Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen
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Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen

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Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen

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Tomás Segovia indaga los rastros de la poesía viviente de Gilberto Owen en su correspondencia privada y en su pasado tan poco conocido. Pero, más que apresar la obra del poeta que "vuela de entre las manos al primer intento", estos ensayos son a la vez testimonio erudito y creación de un escritor que constantemente vuelve a sus fuentes preferidas.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071631831
Categoría
Letteratura
Categoría
Saggi letterari
NUESTRO “CONTEMPORÁNEO” GILBERTO OWEN*
DE TODOS LOS POETAS MEXICANOS de su generación, Gilberto Owen es probablemente uno de los menos conocidos, tanto en su país como en otros. Y sin embargo me atrevería a decir que su influencia, aunque poco extendida, puede compararse en profundidad con la de los más citados entre los de su grupo; su obra, en todo caso, aunque no parece suscitar suficientemente la curiosidad de la crítica, es tratada en general con gran respeto. Esta situación se debe sin duda, en parte, a las circunstancias exteriores y fortuitas que rodearon sus escritos. Una particular mala suerte, que no es éste el momento de detallar, parece haber perseguido siempre sus ediciones, y casi puede decirse que el único verdadero libro suyo es la recopilación que él mismo no pudo terminar en vida y que fue publicada por la Universidad de México en 1953, al cuidado de Josefina Procopio y con prólogo de Alí Chumacero. Casi todo lo que puede saberse de su vida es lo que se encuentra en ese breve prólogo y en algunos escasos pasajes epistolares reproducidos en el mismo volumen. Lo demás habría que buscarlo en su poesía. Y casi podría decirse que lo demás es poesía, porque la trasmutación poética de la materia biográfica es precisamente, me parece, lo más profundo que hay en la obra de Gilberto Owen. Pero no quiero insistir ahora sobre este punto, porque tendremos que volver sobre ello.
De momento habrá que situar un poco a Owen en su marco literario. Él mismo ha contado, en las páginas que consagró a evocar a Jorge Cuesta, los primeros encuentros de aquellos casi adolescentes que pronto debían reunirse alrededor de una importante revista: Contemporáneos, cuyo título serviría más tarde para designar a toda la generación: Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Jorge Cuesta, el mismo Owen, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, etcétera.
La importancia y la significación del grupo de Contemporáneos no han sido todavía suficientemente estudiadas, a pesar de que se lo encuentra mencionado por todas partes. Es claro que, en toda la historia de la poesía mexicana, ningún otro grupo ha dejado una huella más profunda. Esa huella es nítidamente visible en todos los poetas importantes e incluso secundarios que los sucedieron en su país. Fueron los Contemporáneos —que por eso siguen mereciendo el nombre que nadie les ha disputado todavía— los que llevaron verdaderamente a término, para la poesía mexicana, lo que Octavio Paz decía de Rubén Darío para la poesía latinoamericana en general: hacer de los latinoamericanos los contemporáneos de todos los hombres. El rigor y la curiosidad de ese grupo fueron ejemplares. Y sin embargo, o por ello mismo, no han cesado de ser combatidos desde sus comienzos y aun hasta hoy. Porque es cierto que puede sentirse cierto malestar de ver a esos jóvenes consagrados a su pasión intelectual en los momentos en que la Revolución reciente alimentaba una ola de nacionalismo, enfermedad infantil del Tercer Mundo, pero congénita de toda demagogia, que lo inundaba todo alrededor de ellos. Cuando se piensa, por ejemplo, que esos poetas son contemporáneos exactos de los pintores de la Revolución mexicana, de lo que se ha llamado la escuela muralista de México (Rivera, Orozco, Siqueiros), se tiene la impresión de una fisura bastante inexplicable. Y sin embargo ellos permanecieron fieles a su actitud. Que los ecos de las últimas luchas revolucionarias todavía audibles durante su adolescencia, lo mismo que más tarde el profundo estremecimiento de la guerra mundial y sobre todo la guerra de España que fue su preludio y los tocó de más cerca; que todo esto interesó vitalmente la situación y el pensamiento de cada uno de esos poetas, no hay de ello la menor duda. Pero en su obra artística no dejaban traslucir nada de esto, por lo menos exteriormente.
