El ministerio de curación
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El ministerio de curación

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El ministerio de curación

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Información del libro

Nuestro mundo está enfermo, y doquiera moran los hijos de los hombres abunda el dolor y se busca alivio. Por esta razón, la autora puso al alcance de todo padre y toda madre inteligentes, de todo hombre y toda mujer, del lego y del profesional, un rico acopio de informaciones sobre la vida y sus leyes, sobre la salud y sus requisitos, sobre la enfermedad y sus remedios, sobre los males del alma y el bálsamo curativo del Cielo. Escrito en lenguaje claro, este libro nos revelará las leyes que rigen el alma y el cuerpo, y nos presentará un camino mejor, una vida más sencilla, más dulce, más llena de gozo y alegría ahora y aquí, en la Tierra.

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Información

Año
2020
ISBN
9789877982329
Categoría
Religión

1

Nuestro Ejemplo

Nuestro señor Jesucristo vino a este mundo como el siervo infatigable de las necesidades del hombre. “Él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias” (Mat. 8:17), para atender toda necesidad de la humanidad. Vino para quitar la carga de enfermedad, miseria y pecado. Era su misión ofrecer a los hombres completa restauración; vino para darles salud, paz y perfección de carácter.
Variadas eran las circunstancias y necesidades de los que suplicaban su ayuda, y ninguno de los que a él acudían quedaba sin ser socorrido. De él fluía un caudal de poder curativo que sanaba de cuerpo, mente y alma a los hombres.
La obra del Salvador no se limitaba a tiempo ni lugar determinado. Su compasión no conocía límites. En tan grande escala realizaba su obra de curación y enseñanza, que no había en Palestina edificio bastante grande para dar cabida a las muchedumbres que acudían a él. Su hospital se encontraba en los verdes collados de Galilea, en los caminos reales, junto a la ribera del lago, en las sinagogas y doquiera podían llevarle enfermos. En toda ciudad, villa y aldea por donde pasaba ponía sus manos sobre los afligidos y los sanaba. Doquiera hubiese corazones dispuestos a recibir su mensaje, los consolaba con la seguridad de que su Padre celestial los amaba. Todo el día servía a los que acudían a él; y al anochecer atendía a los que habían tenido que trabajar penosamente durante el día para ganar el escaso sustento de sus familias.
Jesús cargaba con el tremendo peso de la responsabilidad por la salvación de los hombres. Sabía que sin un cambio decisivo en los principios y propósitos de la raza humana, todo se perdería. Esto acongojaba su alma, y nadie podía darse cuenta del peso que lo abrumaba. En su niñez, juventud y adultez anduvo solo. No obstante, estar con él era estar en el cielo. Día tras día sufría pruebas y tentaciones; día tras día estaba en contacto con el mal y notaba el poder que éste ejercía sobre quienes él procuraba bendecir y salvar. Pero con todo, no flaqueaba ni se desalentaba.
En todas las cosas sujetaba sus deseos estrictamente a su misión. Glorificaba su vida haciendo todo en subordinación a la voluntad de su Padre. Cuando, en su juventud, su madre, al encontrarlo en la escuela de los rabinos, le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?”, su respuesta es la nota fundamental de la obra de su vida: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Luc. 2:48, 49).
Su vida era una continua abnegación. No tuvo hogar en este mundo, excepto cuando la bondad de sus amigos proveía a sus necesidades de sencillo caminante. Llevó en favor de nosotros la vida de los más pobres, y anduvo y trabajó entre los menesterosos y sufrientes. Entraba y salía entre aquellos por quienes tanto hiciera sin que lo reconocieran ni lo honraran.
Siempre se lo veía paciente y alegre, y los afligidos lo aclamaban como mensajero de vida y paz. Veía las necesidades de hombres y mujeres, niños y jóvenes, y a todos invitaba diciéndoles: “Venid a mí” (Mat. 11:28).
En el curso de su ministerio Jesús dedicó más tiempo a la curación de los enfermos que a la predicación. Sus milagros atestiguaban la verdad de sus palabras: que no había venido a destruir sino a salvar. Doquiera iba, las nuevas de su misericordia lo precedían. Donde había pasado se alegraban en plena salud los que habían sido objeto de su compasión y usaban sus facultades recuperadas. Las muchedumbres los rodeaban para oírlos hablar de las obras que había hecho el Señor. Su voz era para muchos el primer sonido que oyeran, su nombre la primera palabra que jamás pronunciaran, su rostro el primero que jamás contemplaran. ¿Cómo no habrían de amar a Jesús y darle gloria? Cuando pasaba por pueblos y ciudades era como una corriente vital que esparcía vida y gozo.
“¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí,
camino del mar, al otro lado del Jordán,
Galilea de los gentiles!
El pueblo que habitaba en tinieblas vio gran luz,
y a los que habitaban en región de sombra de muerte,
luz les resplandeció” (Mat. 4:15, 16).
El Salvador aprovechaba cada curación que hacía para implantar principios divinos en la mente y el alma. Tal era el propósito de su obra. Prodigaba bendiciones terrenales para poder inclinar el corazón de los hombres para recibir el evangelio de su gracia.
Cristo hubiera podido ocupar el más alto puesto entre los maestros de la nación judaica, pero prefirió llevar el evangelio a los pobres. Iba de lugar en lugar, para que los que se encontraban en los caminos reales y en los atajos oyeran las palabras de verdad. A orillas del mar, en las laderas de los montes, en las calles de la ciudad y en la sinagoga se oía su voz explicando las Escrituras. Muchas veces enseñaba en el atrio exterior del templo para que los gentiles oyeran sus palabras.
Las explicaciones que de las Escrituras daban los escribas y fariseos discrepaban tanto de las de Cristo que llamaba la atención de la gente. Los rabinos hacían hincapié en la tradición, en teorías y especulaciones humanas. Muchas veces, en lugar de la Escritura misma, daban lo que los hombres habían enseñado y escrito acerca de ella. El tema de lo que enseñaba Cristo era la Palabra de Dios. A quienes lo cuestionaban los enfrentaba con un sencillo “Escrito está”, “¿Qué dice la Escritura?” o “¿Cómo lees?” Cada vez que un amigo o un enemigo manifestaba interés, Cristo le presentaba la Palabra. Proclamaba con claridad y potencia el mensaje del evangelio. Sus palabras derramaban raudales de luz sobre las enseñanzas de patriarcas y profetas, y así las Escrituras llegaban a los hombres como una revelación nueva. Nunca hasta entonces habían percibido sus oyentes tanta profundidad de significado en la Palabra de Dios.
Jamás hubo evangelista como Cristo. Él era la Majestad del cielo; pero se humilló hasta tomar nuestra naturaleza para ponerse al nivel de los hombres. A todos, ricos y pobres, libres y esclavos, ofrecía Cristo, el Mensajero del pacto, las nuevas de la salvación. Su fama de Sanador incomparable cundía por toda Palestina. Con el fin de pedirle auxilio, los enfermos acudían a los sitios por donde iba a pasar. Allí también acudían muchos que anhelaban oír sus palabras y sentir el toque de su mano. Así iba el Rey de gloria, en el humilde ropaje de la humanidad, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, predicando el evangelio y sanando a los enfermos.
Asistía a las grandes fiestas de la nación, y a la multitud absorta en las ceremonias externas hablaba de las cosas del cielo y ponía la eternidad a su alcance. A todos les traía tesoros sacados del depósito de la sabiduría. Les hablaba en un lenguaje tan sencillo que no podían dejar de entenderlo. Valiéndose de propios métodos peculiares aliviaba a los tristes y afligidos. Con gracia tierna y cortés atendía a las almas enfermas de pecado y les ofrecía salud y fortaleza.
El Príncipe de los maestros procuraba acceder a la gente por medio de las cosas que les resultaban más familiares. Presentaba la verdad de un modo que la dejaba para siempre entretejida con los más santos recuerdos y simpatías de sus oyentes. Enseñaba de tal manera que les hacía sentir cuán completamente se identificaba con los intereses y la felicidad de ellos. Tan directa era su enseñanza, tan adecuadas sus ilustraciones, y tan impregnadas de simpatía y alegría sus palabras, que sus oyentes se quedaban embelesados. La sencillez y el fervor con que se dirigía a los necesitados santificaban cada una de sus palabras.
¡Qué vida atareada era la suya! Día tras día se lo podía ver entrando en las humildes viviendas de los menesterosos y afligidos para dar esperanza al abatido y paz al angustiado. Henchido de misericordia, ternura y compasión, levantaba al agobiado y consolaba al afligido. Por doquiera iba, llevaba bendición.
Mientras atendía al pobre, Jesús buscaba el modo de interesar también al rico. Buscaba el trato con el acaudalado y culto fariseo, con el judío de noble estirpe y con el gobernante romano. Aceptaba las invitaciones de unos y otros, asistía a sus banquetes, se familiarizaba con sus intereses y ocupaciones para abrirse camino a sus corazones y revelarles las riquezas imperecederas.
Cristo vino al mundo para enseñar que si el hombre recibe poder de lo alto, puede llevar una vida intachable. Con incansable paciencia y con simpática prontitud para ayudar hacía frente a las necesidades de los hombres. Mediante el suave toque de su gracia desterraba de las almas las inquietudes y dudas, y cambiaba la enemistad en amor y la incredulidad en confianza.
