis. De hecho, aquí no se trata de un acto de reflexión teórica consciente en el cual el mito se aprehenda a sí mismo y se ocupe de sus propios fundamentos y presupuestos. Lo decisivo más bien reside en que aún en esta inversión el mito permanece dentro de sí mismo. No sale simplemente de su esfera ni cae en un “principio” completamente distinto, pero al satisfacer con calma su propia esfera es evidente que tiene que llegar a romperla. Esta satisfacción, que al mismo tiempo es superación, resulta de la actitud que el mito adopta frente a su propio mundo de imágenes. No puede menos que revelarse y manifestarse en ese mundo, pero a medida que progresa, esta manifestación misma empieza a ser para él mismo algo “exterior” que no se adecua completamente a su verdadera voluntad de expresión. He aquí la razón de un conflicto que gradualmente se va agudizando y que, al escindirse en sí misma la conciencia mitológica, en esta misma escisión revela con certeza la razón última y la profundidad del mito.
La filosofía positivista de la historia y de la cultura, en particular tal como fue fundada por Comte, supone que hay un proceso gradual de evolución espiritual por el que la humanidad se va elevando paulatinamente desde las fases “primitivas” de la conciencia hasta el conocimiento teorético y, por tanto, hasta la completa dominación espiritual de la realidad. Desde las ficciones, fantasmas y creencias que llenan y caracterizan a esas fases, el camino conduce cada vez más definidamenie hacia la concepción científica de la realidad, considerada como una realidad de puros “hechos”. Aquí debe perderse cualquier ingrediente meramente subjetivo del espíritu; aquí el hombre se enfrenta a la realidad misma, la cual se le da como lo que es, mientras que antes él la veía sólo a través del velo engañoso de los propios sentimientos y deseos, imágenes y representaciones. Según Comte, ese progreso se lleva a cabo esencialmente a través de tres procesos: el “teológico”, el “metafísico” y el “positivo”. En el primero, los deseos y representaciones subjetivos del hombre son transformados por éste en demonios y seres divinos; en el segundo, son transformados en conceptos abstractos; finalmente, en la última fase se impone la clara separación de lo “interno” y lo “externo”, y la delimitación de la experiencia interior y exterior en los hechos dados. Aquí la conciencia mítico-religiosa es reprimida y superada gradualmente por un poder ajeno y exterior a ella. De acuerdo con el esquema positivista, una vez que se ha alcanzado el nivel superior se puede prescindir del nivel inferior, cuyo contenido puede y tiene que extinguirse. Es sabido que Comte mismo no extrajo esta consecuencia sino que, por el contrario, su filosofía no sólo desemboca en un sistema de ciencia positiva, sino también en una religión positivista, en un culto positivista. Pero este tardío reconocimiento por el que luchan aquí la religión y el culto no constituye sólo un rasgo significativo y característico de la propia evolución espiritual de Comte, sino que en él se expresa indirectamente la admisión de una deficiencia material de la construcción positivista de la historia. El esquema de los tres estadios, la ley comtiana de los trois états, no admite una apreciación puramente inmanente del rendimiento de la conciencia mítico-religiosa. Aquí el fin al que tiende debe ser buscado fuera de sí misma, en algo por principio distinto. Pero con ello no se capta la auténtica naturaleza ni la movilidad puramente interna del espíritu mítico-religioso. Antes bien, ésta se pone verdaderamente de manifiesto cuando se evidencia que lo mítico y lo religioso poseen en sí mismos un “origen de movimiento” propio, cuando se evidencia que desde sus primeros pasos hasta sus más elevados productos están determinados por fuerzas propulsoras propias y están alimentados por sus propias fuentes. Aun ahí donde ha ido más allá de estos primeros pasos, no se desliga absolutamente de su suelo natal espiritual. Sus afirmaciones no se convierten súbita y directamente en negaciones; por el contrario, puede mostrarse que ya dentro de sí misma, cada paso que da lleva un doble signo. La continua construcción del mundo mitológico de imágenes trae aparejado un esfuerzo por sobrepasarlo, pero de modo tal que tanto la afirmación como la negación pertenecen a la forma de la conciencia mítico-religiosa y en ella se funden en un solo acto indivisible. Considerado más de cerca, el proceso de anulación aparece como un proceso de autoafirmación, así como también el último sólo puede efectuarse en virtud del primero; ambos coadyuvan para engendrar la verdadera esencia y el verdadero contenido de la forma mítico-religiosa.
En la evolución de las formas lingüísticas hemos distinguido tres estadios que denominamos estadios de la expresión mímica, analógica y simbólica, respectivamente. Encontramos que el primer estadio está caracterizado porque todavía no existe ninguna verdadera tensión entre el “signo” lingüístico y el contenido intuitivo al cual se refiere, sino que ambos se confunden y se empeñan mutuamente por coincidir entre sí. El signo, como signo mítico, trata de reproducir en su forma el contenido, como retratándolo y absorbiéndolo. Sólo gradualmente va apareciendo aquí un alejamiento, una diferenciación creciente; y a través de ella se alcanza el fenómeno básico que caracteriza al lenguaje: la separación de sonido y significado.1 Sólo cuando esta separación se ha llevado a cabo, se ha constituido la esfera del “sentido” lingüístico en cuanto tal. En sus comienzos la palabra pertenece todavía a la mera esfera de la existencia; en ella no se aprehende su significación, sino un ser y una fuerza sustanciales. La palabra no apunta a un contenido material, sino que se coloca en su lugar; se convierte en una especie de causa (Ur-Sache: cosa originaria), en un poder que interviene en el acaecer empírico y su encadenamiento causal.2 Es necesario apartarse de esta primera visión si se quiere penetrar en la función simbólica y, consiguientemente, en la pura identidad de la palabra. Y lo que es válido respecto del signo hablado es válido en el mismo sentido respecto del signo escrito. Tampoco el signo de la...

Índice

  1. Prefacio
  2. Introducción. El problema de una “filosofía de la mitología”
  3. Primera parte. EL MITO COMO FORMA DE PENSAMIENTO
  4. Segunda parte. EL MITO COMO FORMA DE INTUICIÓN. ESTRUCTURA Y DISPOSICIÓN DEL MUNDO ESPACIO-TEMPORAL EN LA CONCIENCIA MITOLÓGICA
  5. Tercera parte. EL MITO COMO FORMA DE VIDA. DESCUBRIMIENTO Y DETERMINACIÓN DE LA REALIDAD SUBJETIVA DE LA CONCIENCIA MITOLÓGICA
  6. Cuarta parte. LA DIALÉCTICA DE LA CONCIENCIA