Para esta actitud, contaban con un precursor. El maestro que habían escogido, Ramón López Velarde, suscita ya para la crítica este mismo malestar, y acaso de manera más acusada aún, porque él, que asistió a todas las convulsiones de la Revolución, dio todavía menos explicaciones sobre su actitud que la generación siguiente. Pero el problema no es nada sencillo, puesto que, contrariamente a lo que la lógica nos haría tal vez suponer, fue esa poesía la que a la postre se reconoció como expresión del México nuevo nacido de la Revolución. La importancia de esa obra, como también de ese problema, me autorizan, creo, a extenderme un poco sobre el caso de López Velarde.
De La sangre devota (1913) a Zozobra (1919), y de éste a El son del corazón (póstumo, 1932), no hay en la obra de López Velarde ninguna solución de continuidad, ningún “progreso” tampoco, por lo menos en el sentido mecánico, sino únicamente diferencias de grado, una lenta y continua condensación, una evolución casi secreta y difícil de captar. Ahí se expresa sin duda una característica bastante esencial de esa poesía: la humildad de la que López Velarde supo hacer una grandeza, porque esa humildad era la de la aceptación de un destino, y no sólo personal. Una vez reconocido este destino, no queda más que la fidelidad, tan desnuda, tan restringida como sea posible. Que ese destino aparentemente personal, circunstancial y hasta marginal se insertaba sin embargo en una significación profunda que rebasaba la vida personal del poeta, la influencia de su obra en las generaciones siguientes y la fidelidad que todo un pueblo no le ha desmentido nunca lo prueban de sobra. Porque López Velarde ofrece la imagen más bien infrecuente de un gran innovador, a la cabeza de las tendencias más osadas de su tiempo y su medio, maestro y precursor de los futuros poetas —y que es al mismo tiempo el más conocido, el más leído, el más querido de su país, casi su poeta nacional—.
Pero no por ello es esta significación menos compleja, incluso ambigua, y los críticos no han dejado de polemizar a propósito de la interpretación que conviene hacer de ella. Tanto más cuanto que la cronología establece inevitablemente el nexo de esta poesía con un acontecimiento tan señalado y lleno de sentido como la Revolución mexicana de 1910. Éste es en efecto el año en que López Velarde tiene listo para la imprenta su primer libro, que no podrá salir al público, en una versión enriquecida entre tanto, sino en 1913. Lo que complica la cuestión es que esos hechos históricos que trastornaron profundamente el país y cambiaron hasta en sus detalles cotidianos la vida de cada mexicano, no parecen haber dejado en esa obra, por lo menos a una primera lectura, sino huellas dispersas y bastante borrosas. Y sin embargo, para muchos críticos, como también probablemente para la conciencia implícita de ese público que desde entonces se ha reconocido en ella cada vez más, es sin duda esa poesía la que expresa esa profunda renovación, no en el sentido de que sea su producto o que manifieste sus principios o su ideología, menos aún porque tome como temas sus acontecimientos exteriores, sino porque es la única que corresponde, en otro plano, a los impulsos hacia un porvenir nacional y al sentimiento de una particularidad válida que la Revolución expresaba en otro terreno por medio de gestos políticos y guerreros; la única también, preciso es decirlo, que es digna de ella.
Pero si esta correspondencia no es pues, a fin de cuentas, absurda, puede sin embargo parecer curiosa. Porque es por su ambigüedad misma, por la reserva que se obstinó en mantener con relación al remolino histórico que arrasaba con todo a su alrededor, por lo que López Velarde logró a la postre, sin haberlo buscado, encarnar el “alma” de ese pueblo nuevo mucho mejor que los que se esforzaban en captarla y traducirla, tal vez un poco guiarla también. En medio del estrépito revolucionario, en esa ciudad de México que servía de escenario a asesinatos y matanzas constantes, presa sucesiva de los Pancho Villa, de los Zapata, de tantos generales verdaderos o improvisados, López Velarde escoge la poesía más íntima y susurrante que pueda darse. ¿Cómo es posible entonces que ese pueblo que en aquel momento se enfrentaba a la muerte, o por lo menos la clase que precisamente encabezaba la batalla y que debería resultar victoriosa, no se haya sentido traicionada por “su” poeta? Comprobemos simplemente el hecho, y subrayemos tal vez cómo, bajo una apariencia tranquila, la complejidad del que Anderson Imbert ha llamado “el más mexicano de los poetas de su generación” parece ser, si no el reflejo, por lo menos la respuesta más precisa a la complejidad de su país.