Decía a quien quería: “Sígueme”, y el que oía la invitación se levantaba y lo seguía. Roto quedaba el hechizo del mundo. Al sonido de su voz el espíritu de avaricia y ambición huía del corazón, y los hombres se levantaban, libertados, para seguir al Salvador.
Amor fraternal
Cristo no admitía distinción alguna de nacionalidad, estatus social o credo. Los escribas y fariseos deseaban hacer de los dones del cielo un beneficio local y nacional, y excluir de Dios al resto de la familia humana. Pero Cristo vino para derribar toda valla divisoria. Vino para manifestar que su don de misericordia y amor es tan ilimitado como el aire, la luz o las lluvias que refrescan la tierra.
La vida de Cristo fundó una religión sin castas; una religión en la que judíos y gentiles, libres y esclavos, unidos por los lazos de fraternidad, eran iguales ante Dios. Ninguna política de procedimiento influenció sus movimientos. No hacía diferencia entre vecinos y extraños, amigos y enemigos. Lo que conmovía el corazón de Jesús era el alma sedienta del agua de vida.
Nunca despreciaba a nadie como inútil, sino que procuraba aplicar a toda alma su remedio curativo. Cualesquiera que fueran las personas con quienes se encontrase, siempre sabía darles alguna lección adecuada al tiempo y las circunstancias. Cada descuido o insulto del hombre para con el hombre le hacía sentir tanto más la necesidad que la humanidad tenía de su simpatía divina y humana. Procuraba infundir esperanza en los más rudos y los que menos prometían, presentándoles la seguridad de que podían llegar a ser sin tacha e inofensivos, poseedores de un carácter que los diera a conocer como hijos de Dios.
Muchas veces se encontraba con los que habían caído bajo la influencia de Satanás y no tenían poder para desasirse de sus lazos. A cualquiera de ellos, desanimado, enfermo, tentado, caído, Jesús le dirigía palabras de la más tierna compasión, palabras que necesitaba y que podía entender. A otros, que peleaban a brazo partido con el enemigo de las almas, los animaba a que perseveraran, asegurándoles que vencerían, pues los ángeles de Dios estaban de su parte y les darían la victoria.
A menudo se sentaba a la mesa de los publicanos como huésped distinguido, demostrando por medio de su simpatía y la bondad de su trato social que reconocía la dignidad humana; y los hombres anhelaban hacerse dignos de su confianza. En esos corazones sedientos sus palabras caían con poder bendito y vivificador. Se despertaban nuevos impulsos, y a estos parias de la sociedad se les abría la posibilidad de una vida nueva.
Aunque judío, Jesús trataba libremente con los samaritanos, y despreciando las costumbres y los prejuicios farisaicos de su nación, aceptaba la hospitalidad de ese pueblo despreciado. Dormía bajo sus techos, comía a su mesa –compartiendo los manjares preparados y servidos por sus manos–, enseñaba en sus calles, y los trataba con la mayor bondad y cortesía. Y al par que se ganaba sus corazones por medio de los vínculos de su humana simpatía, su gracia divina les llevaba la salvación que los judíos rechazaban.
Ministerio personal
Cristo no despreciaba oportunidad alguna para proclamar el evangelio de salvación. Escuchen las admirables palabras que dirigiera a la samaritana. Estaba sentado junto al pozo de Jacob, cuando vino la mujer a sacar agua. Con sorpresa de ella, Jesús le pidió un favor: “Dame de beber”. Deseaba beber algo refrescante, y al mismo tiempo abrir el camino para ofrecerle a ella el agua de vida. Dijo la mujer: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? –porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí”. Respondió Jesús: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le pedirías, y él te daría agua viva... Cualquiera que beba de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:6-14).
¡Cuán vivo interés manifestó Cristo en esta sola mujer! ¡Cuán fervorosas y elocuentes fueron sus palabras! Al oírlas la mujer dejó el cántaro y se fue a la ciudad para decir a sus amigos: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” Leemos que “muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él” (vers. 29, 39). ¿Quién puede apreciar la influencia que semejantes palabras ejercieron para la salvación de almas desde entonces hasta hoy?
Doquiera haya corazones abiertos para recibir la verdad, Cristo está dispuesto a enseñársela, revelándoles al Padre y el servicio que agrada al Ser que lee los corazones. Con los tales no se vale de parábolas sino que, como a la mujer junto al pozo, les dice claramente: “Yo soy, el que habla contigo” (vers. 26).