Católico y tradicionalista, pero a la vez amigo de los intelectuales revolucionarios, simpatizante de la Revolución misma y defensor intrépido de las más avanzadas corrientes poéticas; cantor emocionado de la provincia, pero profundamente sensible a las inquietantes tentaciones de la ciudad; pecador de conmovedores arrepentimientos, pero capaz también de rebelarse y de escandalizar al público afirmando orgullosamente que se niega a tener hijos; siempre desgarrado entre impulsos de pureza y una sensualidad ingobernable, y no obstante decidido a no renunciar nunca a ese desgarramiento, sino a contagiar cada vez más su religiosidad de erotismo y su erotismo de religiosidad, ese poeta que ha logrado el doble milagro no sólo de terminar su obra con un poema “patriótico” absolutamente “íntimo” (La suave patria), sino de obligar al país entero a reconocerse en ese himno irónico y esa epopeya tierna, ese poeta no es fácil de explicar y clasificar.
Ese prodigio de conseguir una poesía completamente individual en la que nadie deja de reconocerse se hace posible, evidentemente, gracias a la maestría de un gran artista. La osadía de su lenguaje, que concibió sin duda leyendo a Leopoldo Lugones, siempre al borde del amaneramiento, pero escapando de él una y otra vez gracias a un instinto más seguro que el de su modelo, no está nunca en pugna con la suave humildad voluntaria de sus temas, con la cálida autenticidad de sus confesiones. El arte del adjetivo es aquí de una sutileza inigualada, y todo un poema anodino puede de pronto vibrar con una de esas sobrecogedoras aleaciones de palabras, como por ejemplo esas amables “Memorias del circo” que desembocan bruscamente en lo desconocido por los tres puntos suspensivos que prolongan “la viuda / oscilación del trapecio…” Es también ese arte a la vez inesperado y preciso el que ha fijado en la memoria de tantos mexicanos los versos que describen “la estela de violetas en los hombros del alba, / el cíngulomorado de los atardeceres, / los astros, y el perímetro jovial de las mujeres”. “Prolóngase tu doncellez —dice en otro lugar— como una vacua intriga de ajedrez”, y la justeza de la analogía rescata inmediatamente el riesgo de excesiva afectación en la dicción.
La sencillez de la provincia, el melancólico pudor de sus señoritas, la “humilde pequeñez” del “corazón leal”, cuya “íntima tristeza reaccionaria” hace de él en otro poema un “corazón retrógrado” y “oscurantista”, se sazonan así con un sabor inolvidable por medio de esas sabias modulaciones y esas hábiles sorpresas.
Y al lado de éstos, temas mucho más complejos e inquietantes, tales como el erotismo dramático que, bordeando siempre el sacrilegio e incluso lo macabro, logra salvar el escollo sin perjuicio, como hipnotizado por su gran sed de pureza: “Antes de que tus labios mueran, para mi duelo, / dámelos en el crítico umbral del cementerio / como perfume y pan y veneno y cauterio”. “Mi corazón, leal, se amerita en la sombra. / Placer, amor, dolor… todo le es ultraje / y estimula su cruel carrera logarítmica, / sus ávidas mareas y su eterno oleaje”.
La situación del grupo de Contemporáneos parece bastante similar a la de este poeta que consideraban como su maestro. Cada vez resulta más evidente, lo mismo que sucedió con López Velarde, que de toda su época, son ellos los más cercanos a nosotros. En efecto, la acusación de haber vuelto la espalda a su país y a su historia, que todavía hoy se les hace de vez en cuando, es un juicio apresurado y superficial. Está claro que ellos tuvieron éxito en la medida en que tal cosa era posible, en su tentativa de hacer de la poesía mexicana una poesía contemporánea de la poesía mundial. Con ello, responden exactamente, en la poesía, a la empresa política e histórica de la Revolución mexicana, que, por supuesto, no fue nunca una empresa racial y sólo un instante se confundió con una revolución campesina y obrera, puesto que pronto se reveló, históricamente, como una revolución burguesa e industrial. No es el momento de discutir el sentido extremadamente complejo de la Revolución mexicana. Tampoco quiero decir, naturalmente, que la búsqueda intelectual del grupo de Contemporáneos se confunda con la ideología, incluso inconsciente, de esa revolución. Quiero únicamente subrayar que las cosas no son tan simples, y que en todo caso hay la misma chatura en identificar a estos poetas con los enemigos de la Revolución. Los paralelismos de este género son siempre bastante aventurados, y más nos valdrá tratar de comprender un poco el sentido que el pensamiento de esos poetas puede tener en el terreno donde se ejerció. Volveremos sobre eso dentro de un momento, pero sólo después de haber esbozado algunos de los rasgos característicos del grupo, y haber examinado también un poco la obra de Gilberto Owen.