2

Días de ministerio activo

En la vivienda del pescador en Capernaum la suegra de Pedro yacía enferma de “gran fiebre; y le rogaron por ella”. Jesús la tomó de la mano “y la fiebre la dejó” (Luc. 4:38, 39; Mar. 1:30, 31; Mat. 8:14, 15). Entonces ella se levantó y sirvió al Salvador y a sus discípulos.
Con rapidez cundió la noticia. El milagro se había realizado en sábado, y por temor a los rabinos la gente no se atrevió a acudir en busca de curación hasta después de la puesta del sol. Entonces, de sus casas, talleres y mercados los habitantes de la ciudad se dirigieron presurosos a la humilde morada que albergaba a Jesús. Los enfermos eran traídos en camillas, otros, que venían apoyándose en bordones o sostenidos por amigos, llegaban tambaleantes a la presencia del Salvador.
Hora tras hora venían y se iban; pues nadie podía saber si al día siguiente hallaría al Médico divino aún entre ellos. Nunca hasta entonces había presenciado Capernaum un día semejante. El aire estaba lleno con las voces de triunfo y los gritos de liberación.
No cesó Jesús su obra hasta que hubo aliviado al último enfermo. Muy entrada era la noche cuando la muchedumbre se alejó y la morada de Simón quedó sumida en el silencio. Pasado tan largo y laborioso día, Jesús procuró descansar; pero mientras la ciudad dormía, el Salvador, “levantándose muy de mañana... salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Mar. 1:35).
Temprano por la mañana Pedro y sus compañeros fueron a Jesús para decirle que lo buscaba todo el pueblo de Capernaum. Con sorpresa oyeron estas palabras de Cristo: “Es necesario que también a otras ciudades anuncie el evangelio del reino de Dios, porque para esto he sido enviado” (Luc. 4:43).
En la excitación de que era presa Capernaum había peligro de que se perdiera de vista el objetivo de su misión. Jesús no se daba por satisfecho con llamar la atención sobre sí mismo como mero taumaturgo o sanador de enfermedades físicas. Quería atraer a los hombres como su Salvador. Mientras las muchedumbres anhelaban creer que Jesús había venido como rey para establecer un reino terrenal, él se esforzaba por desviar a esas mentes de lo terrenal a lo espiritual. El mero éxito mundanal habría obstaculizado su obra.
Y la admiración de la frívola muchedumbre discordaba con su espíritu. En su vida no existía reclamo alguno de derechos. El homenaje que el mundo tributa a la posición social, a la riqueza o al talento era extraño al Hijo del hombre. Jesús no se valió de ninguno de los medios que emplean los hombres para granjearse la lealtad y el homenaje. Siglos antes de su nacimiento se había profetizado de él: “No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que se extingue; por medio de la verdad traerá la justicia” (Isa. 42:2, 3).
Los fariseos buscaban la distinción por medio de su escrupuloso formalismo ceremonial y por la ostentación de sus actos religiosos y limosnas. Probaban su celo religioso haciendo de la religión el tema de sus discusiones. Largas y ruidosas eran las disputas entre sectas opuestas, y no era raro oír en las calles la voz airada de sabios doctores de la ley empeñados en acaloradas controversias.
Todo esto contrastaba con la vida de Jesús, en la que jamás se vio ruidosas disputas, ni actos de adoración ostentosa ni esfuerzo por cosechar aplausos. Cristo estaba escondido en Dios, y Dios se revelaba en el carácter de su Hijo. A esta revelación deseaba Jesús encaminar la mente de la gente.
El Sol de Justicia no apareció a la vista del mundo con esplendor para deslumbrar los sentidos con su gloria. Escrito está de Cristo: “Como el alba es su salida” (Ose. 6:3). Suave y gradualmente raya el alba en la tierra, disipando las tinieblas y despertando el mundo a la vida. Así también nació el Sol de Justicia, trayendo “en sus alas... salvación” (Mal. 4:2).1
“Este es mi siervo,
yo lo sostendré;
mi escogido,
en quien mi alma tiene contentamiento” (Isa. 42:1).
“Fuiste fortaleza para el pobre,
fortaleza para el necesitado en su aflicción,
refugio contra la tormenta,
sombra contra el calor” (Isa. 25:4).
“Así dice Jehová, Dios,
Creador de los cielos y el que los despliega;
el que extiende la tierra y sus productos;
el que da aliento al pueblo que mora en ella,
y espíritu a los que por ella caminan:
‘Yo, Jehová, te he llamado en justicia,
y te tendré por la mano;
te guardaré y te pondré por pacto al pueblo,
por luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
para que saques de la cárcel a los presos
y de casas de prisión a los que moran en tinieblas’ ” (Isa. 42:5-7).
“Guiaré a los ciegos por camino que no conocían;
los haré andar por sendas que no habían conocido.
Delante de ellos cambiaré las tinieblas en luz
y lo escabroso en llanura.
Estas cosas les haré y no los desampararé” (vers. 16).
“Cantad a Jehová un nuevo cántico,
su alabanza desde el extremo de la tierra;
los que descendéis al mar y cuanto hay en él,
las costas y sus moradores.
Alcen la voz el desierto y sus ciudades,
las aldeas donde habita Cedar;
canten los moradores de Sela;
desde la cumbre de los mo...