Los poetas del grupo dijeron todos más tarde, en la época de su madurez, que en el fondo lo único que los había unido era su deseo de renovación y su gran curiosidad intelectual. Era normal: cada uno, en ese momento, estaba absorbido en proyectos particulares que no le parecía reconocer en ninguna otra parte, y después de todo por eso es por lo que se hacen poemas. Era normal y era cierto, pero al mismo tiempo, los que miran desde lejos y en conjunto su evolución no dejan nunca de encontrar impresionante la similitud de sus diferentes evoluciones. Lo cual tiene también un lado cómodo para el examen, ya que esta similitud de fondo permite destacar las diferencias a modo de modulaciones musicales que resultan entonces llenas de sentido.
Así, los comienzos de la mayoría de ellos presentan rasgos comunes bastante visibles. Ese periodo se sitúa alrededor de 1925. Nutridos de la poesía de López Velarde —muerto en 1921—, que les había dado el gusto de la libertad, de la audacia expresiva, de la paciencia y de la curiosidad, descubren al mismo tiempo, aisladamente o a través de los intercambios de la amistad, los movimientos de vanguardia, entre los cuales, en Latinoamérica, me parece que hay que destacar siempre de manera muy especial a Vicente Huidobro. Apenas vale la pena insistir sobre los rasgos comunes, ya bastante estudiados, de este movimiento general, que presenta una unidad notable en toda la América de habla española: el amor al juego, la crítica de las tradiciones, el irrespeto por los valores establecidos, la alegre agilidad del tono, el prosaísmo, la búsqueda de lo imprevisto, etc. Tampoco es nuevo señalar que, en el marco hispanoamericano, la literatura mexicana de esa época se distingue por cierta retención y por esa continuidad dentro del cambio que ha señalado Anderson Imbert, y que hace por ejemplo que el movimiento llamado “estridentista” no llegara nunca a prender profundamente en esa literatura.
Ésta es la época de las Canciones para cantar en las barcas, de José Gorostiza; de los Colores en el mar y los Seis, siete poemas, de Pellicer; de los Reflejos, de Villaurrutia; de los XX poemas, de Novo; del Biombo, de Torres Bodet. Por esas mismas fechas, Owen, el más joven del grupo, escribe Desvelo (1926). Ya en este momento se podrían señalar algunas características que distinguen a Owen de sus compañeros y que adquirirán más tarde pleno significado. Por ejemplo: Jorge Cuesta había aconsejado, contra el “hispanismo” de Juan Ramón Jiménez, leer a Gide y a Valéry. Aunque esta reacción contra Juan Ramón Jiménez es sin duda uno de los rasgos dinámicos comunes de todo el grupo de Contemporáneos, me parece que en esta primera época todos sus miembros sufren la influencia del poeta español de una manera mucho más profunda de lo que suele decirse. Y entre ellos, es sin duda Owen el que más decididamente lo adopta y más lejos lleva sus consecuencias. No sabemos si la amonestación de Cuesta indujo a Owen a renegar de esa influencia; sabemos por lo menos que la respetó y la meditó, y que en ese momento no estaba muy bien visto hablar de Juan Ramón Jiménez. Yo me atrevería a decir sin embargo que esa amonestación era injusta. Porque Owen no toma de Juan R...

Índice

  1. Cover
  2. Nuestro “contemporáneo” Gilbero Owen
  3. Gilberto Owen o el rescate (1974)
  4. Owen, el símbolo y el mito (1981)
  5. Cartas a Clementina Otero
  6. Índice