Índice

  1. Tapa
  2. Prefacio
  3. 1 - Nuestro Ejemplo
  4. 2 - Días de ministerio activo
  5. 3 - Con la naturaleza y con Dios
  6. 4 - El toque de la fe
  7. 5 - La curación del alma
  8. 6 - Salvados para servir
  9. 7 - La cooperación de lo humano con lo divino
  10. 8 - El médico como educador
  11. 9 - Enseñar y curar
  12. 10 - Ayuda para los tentados
  13. 11 - La obra en pro de los intemperantes
  14. 12 - Asistencia a los sin trabajo ni hogar
  15. 13 - El pobre desvalido
  16. 14 - Ministerio entre los ricos
  17. 15 - En el cuarto del enfermo
  18. 16 - La oración por los enfermos
  19. 17 - El uso de remedios
  20. 18 - La cura mental
  21. 19 - En contacto con la naturaleza
  22. 20 - Higiene general
  23. 21 - La higiene entre los israelitas
  24. 22 - La vestimenta
  25. 23 - La alimentación y la salud
  26. 24 - La carne considerada como alimento
  27. 25 - Los extremos en la alimentación
  28. 26 - Estimulantes y narcóticos
  29. 27 - El comercio de bebidas alcohólicas
  30. 28 - El ministerio del hogar
  31. 29 - Los fundadores del hogar
  32. 30 - Elección y arreglo del hogar
  33. 31 - La madre
  34. 32 - El niño
  35. 33 - Influencia del hogar
  36. 34 - La verdadera educación prepara para la obra misionera
  37. 35 - El verdadero conocimiento de Dios
  38. 36 - Peligro que entraña el conocimiento especulativo
  39. 37 - Lo falso y lo verdadero en la educación
  40. 38 - Importancia del verdadero conocimiento
  41. 39 - El conocimiento comunicado por la Palabra de Dios
  42. 40 - Ayuda en la vida cotidiana
  43. 41 - En el trato con los demás
  44. 42 - Desarrollo y servicio
  45. 43 - Una experiencia de índole superior